El juez y la cajera
Les contaré un secreto: España fue creada por un abogado compostelano. En el verano de 1870, Eugenio Montero Ríos, como ministro de Justicia, sacó adelante un Código Penal, una Ley del Matrimonio Civil, una Ley del Registro Civil, una Ley de Organización del Poder Judicial y una Ley del Indulto. De repente, nos convertimos en un país que conocía a sus ciudadanos, que sabía quién nacía o moría, un país donde los jueces casaban, donde podías separarte si sufrías malos tratos, un país con jueces independientes. De repente, la modernidad. De repente, España.
¿Pero qué es la independencia judicial? La garantía de la inamovilidad. La seguridad, dada por el Estado a sus magistrados, de que no dependen funcionalmente de nadie ni, por tanto, pueden ser echados a la calle cuando al cacique de turno no le gusten sus sentencias. Pero, desde luego, no significa que los jueces puedan hacer o sentenciar lo que se les antoje, con “independencia” de lo que diga la ley. La independencia o inamovilidad judicial, como recordaba Montero Ríos en su evocador discurso de apertura de los tribunales de 1870, tiene como contrapartida la responsabilidad: son independientes porque son responsables. Y en esta balanza está la esencia de su carácter de poder del Estado, cada uno de ellos independiente pero responsable ante el resto, en un equilibrio de controles mutuos.
El problema no es que los jueces sean de derechas, o que les repugne aplicar leyes hechas por cajeras; el problema es que la sociedad está inerme ante sus excesos
A día de hoy el equilibrio de los poderes se ha roto por completo. Si el Ejecutivo responde ante el Legislativo y el Legislativo ante el pueblo, el Poder Judicial no responde ante nadie, con lo que técnicamente deja de ser un poder independiente (todos los poderes del Estado lo son) y pasa a ser un poder soberano, que no rinde cuentas ante ningún otro y, por tanto, tiene la capacidad orgánica de hacer literalmente lo que le place.
La quiebra de la balanza nos ha traído unos jueces militantes que, bajo una mal entendida independencia, se entrometen cada vez más en ámbitos propios de los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Hoy, un ayuntamiento no puede ni siquiera cambiar el nombre de una calle sin el riesgo de que venga un juez a enmendarle la plana. Y cualquier nombramiento discrecional o ascenso puede terminar en la mesa de un juez, llamado a decidir si la decisión le parece bien o mal.
Lo más grave es la invasión judicial del Poder Legislativo. Ya fue grave la escaramuza de los ERE, donde se condenó a los miembros de un Consejo de Gobierno por el contenido de unos proyectos de ley que aligeraban los controles para dar ayudas y que no gustó nada a los jueces; el Tribunal Constitucional paró la acometida. Después vinieron otras del mismo juez. Aquí vimos a jueces manifestándose porque no les gustaba la ley de amnistía; estas manifestaciones eran ilegales, no se crean, pero la ley se la aplican los jueces a sí mismos. Al Tribunal Supremo tampoco le gustó la amnistía y decidió agarrarse a una interpretación retorcidísima para no aplicarla; el mismo Tribunal Supremo, por cierto, que cuando Baltasar Garzón cuestionó de inconstitucional la amnistía de 1977, dijo que era una figura que cabía dentro de la Constitución, “una ley vigente cuya eventual derogación correspondería, en exclusiva, al Parlamento”. Pero una cosa es amnistiar a falangistas y otra, a independentistas.
Las graves declaraciones del juez Eloy Velasco, cuestionando la legitimidad del Gobierno y burlándose, con tintes clasistas y machistas, de representantes públicos (por favor, que alguien escriba una tesis titulada “Los supermercados y la caspa judicial: del Hipercor de García Ancos al Mercadona de Velasco”), nos ponen sobre la pista de la impunidad con la que actúa esta “milicia togada” y la finalidad última de sus actos. Porque no nos confundamos; el problema no es que los jueces sean de derechas, o que les repugne aplicar leyes hechas por cajeras; el problema es que la sociedad está inerme ante sus excesos porque conforman un poder que no reconoce contrapoder alguno; incontrolado y, por ello, descontrolado. Tras las palabras de Velasco, alguien debería acompañarlo a la puerta de salida, pero no tengo ninguna esperanza porque a ojos de sus compañeros, llamados a decidirlo, no ha dicho nada extraño o indebido. Sin responsabilidad judicial, estamos ante “la tiranía del poder judicial”, como recordaba Montero Ríos en aquel discurso memorable. Sin responsabilidad, la independencia judicial se convierte en un derecho a la ocurrencia, un capricho de la razón, una pluma al viento. Y son ellos quienes soplan.
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Carlos López-Keller es socio de infoLibre.