Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
El rey de la dana tiene una memoria muy selectiva
Las palabras de Nochebuena del rey son como esas partituras musicales, tan interpretadas por la enorme tradición valenciana de bandas, que hacen gala de una precisa composición y de variedad en la instrumentación, ritmos y temas. El discurso ni es fácil de escribir ni puede gustar a todos, eso está claro, pero si carece de algo tan importante y delicado como la afinación, corre el riesgo de no convencer a nadie.
Es evidente que las palabras del rey de esta Nochebuena están menos afinadas que las pronunciadas hace tan solo unas semanas en Roma, ante los diputados y senadores italianos, que en su inicio dejaron una frase de profundos ecos históricos y rabiosa actualidad, allí y aquí: “Somos dos países con memoria, con una clara conciencia del pasado –en particular del que no puede ni debe repetirse, ni siquiera como caricatura–”.
De memoria va la cosa, no sólo de la que llamamos democrática o histórica sino de la más reciente. Este 2025 se cumplirán 50 años de la muerte de Franco, el hecho que marcó el fin de la dictadura y el inicio de la Transición y que el Gobierno convertirá en un año de reivindicación de las libertades colectivas. Ninguna referencia hay a esos momentos históricos decisivos, más allá de la habitual defensa de la Constitución, ni aunque 1975 haya significado también la vuelta de la monarquía, que también está de cumpleaños. Qué oportunidad perdida, de nuevo, de pronunciar unas palabras de balance serio y riguroso y, en consecuencia, inevitablemente crítico con la impunidad de la que sigue disfrutando su padre y predecesor en el trono.
La memoria sobrevuela un discurso en el que Felipe VI sólo menciona la palabra al final y de pasada. Porque su apelación a la “concordia”, al “diálogo”, a la “serenidad” y al “bien común”, valores intrínsecos de la sociedad española, se topan con un debate público, político y mediático envenenado, que socava los valores mismos de la democracia construida desde hace medio siglo. Las responsabilidades no pueden analizarse desde la equidistancia (ver esto de Jesús Maraña), tratando de no decir nada para no meterse en líos ni ser criticado o, más delicado, intentando encarnar un sentimiento etéreo de indignación o de ilusión que pueda ser contrapuesto al desgaste concreto y cotidiano del resto de instituciones, que son las que gestionan el día a día.
Es un año para acordarse de la dana, que tan fuertemente ha golpeado sobre todo a la provincia de Valencia, y la Casa Real ha decidido apostar al máximo por una estrategia de cercanía que muestre a un rey como uno más entre el pueblo (…) cuando las demás instituciones son duramente criticadas. Incluso aunque esa cercanía, en visitas como la de Paiporta, suponga un grave riesgo para la seguridad de las altas instituciones del Estado o genere roces innecesarios con el Gobierno.
El rey que en Paiporta denunciaba la “intoxicación” de los “interesados” en el “caos” se queda en Nochebuena en peticiones equidistantes de “serenidad”
Lo que es difícil de entender es que toda referencia a su gestión sea para reclamar a todos por igual una “coordinación mayor y más eficaz de las administraciones”, ignorando por completo que lo más importante de una catástrofe es su prevención y, después, su gestión en las horas clave. ¿Tanto habría costado pedir, además de coordinación, que los responsables políticos no nieguen el cambio climático que propicia este tipo de fenómenos o que estuvieran en sus puestos, haciendo la tarea para la que han sido elegidos, cuando una simple alerta a tiempo podría haber salvado tantísimas vidas? ¿No son la lucha contra el cambio climático o la seriedad en el trabajo valores transversales de la sociedad española?
Antes que de coordinación con otros (una crítica que iguala y diluye las responsabilidades injustamente), el problema de la Comunitat Valenciana es de incompetencia y de no asumir las responsabilidades propias. Y ahora, en la reconstrucción, el reto es el de la eficacia de la política pública, a través de medidas concretas y, por qué no decirlo, la inversión que permite el pago de impuestos, que es el mayor gesto de solidaridad con los que menos tienen.
El otro gran eje del discurso de Felipe VI es su preocupación por el clima político y la “contienda legítima, pero en ocasiones atronadora” que impide que haya serenidad, diálogo y acuerdo. La palabra “atronadora” no puede estar mejor elegida. Hablamos de ensordecer, aturdir, atolondrar o marear.
Nuestro debate público está atronado, cuando no directamente tronado, por una sucesión de intereses, exageraciones, sobrerrepresentaciones y bulos que lo condicionan hasta desnaturalizarlo. Y, de nuevo, las responsabilidades no se reparten a partes iguales ni es riguroso pretenderlo entre llamadas generales a la cordura.
En su discurso, medido hasta el extremo, el rey perdió una gran oportunidad de poner las cosas en su sitio como sí hizo con naturalidad en Paiporta, cuando le tiraban barro y le preguntaban por qué no tomaba él el mando frente a los representantes políticos. “No hagáis caso a todo lo que se publica porque hay mucha intoxicación informativa. Hay personas interesadas en que el enfado crezca, ¿para qué? Para que haya caos. Hay mucha gente interesada en esto”, dijo entonces en conversación con los vecinos.
Si el ejemplo de diálogo y serenidad para el rey esta Nochebuena es la reforma del artículo 49 de la Constitución sobre la discapacidad, habrá que preguntarse cómo de ejemplar fue el bloqueo durante cinco años de la renovación del CGPJ, cuáles eran las “personas interesadas” en que se mantuviera y a quién beneficia en realidad el pacto al que se llegó en junio.
También cabría preguntarse por qué hay miles de menores en Canarias que esperan a que los partidos se pongan de acuerdo y qué intereses partidistas hay en no llegar a una fórmula de reparto. O en por qué no fue posible un acuerdo sobre RTVE. O por qué hay una presidenta autonómica que rechaza reunirse a solas con el presidente del Gobierno, tratando de condicionar a todo el Partido Popular para que ni dirija la palabra al que considera literalmente un “dictador”. Por último, ¿por qué la sociedad española vive un minuto a minuto de casos judiciales con pasos tan difíciles de entender, sin apenas pruebas de unas culpabilidades cacareadas a todas horas? ¿A qué responden tantas horas de tertulias que lo contaminan todo, privándonos de otros debates esenciales para nuestro día a día?
El rey que en Paiporta aludía espontáneamente a la “intoxicación” por parte de los interesados en el “caos” se queda en Nochebuena en una muy insuficiente apelación al diálogo; no entre dos que no quieren sino entre los que están dispuestos y los que no con el único objetivo de que “el enfado crezca”, en sus palabras.
Felipe VI sí tiene palabras para la juventud, la vivienda o las migraciones, mención esta última que sólo puede entenderse como un toque de atención a la extrema derecha. Sobre esta cuestión y el Mediterráneo, de nuevo hay mucha más profundidad en el discurso de Roma. Harían bien los profesionales del odio en escuchar la advertencia del rey al que tanto reivindican. Las personas migrantes tienen derechos y dignidad y son las migraciones lo que explican mucho de lo bueno que tiene hoy España sin caer en defensas interesadas (en lo económico) que, afortunadamente, el monarca ha evitado.
Por cierto, majestad: se dice Palestina. Pa-les-ti-na. Cuando habla de que se “cuestiona el derecho internacional, se recurre a la violencia, se niega la universalidad de los derechos humanos o se pone en duda el multilateralismo”, la palabra que lo resume y ejemplifica todo es Palestina. Resulta muy chocante que, ante la magnitud del genocidio, ante la asfixia misma de la palabra humanidad a la que asistimos desde hace 14 meses, el jefe del Estado no la diga, como sí hizo en Roma, o como sí mencionó a Ucrania hace dos Nochebuenas. Ojalá fuera sólo una cuestión de mala memoria.
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