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El ángel que recogía lágrimas en las olas del mar

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José López

Hawa dormía ya cuando, de golpe, cuchillos invisibles le atravesaron el cuerpo. Apenas dos instantes después todas sus angustias y miedos se hicieron presentes y se enfrentaron a los dolores de parto, no tenía tiempo para sentir dolor porque un ángel, su ángel, empezaba a extender las alas y brillaba en la penumbra de la negra chabola construida en un recoveco de aquel laberinto de callejones en medio del mar.

Hawa había oído los cuentos de las ancianas en la antigua aldea de Karé sobre cómo nacen los niños, pero allí sola, asustada, temblorosa, con el cuerpo rompiéndose en pedazos y con la única preocupación de ver con vida a su ángel, no recordaba nada. Si por lo menos su enamorado, aquel que un día le cogió de la mano y la guio por países, mundos, y abismos protegiéndola con su capa de entusiasmo y esperanza estuviera allí, pero no estaba.

Instantes después de que su cuerpo diera gritos desgarradores en absoluto silencio, mientras ella depositaba su existencia en manos del dolor y cuando su vida ya no era suya, sino de aquel ser mágico y angelical que había dejado sobre un trapo limpio para que no tocara el suelo de tierra, Hawa descubrió que la obsidiana, esa roca ígnea, brilla en la oscuridad más profunda porque dos cristales negros relucían como luceros celestiales en medio de aquel trozo de infierno mientras con su llanto anunciaban vida. También supo que cuando la mirada de un ángel te hace prisionero, quedas encerrado en su hechizo a cadena perpetua.

El mar de plástico rugía al romper las corrientes del furioso aire entre sus callejuelas, Nala desde su capacho de mimbre ya había aprendido a reírle las gracias al viento ensordecedor. Nala el ángel negro con ojos de obsidiana y sonrisa medicinal al que ya todos los braceros habituales de aquellas catedrales de plástico se habían acostumbrado a vigilar desde la distancia como si fuera su estrella protectora, su grial, y mientras su madre siempre a dos metros recorría acuclillada las ocho horas de cosecha floral que servían para alimentar sus vidas, creía en su inocencia, la inocencia de la que están hechos los seres angelicales que les permite ver las cosas de color que ella y su madre vivían en un inmenso jardín, donde ejércitos de flores de colores brillantes desfilaban siembre uniformadas y en fila de a uno.

Nala con cuatro años ya, no tenía juguetes salvo un trozo de muñeca añeja con olor a desinfectante que el viejo capataz de aquellas tierras de invernaderos que antes había sido también hombre arrodillado un día le dejó descuidadamente al pasar, sin que nadie le viera, pero Nala tenía los domingos por la tarde en los que cogida de la mano cruda y callosa de su madre que creaba las mejores caricias del mundo, desplegaba sus alas y se acercaba al otro mar, al mar de líquido. Uno de esos días, cuando hubo llegado el momento, la madre del ángel arrodillada ante olas que lamían zalameras la tierra a escasos metros, señalando despacio el horizonte colgante, explicó a Nala que alguien llamado; “su papa” vivía en medio de aquel mar, en las profundidades y como era el jefe de todos los peces de colores del océano no podía venir a verla, aunque siempre estaba muy triste porque él querría estar siempre su lado.

Los ángeles como están hechos solo de inocencia y candidez, de fantasías y sueños donde todo es verdad, pueden darse cuenta de cosas que los humanos adultos ni sabemos que existen, por eso unos domingos más tarde cuando Hawa y una gaviota despistada que pasaba por allí, estaban absortas observando a Nala el ángel cosechar la espuma de las olas de piel blanca que venían obedientes a besarle los pies, se percató que aquella minidiosa de ébano con carbones brillantes en los ojos, de cuando en cuando con delicadeza se agachaba con gracia felina y al levantarse parecía sostener entre sus diminutos dedos de coral oscuro, algo mágico que luego lanzaba con fuerza al horizonte vigilando que aquella cosa invisible cayera en el lugar adecuado.

Garabatos

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Wala se acercó despacio a Nala y susurrando su nombre para no molestarle en la tarea, le preguntó desconcertada; Nala la miró seria y después de bañarla con una mirada de amor puro, le explicó en el idioma de los ángeles que, tal y como su madre le había dicho, ella sabía que “su papa” estaba triste allí en medio del mar donde un día se quedó para siempre y lloraba porque no podía estar con ella, pero ella quería que él supiera que no tenía que estar triste porque cada domingo por la tarde su ángel venía a verlo, por eso ella buscaba y recogía las lágrimas de” su papa” que las olas traían y se las lanzaba de nuevo allí donde él estaba para que las transformara en sonrisas.

PD: este esbozo de relato sazonado de gotitas de ajenjo y miel puede parecer delirio de quien suscribe, pero es una historia mucho más real y cotidiana de lo que nuestra indiferencia cree. El mar de Alborán es ya uno de los mayores cementerios de Europa y en los mares de plástico de la costa Almeriense sobreviven miles de niños (ángeles) en las mismas condiciones que si fuera en campos de refugiados.

José López es socio de infoLibre

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