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Por qué las democracias liberales corren el riesgo de convertirse en democracias 'defectuosas'

Montaje Mediapart.

Fabien Escalona y Romaric Godin (Mediapart)

2024 ha sido el “super año electoral”. Se han celebrado elecciones nacionales en 80 países, con más de la mitad de la población mundial. Aunque el acontecimiento más esperado a finales de año tuvo lugar en Estados Unidos, aún estaban previstas otras, por ejemplo en Islandia, en Rumanía o en Senegal.

Las situaciones han sido muy variadas. Algunas mascaradas no han engañado a nadie en autocracias cerradas como la de Azerbaiyán, donde el autócrata Ilham Aliyev arrasó con el 90% de los votos. En los regímenes más híbridos, la parcialidad de las contiendas electorales no ha impedido a la oposición desafiar y poner en aprietos al “hombre fuerte del poder”, ya sea Narendra Modi en India o Recep Tayyip Erdoğan en Turquía. También se han celebrado elecciones libres y justas en democracias consolidadas desde hace varias décadas.

Vamos a centrarnos en estas últimas, en la medida en que cada elección se considera cada vez más como una “prueba” a una escala que va más allá del país en cuestión. El modelo de democracia liberal, después de haberse extendido con dificultades desde 1945, en particular tras el hundimiento de la Unión Soviética, está ahora en retroceso a escala mundial.

Desde que entramos en el siglo XXI, este modelo acoge cada vez a menos países y personas. Un modelo que ha sido objeto de ataques verbales por parte de sus rivales, pero también de operaciones subversivas que implican todo un arsenal de granjas de trolls, hackers y agentes de desestabilización sobre el terreno. Al mismo tiempo, su atractivo se ve socavado por la creciente dificultad de las élites gobernantes para reproducir su legitimidad y ganarse apoyos.

El año 2024 ha confirmado la gran agitación en la que están sumidas las democracias liberales. Los resultados electorales han conducido en repetidas ocasiones a paisajes políticos fragmentados y difíciles de gobernar, o al ascenso de partidos de extrema derecha que amenazan el ecosistema de una democracia sana. O incluso a ambas cosas. Vamos a echar un vistazo a la evolución más reciente de estas tendencias.

La inflación ayuda a “apartar a los salientes”

La derrota del bando demócrata en Estados Unidos puso de relieve, en primer lugar, el poder del voto de castigo a los poderes fácticos. Un fenómeno clásico casi tan antiguo como la democracia representativa, podría decirse, pero cuya magnitud ha sido notable en 2024. El Financial Times señaló que los partidos gobernantes salientes no habían sufrido reveses tan sistemáticos desde hacía décadas.

Los primeros años de la gran crisis económica que estalló en 2008 ya habían sido testigos de considerables votos de castigo, acelerando la tendencia estructural a la baja de los grandes partidos gobernantes desde los años ochenta, confirmada con cada nueva década. La secuencia inflacionista de principios de estos años 20 parece haber reavivado el fenómeno. En el Reino Unido, Austria, Portugal, Japón y Francia, las subidas de precios han sido históricas.

Más que la inflación en sí, lo que se cuestiona es su gestión política. La ausencia de cualquier forma generalizada de indexación salarial, salvo algunas excepciones, ha provocado una fuerte caída del nivel de vida de los hogares. Una caída negada por la mayoría de los gobiernos, que han reducido sus esfuerzos a mecanismos de compensación de los precios de la energía y la gasolina. En un contexto de restricciones de gastos cada vez mayores, sobre todo en los servicios comerciales, los ciudadanos se han sentido sacrificados por los poderes públicos.

Inicialmente aterrorizados por caer en un imaginario "bucle salarios-precios”, los gobiernos han permitido la caída de los salarios reales negando cualquier efecto inflacionista a través de los beneficios empresariales. Luego se ha ralentizado la subida de los precios pero se han mantenido el deterioro del nivel de vida y el problema de la restricción del gasto. El resultado ha sido el rechazo de los votantes a los gobernantes y una mayor pérdida de credibilidad del modelo neoliberal, basado en la confianza en los ajustes del mercado.

El voto de castigo se ha visto así vinculado a un sentimiento de impotencia política y a una demanda de protección. Esto puede haber favorecido a los partidos que prometían una mayor seguridad a través de una mayor autoridad y un repliegue sobre sí mismos, pero también a otras ofertas que pretendían romper con los partidos tradicionales de gobierno, de ahí el carácter cambiante y fragmentado de muchos panoramas políticos.

La gran atomización

En muchas democracias liberales donde la competición electoral es más abierta, gracias sobre todo a la representación proporcional, la atomización de los escenarios electorales y parlamentarios vuelve a ser un fenómeno fundamental que se viene constatando desde hace muchos años. También está bien documentado el aumento de la volatilidad electoral entre elecciones. En conjunto, esos indicadores nos dicen que la insatisfacción con el sistema histórico de partidos no se está traduciendo en un cambio general y sostenible hacia otras identidades políticas.

Los Países Bajos constituyen un caso extremo, pero revelador: a finales de 2023, el castigo a la coalición saliente vino acompañado de un importante trasvase de votos, la aparición de nuevos partidos en escena y la entrada de no menos de quince de ellos en el Parlamento.

Pero lo más llamativo de 2024, y que ilustra la fuerza de la tendencia a la atomización, fue que afectó a sistemas democráticos con reputación de contenerla. Ese fue el caso del Reino Unido, Francia y Japón, donde las normas electorales tienden a “cerrar” la competición política, dificultando que los partidos pequeños o de nueva creación puedan perturbarla.

Cada vez es más difícil formar gobiernos o mantener unidas coaliciones complicadas

En el Reino Unido, el líder de la oposición, Keir Starmer, obtuvo la mayoría absoluta de los escaños, pero en porcentaje de votos, el peso combinado de los tres partidos históricos que han gobernado el país (laboristas, conservadores y liberaldemócratas) es históricamente bajo. A pesar de ello, el electorado se dispersó entre partidos más pequeños y candidatos independientes, que también consiguieron algunos escaños.

En Francia, el juego bipolar de la alternancia derecha/izquierda se ha venido complicando y ampliando desde 2017, con tres polos entre los que se divide el grueso de partidos y votos. Además, dos elecciones legislativas consecutivas se han saldado con una clara ausencia de mayoría absoluta. Desde 2022, Francia está dirigida por gobiernos minoritarios que ni siquiera han negociado formalmente apoyos sin participación.

En Japón, el Partido Liberal Democrático es el históricamente dominante del país. En las últimas décadas, había tenido que recurrir a veces a una alianza con el partido budista Kōmeitō para lograr la mayoría absoluta. Pero a finales de octubre, esta alianza ni siquiera ha sido suficiente. El primer ministro saliente ha sido reelegido, sí, pero hacía treinta años que no hacía falta una segunda vuelta para su elección por los parlamentarios. Ahora está al frente de un gobierno en minoría y tendrá que trabajar duro para conseguir que se aprueben sus políticas.

Los estudios sobre los efectos de la fragmentación de los sistemas de partidos son contradictorios. Algunos investigadores niegan que afecte a la calidad de la democracia, salvo en contextos muy polarizados ideológicamente. Sin embargo, hace que el juego político sea más difícil de seguir y de manejar:  aumenta el número de actores implicados y disminuye su visibilidad sobre el futuro, lo que hace más difícil acomodar las preferencias políticas o mantener las estrategias.

Es más, cada vez resulta más difícil formar gobiernos o mantener la unión de equipos complicados, como ha pasado recientemente en Suecia, o como ilustra el caso de Bélgica, que lleva sin gobierno federal desde principios de verano. No es baladí que en Alemania, por primera vez desde la posguerra, hayan tenido que ponerse de acuerdo tres familias políticas distintas para que Olaf Scholz formara gobierno en 2021. Pero esta coalición acaba de romperse y dará lugar a unas elecciones que probablemente estarán marcadas por una fuerte dispersión de votos y un retroceso general de los partidos de gobierno.

El avance constante de la extrema derecha

El problema de las democracias liberales se debe, pues, más que nunca, al descontento generalizado con los gobiernos salientes y a la inestabilidad provocada por la "desinstitucionalización" de los sistemas de partidos, como han demostrado los politólogos italianos Alessandro Chiaramonte y Vincenzo Emanuele. Pero hay un tercer ingrediente importante: el ascenso cada vez más impresionante de las fuerzas de extrema derecha.

Aunque se están desintegrando muchas referencias y vínculos, como demuestra la tendencia a la baja de la participación electoral (excepto en Estados Unidos, donde la polarización bipartidista se ha llevado al extremo), no todo es caos. Hay una familia que atrae cada vez más apoyos y viene forjando lealtades desde hace tiempo. Y es la que exalta una identidad nacional cerrada, llama a la gente a caer en la tentación cesarista y cuelga ante los votantes la promesa de convertirse en "consumidores soberanos” protegidos de la degradación, ya sea simbólica o material.

Lo que está en juego no es tanto el retorno del totalitarismo como la transformación de las democracias liberales en democracias ‘defectuosas’

Diversas familias y grupos han ocupado el espacio electoral dejado vacante por el declive de los grandes partidos de gobierno. Pero desde hace unos cuarenta años ha sido la derecha radical (término inclusivo que suelen usar los politólogos) la que ha logrado los mayores avances. En Europa Occidental, su media andaba por debajo del 5% hasta mediados de la década de 1980. En el periodo 2015-2020, esa media llegó a alcanzar un máximo histórico (14,6%).

Desde entonces, se han producido avances considerables en Portugal y España, así como avances notables en Escandinavia y, por supuesto, en Francia e Italia. En la Unión Europea, la extrema derecha forma parte del poder en media docena de países. En Estados Unidos, el Partido Republicano ha caído en esa familia política tras su colonización por el movimiento trumpista Maga (Make America Great Again).

Este último ejemplo, así como el historial de Giorgia Meloni en Italia y Viktor Orbán en Hungría, ilustra el hecho de que, si bien la extrema derecha puede llegar pacíficamente al poder, existen enormes riesgos asociados a sus ataques contra el ecosistema de un régimen representativo digno de ese nombre, en particular la independencia del poder judicial, el pluralismo de los medios de comunicación y la libertad de asociación. Lo que está en juego no es tanto el retorno del totalitarismo como la transformación de las democracias liberales en democracias "defectuosas”, o incluso en autocracias electorales.

It’s capitalism, stupid!

Los partidos de extrema derecha construyen coaliciones de votantes con historias, agravios y aspiraciones complejas. Pero una gran parte de ellos comparten su hostilidad a la inmigración y a las minorías étnico-raciales, además de que en varios casos recientes se observa una reacción masculinista.

Es una causa relativamente autónoma. En la mayoría de las democracias liberales, el aumento de la heterogeneidad cultural y el cuestionamiento de las jerarquías entre sexos y géneros, muy rápido a escala de la larga historia de la humanidad, han constituido un caldo de cultivo para las contramovilizaciones reaccionarias que invocan identidades heridas y protegen intereses precisos.

Pero esa causa es muy fácil de activar ya que estas transformaciones coinciden con la erosión del Estado social, el desgaste de los cuerpos intermedios y las contradicciones de un capitalismo a bajo régimen. La política contemporánea se enfrenta a dos grandes fenómenos vinculados al orden social capitalista en el que se construyeron y florecieron las democracias liberales.

Los planes de Joe Biden han impulsado el crecimiento de la mayor economía del mundo, pero no han resuelto ni la crisis social ni la crisis medioambiental

El primer fenómeno ha sido bautizado como la “trinidad viciosa del capitalismo tardío” por tres economistas políticos afincados en el Reino Unido, Ilias Alami, Jack Copley y Alexis Moraitis. En un artículo publicado este año (del que se ha informado aquí), estos autores identifican tres crisis concomitantes: la crisis económica de un crecimiento siempre débil, la crisis del mundo del trabajo donde los ingresos están bajo presión y la crisis medioambiental.

Para ellos, la democracia liberal es incapaz de resolver este trilema: los métodos tradicionales de recuperación keynesiana, compromiso socialdemócrata o “crecimiento verde” son un fracaso porque sólo resuelven una parte del problema y acaban agravando las otras crisis. Es el fenómeno conocido como “policrisis”. Estados Unidos es un ejemplo: los planes de Joe Biden han impulsado el crecimiento de la mayor economía del mundo, pero no han resuelto la crisis social ni la medioambiental. Tanto es así que la política económica se convirtió en el talón de Aquiles de la candidata demócrata.

Como la mayoría política no quiere cortar el nudo gordiano de la “direccionalidad del capital” que determina este trilema, se ve reducida a dos opciones: seguir intentando resolverlo centrándose primero en un lado del problema (pero estas opciones son cada vez menos convincentes conforme pasa el tiempo); o exigir autoridad para ofrecer protección contra los efectos de las tres crisis.

Luego está el segundo elemento central, el de la baja tasa de crecimiento, frente a los famosos Gloriosos Treinta durante los cuales consolidaron sus paisajes políticos las democracias liberales.

En un artículo de 2022 de la New Left Review titulado “Siete tesis sobre la política americana”, el historiador Robert Brenner y el economista Dylan Riley intentaron definir los contornos de una política en un entorno de escaso crecimiento. El repunte de la economía americana bajo el mandato de Joe Biden no cuestiona la pertinencia de su pensamiento, en la medida en que este crecimiento tiene un contenido muy desigual y se basa en actividades de baja productividad (sanidad, defensa, sector inmobiliario).

Para Brenner y Riley, el estancamiento económico presupone tanto el mantenimiento de transferencias crecientes del Estado al sector privado como el hecho de que esas transferencias son el producto de un “juego de suma cero”. En otras palabras, lo que se da aquí hay que quitarlo allí. En este contexto, la opción socialdemócrata de un consenso entre el capital y el trabajo basado en la redistribución se convierte en una quimera. En cuanto a una verdadera política de clase que prevea romper con el mandato de la acumulación de capital, entra en conflicto directo con el estancamiento capitalista. Presupone una voluntad de cambio de paradigma, que sólo puede basarse en un movimiento cultural y social de fondo, actualmente inexistente.

En la izquierda se está imponiendo por tanto una opción puramente redistributiva, poco creíble para la opinión pública pues los recientes pasos de la izquierda por el poder han desmentido sus pretensiones. En un artículo en el que se examinan 150 años de vida política en una veintena de países europeos, los politólogos Vincenzo Emanuele y Federico Trastulli demuestran que, aunque los gobiernos de izquierda han sido eficaces en la reducción de las desigualdades sociales, este efecto ha ido disminuyendo con el tiempo y ha resultado estadísticamente insignificante en las últimas décadas.

Las últimas grandes alternativas de la socialdemocracia fracasaron hace cuarenta años, y el experimento de Syriza en Grecia fue el equivalente, para la izquierda radical, del giro a la austeridad de 1983: “el fin de la posibilidad de un modelo”, para usar la expresión del investigador Gerassimos Moschonas.

En este paisaje desencantado, sin un horizonte transformador, lo que quedan son las políticas de “preferencias” para los que tendrán que pasar por caja: los neoliberales clásicos proponen hacer pagar a los “beneficiarios del bienestar”; la izquierda, a los “ultrarricos”; y la extrema derecha, a los que podrían llamarse “alógenos”, es decir, según la situación nacional, los inmigrantes, los no blancos y las minorías políticas.

Democracias a la deriva: ¿qué hacer?

La idea es definir un grupo que pague por los demás para preservar el sistema existente. Tal configuración conduce a la instrumentalización del tema de la inmigración, lo que lleva al surgimiento de la extrema derecha, pero también a votos centrados en intereses particulares, lo que conduce a una fragmentación de la vida política. En última instancia, los cambios en el juego político también reflejan la creciente impotencia de los partidos existentes en un marco que en realidad se niegan a cuestionar.

 

Traducción de Miguel López

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