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Rajoy, te voy a extrañar

Este es un día triste para mí. No busquen ironía en mis palabras, no la hay. Mi devoción por Rajoy en el terreno humorístico es pública y notoria, aunque sé que no soy única, ni siquiera original, me consta que muchos compañeros del humor hoy sienten el mismo vacío. ¿Qué va a ser de nosotros sin ti al volante, Mariano? Muy fan.

Ya disfruté de Rajoy en la oposición, cuando se convirtió en líder de su partido tras el adiós de Aznar que, antes de cerrar la puerta de Génova, le nombró sucesor. Luego José María pasó de señalarle con su dedo divino a meterle el dedo en el ojo…

Siendo él opositor –no a Registrador de la Propiedad, sino al Gobierno de entonces– coincidí con él en la radio No somos nadie (M-80) y, más tarde, en mis reportajes políticos, micrófono gigante de plástico en ristre, para El Hormiguero (Cuatro). Rajoy se convirtió, rápidamente, en uno de mis favoritos y eso que, por entonces, todavía estaban en el escenario Popular el incombustible Fraga, la lideresa Esperanza, el dúo cómico Acebes y Zaplana y otros… El elenco era de nivel, pero él destacaba entre todos ellos.

Ganaba mucho en las distancias cortas, era simpático, y siempre te daba un titular, un chascarrillo. En cada encuentro te regalaba, con una generosidad “verdaderamente notable”, su retranca gallega. Si estaba él, tu reportaje tenía la chispa asegurada. Rajoy era un colaborador necesario para conseguir una buena pieza y yo una partícipe a título lucrativo de su talento.

Recuerdo aquellos lunes negros a la puerta de Génova. Eran días chungos, previos al famoso XVI Congreso de Valencia que salió en todos los papeles, en los de la Gürtel también…

Esperanza afilaba las uñas para quitarle a Mariano el comedero y, a su lado –entre otros– Camps, un hombre que para mi negociado reporteril resultaba amable, pero serio y un poco aburrido. ¡Quién nos iba a decir la de alegrías que nos daría Paco un tiempo después!

Rajoy solía salir de la sede genovesa por el garaje, metido en el coche, eran sus primeros pasos en el arte del escapismo. Otros nunca se escondían. Cañete, por ejemplo, paseaba su superioridad intelectual y su simpatía por los micros y se paraba con los reporteros, redactores, cámaras y curiosos que pasábamos allí las tardes.

Cuando se acercaba el fin de la etapa Zapatero y estábamos de crisis hasta la ceja, Mariano se creció. En los plenos hinchaba pecho como un pichón y arreaba sopapos de madre desde el estrado. Fue entonces cuando mejoró su fondo para caminar deprisa hacia La Moncloa.

Cuando llegó a presidente nuestras alegrías humorísticas se multiplicaron por mil. Únicamente Rajoy podría hacerle sombra a Churchill con su colección de sentencias (en el sentido de frase o dicho, en este caso). Inolvidables sus cruces de reproches con la oposición en el Parlamento, sus preguntas en las entrevistas: “¿Y la europea?”; sus afirmaciones incontestables: “Un vaso es un vaso”; sus inmersiones en jardines en flor: “Es el vecino el que elige al alcalde…".

Decir adiós a Rajoy es despedirme de alguien a quien tengo cariño, desde la visión humorística de la vida. Profesionalmente, es asomarme a la terrible idea de que, difícilmente, pueda llegar alguien como él. Sus sucesores tienen el listón muy alto.

¿Quién, sino él, podría abandonar la Presidencia como Mortadelo, convertido en bolso? ¿Quién, sino él, culminaría un día clave para su carrera política y para este país, encerrado en un restaurante –¡ocho horas, una jornada laboral!–, mientras en la Cámara de representación ciudadana se debatía su desalojo?

 

Mariano Rajoy, a su salida de un restaurante cercano al Congreso donde se reunió durante varias horas con la mayoría de sus ministros. EFE

¡Pero si tampoco acudió el segundo día para escuchar a su portavoz Hernando! Ni siquiera para jalearle desde el escaño, por si se ponía blandito: “¡Vamos Rafa!”. El todavía presidente se dejó caer por allí a eso de las diez, justo para despedirse, votar y chimpún.

Hay que reconocerle a Mariano una despedida breve pero elegante, dio las gracias a ese partido al que una sentencia se ha referido, reconoció el honor de haber sido presidente de España y deseó a su sucesor que pueda irse –con el mismo orgullo que él– cuando le toque embalar sus objetos personales y salir de Moncloa…

Como humorista, yo me conformaría con que sus sucesores nos dieran un diez por ciento de los minutos de gloria que él nos ha regalado. Y como romántica empedernida, desearía que en su partido hicieran autocrítica –como pide el verso suelto Margallo–, pero no autocrítica de estrategia política, por su bien, sino de honestidad frente a los ciudadanos –los que les votaron y los que no–, por el nuestro.

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Mariano se va y su gobierno con él, porque en el juego de la democracia nadie tiene un puesto asegurado –tampoco los que llegan ahora, supongo que lo tienen claro–. Esa temporalidad es una característica importantísima de este formato, imperfecto pero aspirante a justo, de organizar la sociedad.

Querido Mariano, de humorista a humorista, te voy a echar mucho de menos. De persona a persona, me tomaría unas cañas contigo. De ciudadana a gobernante, ya tal… Fin de la cita.

 

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