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Del Estado de bienestar al de darwinismo universal

Andrés Herrero

Desde 1989, año de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo salvaje, puro y duro, rebautizado como globalización, ha procedido a desmantelar a marchas forzadas las conquistas sociales alcanzadas durante el último siglo, cristalizadas en el estado de bienestar.

El capital, carente de enemigos, no necesita ya efectuar concesiones a los asalariados para detener el avance del comunismo, y ha pasado a la ofensiva para recuperar cuanto antes el terreno perdido, tanto en el terreno  político, como en el económico y social, poniendo a cada cual en su sitio.

Reagan, Bush, Thatcher, Felipe González, Aznar, Blair, Berlusconi, Wojtyla, Trump o Bolsonaro, sólo son caras visibles de esa ola de conservadurismo. Desde todos los ámbitos, tertulianos y creadores de opinión, bombardean sin cesar a la sociedad para que acepte recortes y sacrificios, indispensables, se dice, para mantener el bienestar colectivo, pues sabido es que, “quien bien te quiere, te hará llorar”. Sin pudor alguno, las reivindicaciones sociales han sido sustituidas por las reivindicaciones del capital.

Su doctrina, impartida a diario desde el púlpito de los medios, sostiene que las pensiones son insostenibles, las huelgas irresponsables porque perjudican a los ciudadanos y dañan la economía del país, etc. Los convenios colectivos han dejado de ser instrumentos de mejora laboral para convertirse en legitimadores de retrocesos, imponiendo las virtudes contemporáneas de la flexibilidad, la precariedad y la moderación salarial.

La consigna repetida hasta la saciedad, es que la creación de empleo, la mejora de la productividad, el crecimiento económico, la eficiencia y la competitividad, pasan, como no podía ser menos, por la rebaja de salarios, el incremento de la jornada y de los ritmos laborales, la eliminación de días de fiesta y de vacaciones, y como colofón a tan brillante carrera laboral, el retraso de la edad de jubilación, puesto que se es tan feliz en ella.

La vida profesional exige renunciar a la vida personal, y asumir el estrés permanente como el estado natural del ser humano. El camino a la felicidad pasa por ser cada vez un poco más desgraciados.

En unos pocos años, los derechos adquiridos se han convertido en privilegios a extinguir. Los empleados aceptan ya como un hecho normal que sus empresas les suban el sueldo como máximo el IPC, mientras multiplican sin límite sus ganancias, de igual modo, que se han acostumbrado a que les despidan para elevar los resultados empresariales y para que sus directivos puedan presumir de eficientes gestores, autoconcediéndose remuneraciones desorbitadas.

Las subcontrataciones, las deslocalizaciones, el empleo sumergido y el hundido penden como una amenaza invisible sobre los cada vez menos trabajadores ocupados, que sienten que cualquiera es prescindible, y puede ser sustituido en cualquier momento por otro más barato, robot o inteligencia artificial.

“Empleo” se denomina eufemistícamente al encadenamiento sinfín de contratos basura. Los padres se ven forzados a subvencionar el subempleo vitalicio de unos hijos a los que cada vez les resulta más difícil acceder a un puesto de trabajo, aún aceptando condiciones peores que las suyas. Sus estudios y superior cualificación ya no constituye una garantía de trabajo, ni les sirve de nada frente a ese  modelo Harvard de capitalismo, que luce bonitos trajes Armani de diseño, y sonríe con rostro de ejecutivo, pero en cuyos balances no cabe el ser humano.

Cuanta más riqueza existe en el mundo, peores son las condiciones que padecen los asalariados, y más sistemáticamente se les machaca. Los que de puro flexibles, se rompen, se dice que eran de mala calidad; la culpa es suya y no del mercado.

Los mismos “expertos” que insisten sin cesar en la necesidad de rebajar impuestos y reducir cotizaciones, son los que  aseguran después con idéntico cinismo y desvergüenza que no hay recursos suficientes para pagar las pensiones, o financiar la sanidad y la educación pública, cuando todo eso se solucionaría acabando con los paraísos fiscales. Pero eso ni se menciona.

Falsos gurús y profetas económicos que no se cortan un pelo a la hora de proponer rebajar el despido para crear empleo estable - es obvio que cuando despedir sea gratis, todo el mundo tendrá un empleo "estable"-, como dios manda, sin horarios, descansos, derechos, ni fronteras.

Como la tecnología actual permite producir cada vez más, empleando  menos gente, y no se reduce el tiempo de trabajo, que sería lo lógico, el futuro que se cierne sobre la humanidad, es elegir entre el trabajo basura y el desempleo (o una temporada en cada uno, para no coger vicio y apoltronarse).

Se comprende perfectamente que una exigua minoría aumente año tras año sus astronómicas fortunas hasta el infinito, mientras el paro crónico, la pobreza y la marginación, se extienden como una enfermedad incurable, y cada vez más millones de personas carecen de lo más elemental para vivir, porque tener un trabajo no se lo garantiza.

La violencia económica que se ejerce sobre todos los habitantes de la tierra, es la primera causa de muerte, por encima incluso de las víctimas que provocan las armas de fuego, el terrorismo y las guerras.

Lo contrario del estado de bienestar es el darwinismo universal como mecanismo de selección humana, por el que solo los mejores, es decir, los más aptos económicamente, tendrán cabida en la sociedad, y los demás, se conformarán con una renta básica a lo sumo, a modo de limosna estatal,  para que no se mueran de hambre, y se subleven.

El gran negocio en marcha del capital  no es otro que derribar el estado de bienestar, con un golpe de talonario incruento, y conseguir que el pobre vuelva a casa, no solo para Navidad, sino para quedarse (a su servicio) los 365 días del año.

Porque lo que realmente busca el capital, más allá del lucro económico, es que toda la existencia del ser humano, desde la cuna a la tumba, transcurra en la más absoluta indefensión, sin seguridad ni protección alguna, sumido en una zozobra permanente, para que ambicione, sueñe y agradezca ser explotado, y esté dispuesto a entregar su vida, su alma y hasta la última gota de sudor a sus amos, sin rechistar.

El currante no puede caer enfermo, ni su mujer quedarse embarazada, ni cualquiera de los dos rendir menos por hacerse mayores, porque su suerte estará echada. La dignidad constituye una reliquia del pasado; el ser humano no es ya más que un producto, como cualquier otro, arrojado al mercado, que éste adquiere o se quita de encima cuando le conviene.

El único que tiene derechos, el único al que hay que mimar, proteger y cuidar con todo el cariño e interés del mundo, es al dinero. Lo importante es que él esté contento, aunque la sociedad tenga que tomar tranquilizantes y antidepresivos para acallar un malestar que las urnas no le permiten expresar.

Desde hace ya tiempo, el tercer mundo se ha instalado en el primero, y lo único que hace falta es que lo homologuen, haciendo de las pateras un deporte olímpico.

Andrés Herrero es socio de infoLibre

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