X vive en una zona afectada por la dana. Su casa, las casas de sus familiares, todas están afectadas. Afectadas, destruidas, algunas. X tiene un hijo de siete y otro de pocos años. Trabaja en el centro de València, en restauración. Un local de esos ‘cool’. El centro de València es un lugar que vive ajeno a la zona afectada, la vida sigue como si, al otro lado de la ciudad, las calles no siguiesen cubiertas de lodo, pérdidas y desaliento. X sale cada mañana del paisaje ‘walking-dead’ (así lo describió) y entra en la ‘normalidad’, y sirve comidas y pregunta qué ingredientes prefieres con la sonrisa que mejor puede. ¿Estáis bien por aquí? Le pregunté ayer, después de unos meses sin verla y tras haberle pedido arroz blanco, salsa picante y atún, y antes de llegar a los toppings, que remataban el pedido. X sonrió, el nivel del agua subió a sus ojos, y me dijo: Aquí, sí, en mi casa no. Y bajó la mirada para continuar con mi pedido, dando por acabada la conversación. Intuí que lo hacía por no molestarme con su relato y, también, para gestionarse el lagrimal lleno, de espaldas al mostrador. Insistí suave, soy clienta esporádica del local y sabía que no estaba forzando la situación. ¿Y tú, cómo estás? Pregunté.
X sonrió y respiró hondo. Como no había nadie más que yo en la cola, entró en detalles. Estaba esperando al técnico porque el suelo de su casa, una planta baja, se había vencido y le había salido una grieta rara, y no estaba nada tranquila pues, igual, tenían que marcharse de allí. Su hermana, con su bebé, sus padres, todos, habían perdido sus casas y sus negocios. Coches, empresas, todo. Todo es todo. Entre frase y frase, sonreía y gestionaba las lágrimas entre disculpas. ¿Y tus hijos? Le pregunté. Ahí se rompió. Se rompió contándome cómo, cuando van andando por el pueblo, su hijo de siete años anda a su lado con la mirada perdida y en silencio. Que ella le pregunta y lo anima a que le exprese qué le pasa, cómo se siente. Triste, estoy triste… Es que no queda nada, mamá. Le dice. Además del suelo cedido, la tremenda grieta y el futuro incierto por dónde lo mire, lo que más angustia ahora a X es esa tristeza profunda y callada de su hijo de siete años. ¿Y qué le digo, si yo estoy igual? Esto es muy difícil de gestionar, me confesó.
Me pidió perdón por haber llorado y le dije que no tenía por qué hacerlo, que ‘lo no llorado’, cuando hay tantos motivos, daña si se te queda dentro
Me pidió perdón por haber llorado y le dije que no tenía por qué hacerlo, que ‘lo no llorado’, cuando hay tantos motivos, daña si se te queda dentro. Y que, por mí, podía llorar lo que le diese la gana, que tenía todo el derecho del mundo a llorar sus pérdidas y sus temores. Seguía sin haber nadie más esperando y X no estaba desatendido a nadie, así que la invité a seguir hablándome de su situación, le dije que no tenía prisa y me relató lo sucedido más en detalle. Entonces me contó El Horror de lo vivido (sí, en mayúsculas). Y pasaron más cosas que me guardo para mí. Comparto aquí esta parte del encuentro con X porque veo que, València ciudad, está habitada de personas como X, que vienen a trabajar desde lugares ‘walking-dead’, que ya no son hogares nunca más, sino focos de verdadera preocupación. Personas que siguen trabajando y manteniendo conversaciones que pueden llegar a ser una tortura porque hablan desde la más absoluta desigualdad. En València hay personas trabajando de día en donde se tiene todo y maldurmiendo de noche en donde no queda nada, o muy poco. A diez minutos del centro de la ciudad, donde las luces de la Navidad siguen su curso, hay madres y padres angustiados por las miradas tristes y calladas de quienes tienen en casa. ’Esto es mucho peor que la pandemia, es que, aquí, no queda nada cuando sales de casa”.
Quizás podemos dedicar unos minutos de nuestras vidas a preguntar a las personas cómo están y a escucharlas, sobre todo. No tiene mayor misterio: escucha activa, se llama. Se trata de escuchar a otra persona con aprecio, respeto, sin cuestionarla, sin interrumpirla, sin criticarla y, sobre todo, atenderla sin prisa, con todo el tiempo del mundo. Y ayuda, vaya si ayuda. Lo sé porque X me lo dijo y el mejor topping fue su abrazo de más de treinta segundos. Sé que ayuda porque me lo han dicho más personas afectadas, personas que me estaban dando un documento en ventanilla, un quilo de manzanas en el Mercado Central, o un jersey en un centro comercial. Sé que ayuda porque hace un mes que voy preguntando cómo están allá adonde voy porque no tengo corazón de entablar una conversación normal si la otra persona lo ha perdido todo. Si siempre tuve la certeza de que las palabras ayudan, más que nunca siento ahora que he de hacer el mejor uso de cuatro de ellas y preguntar: ¿Y tú, cómo estás? Y respirar hondo y escuchar.