Hasta que las elecciones...
A veces, en la atalaya del Gobierno escuchan un lejano piar: es la ciudadanía pidiéndoles desde abajo que dejen caer alguna migaja del festín que se están pegando a nuestra costa. Porque, al contrario de lo que sucede con las aves, aquí somos nosotros, los polluelos pagadores de impuestos, quienes traemos la comida y se la entregamos a nuestros políticos para que ellos la administren. Y así nos va. En los escasos momentos en que oyen la llamada de los pajarillos hambrientos, el Gobierno despacha todos sus desmanes, desde las corruptelas hasta el incumplimiento del programa electoral, pasando por las numerosas ocasiones en las que han sido sorprendidos en sucesivas mentiras encadenadas, con la cansina cantinela del «legítimamente elegido en las urnas». Pero cuando el clamor es tal que perturba el letargo de sus señorías, cuando ven peligrar sus inadmisibles privilegios, pasan a defenderse de las más que lógicas protestas mediante el ataque feroz, acusando a aquellos que se atreven a pedir una política menos pringosa y una democracia más participativa de nazis, terroristas, antisistema, radicales... La cosa es más o menos así:
—Oiga, por favor, no me robe.
—¡Nazi!
—La Justicia, ¿no debería ser igual para todos?
—¡Antisistema!
—Los políticos habrían de estar al servicio del pueblo.
—¡Terrorista! ¡A mí la autoridad!
En esas situaciones se abalanzan prestos a enarbolar el argumento de que gobiernan porque les han votado (sólo faltaba), y que gozan de mayoría absoluta, como si eso fuera patente de corso para hacer y deshacer lo que les venga en gana. Si un maltratador, llevado por su mujer a juicio, expusiera en el mismo que la víctima se casó con él voluntariamente, encontraríamos el alegato, además de obsceno, absurdo, ¿verdad? Un contrato matrimonial no da derecho a maltratar a la pareja, del mismo modo que un puñado de votos, ni siquiera una mayoría absoluta, debiera ser nunca un talonario en blanco con el que se les permita emitir cheques a su antojo durante los años que resten hasta la próxima cita electoral, único momento en el que volverán a «escuchar» a los ciudadanos.
Podemos y debemos protestar, faltaría más. Una urna no es nada sagrado, una urna no es el arca de la Alianza, ni los políticos son, como el cofre del Antiguo Testamento, intocables. Es más, estaría justificado incluso el poner en entredicho la tan cacareada «legitimidad» de este Gobierno, porque si el PP se hubiese presentado a las elecciones advirtiendo de que pretendía llevar a cabo una dura reforma laboral, subir los impuestos, privatizar la sanidad, atacar a la educación pública, asfixiar a los científicos, convertir la religión católica en evaluable, volver a transformar RTVE en un aparato de propaganda del partido, aprobar una amnistía fiscal para los defraudadores, etc., igual no hubiera obtenido esa mayoría absoluta. Es más, tal vez no estarían en el Gobierno. Ellos lo sabían, claro, y por eso lo ocultaron.
Los votantes dan su consentimiento el día de las elecciones. Si dos años después de la boda la mujer ya no tiene duda de que el marido la engañó durante el noviazgo, regalándole el oído con mil promesas para hacer después todo lo contrario, y además la agrede y se gasta el dinero de ambos con sus amigotes, ella está en todo su derecho de disolver ese matrimonio. Pero es que si los programas electorales valieran para algo más que para derrochar alegremente el dinero del contribuyente en faraónicas campañas, ese matrimonio debería declararse nulo. Durante demasiado tiempo infinidad de mujeres han tenido que aguantar de todo por culpa del «hasta que la muerte nos separe», aunque afortunadamente eso está ya casi superado (en España). Luchemos porque tenga sus días contados también el igualmente fatídico juramento de «amar y respetar a tu Gobierno, en la honradez y la corrupción, en la burbuja inmobiliaria y en la crisis, todos los días de la legislatura, hasta que las elecciones nos separen».