Urge volver a València Pilar Portero
IDEAS PROPIAS
Entelequias, dilemas y danas
La sostenibilidad es aún hoy una entelequia para muchas personas e instituciones.
Entelequia presenta dos acepciones en el diccionario. Una la define como “algo irreal, ficticio, imaginario o utópico”; otra como “un fin o propósito en sí mismo”. Si buscamos utopía, el diccionario nos aclara que es un “plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización”. Combinando estas definiciones y uniéndolas al símil anterior, me encaja que la sostenibilidad sea una utopía a la que debemos aspirar y a la que dedicar mucho esfuerzo, porque es difícil de alcanzar.
La dificultad radica en la conjunción de una multitud de problemas clásicos en Economía, que nos condicionan y ralentizan la urgente necesidad de transitar desde la fase de concienciación, en la que pareciera que ya estamos la mayoría, a una fase de acción que apenas hemos iniciado.
Es evidente que la amenaza y la evidencia del cambio climático y sus efectos no generan los suficientes incentivos para que los actuales responsables adopten decisiones para su mitigación y para nuestra adaptación. Al menos era evidente hasta el 29 de octubre, cuando en el imaginario colectivo estaba instalada la convicción de que los daños catastróficos, de producirse, los sufrirán las próximas generaciones, cuando nosotros ya no estemos. Cortoplacismo y procrastinación mortales que lamentablemente ilustran lo que Mark Carney acuñó en 2015 como la “Tragedia del Horizonte”.
La “Tragedia de los Comunes” es un dilema, en este caso clásico, descrito por Garrett Hardin en 1968 en la revista Science como la situación en la que varios individuos, motivados por el interés personal y actuando de forma independiente pero racionalmente, sobreexplotan, abusan y terminan por destruir un recurso compartido limitado (“el común”) aunque a ninguno de ellos les convenga que tal destrucción suceda. Representa un ejemplo de trampa o conflicto social sobre el uso de aquellos recursos que “son de todos, porque no son de nadie” que evidencia la contradicción que surge entre los intereses individuales y el interés general. Encontrar una solución a este dilema ha sido objeto de estudio de la filosofía y la economía política, y son múltiples las alternativas disponibles: restringir el acceso o el uso (pensemos en las zonas inundables), transformar el recurso común en propiedad privada bajo la hipótesis de que los propietarios o gestores privados lo usarán y preservarán mejor o, si fuéramos capaces de incorporar en nuestras decisiones de producción, de compra o de inversión el valor de las externalidades positivas (a potenciar) y negativas (a eliminar, mitigar o compensar), las decisiones serían más informadas y honestas, más responsables y sostenibles, más fieles a la realidad. Para esta última alternativa de solución disponemos, por ejemplo, de los llamados impuestos pigouvianos, ecotasas o impuestos verdes, de las que ya comenté un poco aquí.
Es evidente que la amenaza y la evidencia del cambio climático y sus efectos no generan los suficientes incentivos para que los actuales responsables adopten decisiones para su mitigación y para nuestra adaptación
Mencionar la fiscalidad me lleva a recalar en un personaje también clásico y molesto en Economía: el “polizón” (free-rider) que se escaquea a pesar de que usa, abusa y estropea.
Y aquí introduzco otro concepto económico de esos que una vez lo entiendes e incorporas a tu esquema mental, ya nada vuelve a verse igual, como cuando te pones las gafas moradas del feminismo. Me refiero al “coste de oportunidad”, aquello a lo que renunciamos cuando elegimos una entre diferentes alternativas disponibles. Una elección legítima siempre que seamos conscientes de la renuncia que dicha decisión supone y comprendamos todas las implicaciones que de ella se derivan, un ejercicio mental para el que necesitamos información que a menudo se nos oculta, adorna o distorsiona con ruido.
Es más, nuestras decisiones están condicionadas por las decisiones que toman o pueden tomar otros. La “Teoría de Juegos” nos puede ayudar a comprender y anticipar el resultado de los conflictos entre seres racionales que recelan uno del otro, que interactúan y se influyen mutuamente, y que pueden ser capaces de traicionarse. Pero aún hay más. Nuestras decisiones también están condicionadas por nuestra psique y atajos mentales, innatos o adquiridos. Así, la “economía conductual o economía del comportamiento” ya evidenció que el Homo Oeconomicus –tú, yo- es racional pero no tanto, porque está repleto de sesgos cognitivos inconscientes que conducen a juicios inexactos y decisiones erróneas que pueden derivar en graves consecuencias.
Otro problema clásico es el de “el Principal y el Agente”, que se materializa cuando el dueño o propietario “de lo que sea” (el Principal) se tiene que fiar de la capacidad y voluntad del gestor, gerente o CEO encargado de llevar a cabo una determinada encomienda (el Agente), sobre la que no disponen uno y otro de información simétrica. Las políticas, las competencias, los protocolos, la transparencia y la rendición de cuentas son herramientas de buen gobierno de las organizaciones que permiten minorar, si se respetan, esas asimetrías de información.
Dilemas y problemas que son viejos conocidos, que nos rodean aunque no los veamos y mucho menos comprendamos, que emergen en las crisis de las que son contribuyentes y que a mí al menos me ayudan a entender que las personas somos buenas por naturaleza, pero bastante más egoístas, desconfiadas, manipulables y sesgadas de lo que nos pensamos. Y desinformadas. Que no se nos olvide nunca la tragedia de Valencia, ni sus causas y consecuencias.
________________________
Verónica López Sabater es economista y consejera de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid.
Lo más...
Lo más...
Leído