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Kamala Harris y los acantilados de cristal

Kamala Harris se prepara para caminar sobre su particular acantilado de cristal. El liderazgo que se asume cuando las cosas no van bien porque cuando van bien los líderes son ellos.

Recurrir a las mujeres en momentos de crisis es una maniobra (neo)sexista que se estudia hace más de veinte años. Lo hacen las empresas, grandes y pequeñas, y se hace también en política porque el poder, lamentablemente, se gestiona con idénticos criterios en la esfera privada y en la pública.

Un acantilado de cristal siempre se recorre a ciegas. Su límite no puede verse así que es fácil desbarrancarse. Tras la caída es complicado levantar cabeza y la responsabilidad solo puede asumirse en solitario. Sin embargo, si eres mujer y estás en disposición de crecer, es probable que no tengas mejores alternativas.

Para quienes apenas tienen oportunidades, cualquiera puede ser la última y esa (auto)percepción funciona como una motivación para asumir, consciente o inconscientemente, riesgos de los que es casi imposible salir indemne. En ciertas circunstancias, optar a cargos de relevancia se percibe como un tren que, vaya adonde vaya, no se puede dejar pasar, pero casi todos esos cargos son coyunturales y en “precario”. Si se fracasa no suele haber segundas oportunidades, entre otras cosas, porque el fracaso fortalece el estereotipo excluyente de partida; la idea de que el poder deben detentarlo quienes, por razones “naturales” o psicosociales, están llamados a gestionarlo con éxito y, en este terreno, las mujeres son, por completo, accidentales.

Las que se perciben como “últimas” oportunidades acarrean un coste muy alto para las mujeres cuando las batallas se pierden y también cuando se ganan

Los acantilados de cristal se levantan en situaciones difíciles en las que los varones deciden retirarse “en favor” de las mujeres, no por conciencia feminista, obviamente, sino en la confianza de dar un paso al frente cuando ellas se hundan (más temprano que tarde) o de aprovecharse de la debilidad estructural en la que navegan las que salen adelante. Los amigos, los acompañantes y los compañeros, esos aliados, pretenden funcionar entonces como las rémoras del tiburón. No nos faltan ejemplos, a derecha e izquierda, dentro y fuera de España. Kamala Harris tendrá que soportar una campaña “plagada de obstáculos” y cocerse en un auténtico hervidero de misoginia tabernaria para cubrir las vergüenzas de un varón que se mantuvo demasiado tiempo al mando, conservar sus redes endogámicas y retener los fondos invertidos. Antes que ella, fueron otras las que aguantaron la vela de los prohombres retirados que las designaron como “sucesoras” o como miembros destacados de direcciones corales femeninas, a las que, más o menos secretamente, pretendían controlar y tutelar.

Lanzar a las mujeres a liderar empresas que se sospechan fallidas es la estrategia machista que se esconde tras la trampa de la equidad porque no hay acceso libre ni competición neutral si las desigualdades son estructurales y tienen su asiento en la definición de las reglas del juego. Alimentar esta trampa suele ser rentable para corporaciones y partidos, no solo por razones propagandísticas, sino porque en estas situaciones las mujeres que pelean por mantenerse en el poder no lo hacen por deporte o ambición desmedida sino por conservar su salud mental, sus relaciones sociales y familiares, su reputación y su vida laboral. Es una lucha a muerte en la que es obligado hacer coincidir los intereses de la “organización” con los propios y las claves del éxito pasan, necesariamente, por ocultar las evidencias.

Para triunfar, se debe caminar sobre el precipicio con seguridad, confianza y autosuficiencia, demostrando que se es capaz, sin que nadie pueda percibir duda o debilidad. El problema es que este sobreesfuerzo por superar el “síndrome de la impostora” en medio de la tormenta, conduce a muchas mujeres en el poder a mecanismos de despersonalización profundamente masculinizantes. Y esos mecanismos contraintuitivos deterioran su mundo relacional, las alejan de su realidad y las dejan solas frente a sus propios errores.

No es extraño que, como decía Gilligan, en sus procesos de socialización, las mujeres acaben temiendo más el éxito que al fracaso o vivan cualquier promoción de manera contradictoria, que aprendan a tolerar mejor la frustración o que, a priori, tengan una concepción transitoria del poder, porque los hechos demuestran que en las altas esferas su supervivencia personal y social está casi siempre comprometida. Tampoco es extraño que las pocas que superan pruebas de este calibre acaben en manos de los que postergaron “voluntariamente” sus victorias o se vean obligadas a asumir las reglas que sus depredadores diseñaron contra ellas.

El liderazgo femenino puede ser muy transformador si se ejerce desde la elección libre, la competición neutral y los criterios propios, pero cuando las cartas están marcadas y la situación es crítica, las oportunidades históricas son regalos envenenados. Las que se perciben como “últimas” oportunidades acarrean un coste muy alto para las mujeres cuando las batallas se pierden y también cuando se ganan. La paradoja consiste en que, a pesar de eso, no hay más remedio que darlas.

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