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'La furia y los colores'
infoLibre publica un extracto de La furia y los colores, el segundo tomo de las memorias de José Miguel Monzón, más conocido como El Gran Wyoming, que llega a las librerías el 19 de noviembre publicado por la editorial Planeta. El título llega tras ¡De rodillas, Monzón!, que inició el relato autobiográfico del músico y presentador, desde su primera infancia hasta los 18 años. En esta ocasión, la historia avanza desde esa primera juventud hasta el año 1982, cuando a Monzón le toca hacer el servicio militar, justo antes de que cuelgue la bata de médico y se entregue definitivamente al rock y la farándula. Este fragmento pertenece al primer capítulo, donde el autor relata su segundo viaje europeo, al que se lanza después de haber conocido Ámsterdam a los 17 años.
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Un viaje por Europa
El Interrail fue un tren lanzadera que permitió a los jóvenes salir de España hacia lo que parecía, y resultó ser, la Tierra Prometida.
Tras el viaje iniciático a Ámsterdam que realicé al terminar el curso de COU, previo a la entrada en la universidad, allá por el año 1972, con diecisiete años, donde descubrí el mundo al otro lado del jardín, es decir, el de la música, la psicodelia, el jipismo, el sexo y, en resumen, la libertad, al año siguiente decidí repetir la experiencia.
La aventura de Ámsterdam fue tan gratificante en todos los sentidos, y tan transformadora, que entendí que viajar era la mejor manera de conocer "el mundo", no en el sentido literal, que parecería una redundancia, sino "el mundo" como enemigo del alma tal y como nos enseñaban en el catecismo, de obligado aprendizaje por obra y gracia de los que ahora se quejan del adoctrinamiento en las escuelas con un cinismo que roza la psicopatía.
Los enemigos del alma eran tres, nos decían: el mundo, el demonio y la carne. Los tres me gustaban. Bueno, el demonio me daba igual, pero no dejaba de tener su gracia que los que creían en el «hombre invisible" y demás supersticiones atávicas tuvieran una idea tan pueril del mal absoluto. Aunque entiendo que en la evolución natural del individuo, del mismo modo que al final de la vida laboral se suele cotizar a la Seguridad Social lo máximo posible para incrementar la pensión de jubilación, el beato, con la edad, se vuelva ultrarreligioso, intentando rentabilizar la inversión en el más allá hecha durante toda una vida. Los no creyentes, siguiendo esa línea argumental, deberían terminar siendo satánicos. La evolución natural sería: agnóstico, ateo, anticristo, pero suelen frenarse los mortales, precisamente por serlo, y ante el temor a estar equivocados, algunos reciben los santos sacramentos en el último momento, por si acaso. Total, es gratis.
De pequeño, claro está, los niños no entendíamos lo del "mundo", y mucho menos lo de la carne, que era esa cosa tan rica que se comía de vez en cuando. ¿Dónde estaba el pecado de la carne? Es curiosa la manera tan despectiva que tiene la religión católica de referirse a la atracción sexual. Lo llaman "la carne" en un intento, parece ser, de fundir en el inconsciente el erotismo con la antropofagia a la que, en razón del santo sacramento de la eucaristía que convierte el pan ácimo en cuerpo de Cristo para ser ingerido por los feligreses, tiene tanta afición.
Solo en las mentes religiosas filtradas por la fe cabe regirse por la "ley del embudo", al hacer responsable al sumo creador de todo lo bueno que nos acontece y absolverle de su responsabilidad en las desgracias. Recientemente, volví a cometer un suicidio social al borrarme de un grupo de WhatsApp en el que me pedían que rezara una oración a un santo muy milagroso, para ayudar a la curación de una persona que tenía una enfermedad muy grave, y yo pensaba, joder, qué chollo tienen los que han vivido del cuento del "hombre invisible": si sana, es un milagro, y si muere, es culpa de la enfermedad. Nadie se plantea que, puesto que el santo al que se reza es capaz de interceder en el buen sentido, haga dejación de servicio cuando deja morir al inocente. Yo también quiero ser juzgado de esa manera, pero el halo de santidad no cabe en mi enorme cabeza, ni encaja bien con mi naturaleza promiscua y dada a la relajación y el abandono.
La intransigencia de las religiones monoteístas es la clave, la base de la organización de todo lo demás. La idea de un ser superior, todo bondad, omnipotente e infalible, crea un esquema vertical de jerarquía en el que se cimienta la devoción al líder, el sometimiento al padre y al jefe, el respeto y la servidumbre a la autoridad. En la creencia del Ser Supremo está la base de todos los cuentos que se han inventado para someter al ser humano privándole de libertad bajo coacción y amenaza.
Cuando estas religiones, además, toman un sesgo político, como en el caso del llamado "nacionalcatolicismo" en España, pero que es extensible a otras latitudes de diferentes formas, el culto al líder y la propaganda gubernamental se inculcan desde el púlpito mezclados con el mensaje divino, negando la posibilidad de cuestionarlos sin ofender el "sentimiento religioso". Un ejemplo de este adoctrinamiento político desde los altares lo da el prior del Valle de los Caídos cuando en referencia a la exhumación de los restos de Franco afirma que está directamente "ligada al diablo". Es de suponer que también lo están los que la procuran desde las instituciones. Cuando se señala a un partido, en el nombre de dios, para satanizarlo, también se está concluyendo que solo existe una forma de gobierno legítima, del mismo modo que solo "una" es la religión verdadera, y "uno" el dios.
Estas verdades quedan incluidas dentro de los dogmas propios de la religión, que se siente atacada cuando los ciudadanos pretenden organizarse en lo social de forma diferente a los intereses de los oligarcas a los que sirven, que conceden desde el poder privilegios inaceptables a la Iglesia. No es de extrañar, por tanto, que les den cobijo en su seno, tanto a ellos como a sus ideas, bendiciéndolos desde los altares. Los ciudadanos que no son religiosos, o practican otra creencia, también pagan los gastos de infraestructura, doctrina y propaganda de "la religión verdadera", que opera contra sus intereses o ideología. Así está organizado el negocio que lleva en vigor tantos siglos: cuestionar ese sistema de financiación es cuestionar al mismo dios. Una vez más, se exhibe el mito de la Iglesia perseguida, proclamando que la lógica reacción de los "no creyentes" al negarse a pagar una patraña ajena forma parte de un contubernio guiado por los dicterios de Satán.
El anticlericalismo endémico en España no tiene otro origen que la adscripción de la religión católica patria a los postulados políticos más reaccionarios en cada ocasión, teniendo su máxima expresión en la elevación de Franco a los altares paseándole bajo palio como si fuera el mismo dios o, si queremos ser precisos: la "hostia consagrada".
Otro de los factores que enciende ese anticlericalismo es el encubrimiento y defensa sistemática de la pederastia. Baste citar las declaraciones respecto a esta cuestión del obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, cuando afirma: "Hay menores que desean el abuso e incluso te provocan". Si los niños le provocan deseos sexuales, tiene un problema serio, y nosotros también. En fin, esto lo dejamos para otro día. Basta con comentar que esa afirmación referida a casos concretos de víctimas que denuncian violaciones le habría acarreado serios problemas con la Justicia si no llevara sotana. Cuando la cúpula de la Iglesia reacciona diciendo que la pederastia es un problema que afecta a toda la sociedad, pero que siempre se señala a la Iglesia, miente. No existe ninguna otra institución que dé cobijo, oculte hechos y encubra a pederastas. Pretenden borrar la realidad reduciendo la cuestión a un ataque a la institución desde el anticlericalismo: de nuevo, "la Iglesia perseguida".
En mi adolescencia, comoquiera que los preceptos religiosos chocaban frontalmente con aquello que perseguía, que no era otra cosa que la libertad, sin saberlo, tuve que dejar de lado la fe, si es que alguna vez la sentí, al margen del mimetismo inevitable de la pertenencia a un colectivo del que me hicieron socio a través del bautismo y, más tarde, la "primera comunión", sin contar conmigo. Claro está que no me quería perder el único día en lustros en el que yo sería, como el resto de los niños, el único protagonista de un evento de grandes proporciones, excesivas para lo que entonces pintábamos los críos: nada. Éramos tan invisibles como el dios que entraba en nuestro cuerpo.
Ese día de la Primera Comunión, por obra y gracia de mi tío Pedro José, también entraba a formar parte de otro colectivo: el Real Madrid C. F. Cuando hicimos la comunión nos hizo socios del Real Madrid a los tres hermanos, un regalo excesivo para aquel tiempo, y nos pagaba la cuota todos los meses hasta que fuimos mayorcitos. Esa causa, que me inculcó mi tío, a diferencia de la celestial, ha permanecido en mi ideario hasta nuestros días.
Dado, como decía, el buen rendimiento del primer viaje por Europa, y guiado, como no podía ser de otra manera, por satán, al año siguiente decidí repetir la experiencia.
Las andanzas que contamos de nuestro paso por Ámsterdam el año anterior hicieron mella en nuestros colegas y algunos se sumaron a la aventura. Nos juntamos cinco: Carolo, Julio, Rubén, el Pírex y yo. Más tarde se incorporó al viaje Javier "el catalán", que andaba por ahí de satélite. No recuerdo bien el sistema por el que nos comunicábamos cuando andábamos dispersos por Europa en aquella era sin móviles, sé que hacíamos citas con semanas de margen. Si por cualquier circunstancia alguien no acudía, se quedaba descolgado.
De nuevo, el sistema de viaje fue el Interrail, ese tique que te permitía circular por toda Europa y cubría incluso los ferris cuando saltabas a Suecia o a Finlandia.
Nuestra intención era llegar a Grecia, pero avatares ajenos a nuestra voluntad cambiaron el rumbo previsto y acabamos en Helsinki, nada menos, y todo porque en Italia tienen la fea costumbre de llamar Mónaco a Múnich, y al atravesar la frontera francoitaliana cogimos un tren que no debíamos y acabamos en la ciudad alemana. Ya puestos, y como con el tique podíamos viajar a cualquier parte, cambiamos el rumbo hacia los países nórdicos.
La economía era precaria y nos alimentábamos con lo justo. Íbamos cargados con gigantescos macutos donde, además de la ropa y útiles de aseo, acarreábamos chorizos, salchichones y bolsas de beicon del que sacábamos el aceite para freír huevos. Todo estaba medido, cada cuatro lonchas, un huevo. Las condiciones de aquellos alimentos, sometidos a la temperatura ambiente y mezclados con la ropa, no eran las óptimas y, de hecho, tuvimos que deshacernos de alguna pieza de embutido con el dolor que sienten los amputados de extremidades por la gangrena.
La fuente de ingresos era la música. Llevábamos varias guitarras con las que tocábamos en las calles hasta que llegaba la autoridad competente y nos invitaba amablemente a terminar el concierto. El repertorio, a falta de talento para tocar flamenco o algo parecido, pero con la intención de dar oferta latina, ya que los otros géneros estaban cubiertos por artistas locales, lo integraba una selección de canción folclórica sudamericana, de moda en aquel tiempo en nuestro país.
Al llegar a Ámsterdam, recibimos una lección de civismo que todavía llevo en la memoria. Esperando el tranvía, consultamos a unas chicas que se encontraban en la parada si la dirección y el número de la línea eran correctos. Tras darnos la información pertinente, cogimos el transporte. Llegamos al camping y montamos las tiendas para comprobar que, con el follón de bultos que llevábamos, nos habíamos dejado una guitarra en la parada del tranvía. Empezamos a cagarnos en todo, así como a discutir sobre quién tenía la culpa de la pérdida. En plena vorágine de insultos y gritos, aparecieron dos de las chicas a las que habíamos preguntado la dirección, que al ver abandonado el instrumento se apiadaron y decidieron buscarnos hasta que dieron con nosotros. Fue una suerte haberlas consultado y que nuestro tranvía llegara antes que el suyo. En nuestra estupidez cateta, educada en el machismo más recalcitrante, no cabía la posibilidad de que se tratara de una buena acción. Entendíamos que habían venido a algo más, que se habían presentado con la guitarra para reclamar un pago a cambio del favor, es decir, que había que follárselas. Nos enfrentábamos a un dilema de difícil solución. Por un lado, éramos unos pardillos sin la menor experiencia en la cuestión sexual, y por otro, y más complejo, se daba la circunstancia de que las chicas no eran muy agraciadas físicamente y nadie estaba dispuesto a cumplir con el pago del servicio. Estábamos asustados, así de idiota era el español medio.
De nuevo se estableció una discusión sobre quién debía afrontar la situación y la mayoría concluía que le correspondía al dueño de la guitarra, que, por cierto, era yo. No entendían nuestro idioma, razón por la que hablábamos con total libertad delante de ellas sin que alcanzaran a entender qué estaba pasando. Finalmente, ante nuestra sorpresa, se despidieron alegando que tenían prisa y ni siquiera quisieron aceptar una invitación a cerveza. En nuestra estupidez adolescente nos quedamos perplejos, sin entender qué había ocurrido. ¿Nos habían buscado para devolvernos la guitarra? ¿Alguien se encuentra una guitarra "abandonada" y coge el tranvía para buscar al dueño? ¿Están locos? Durante el resto del viaje le dimos vueltas a este hecho sin llegar a ninguna conclusión. No sabíamos que veníamos de un país de chorizos. Nuestro concepto de honradez difería enormemente del de los países del otro lado de los Pirineos.
Ese era nuestro nivel de cualificación cuando viajábamos por Europa. El español, en general, era una peste. Somos una peste. Los más cachondos, los más ruidosos, los más presentes, los que más destacan, la alegría de la fiesta, de las calles, de los bares y restaurantes donde los europeos, salvo los del Mediterráneo, tienen por costumbre mantener las conversaciones en voz baja, evitando molestar al de la mesa de al lado.
Construyendo a El Gran Wyoming
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Como puede comprobarse, sigo manejando el término "europeo" como distintivo. Tantos años de aislamiento, sin permeabilidad cultural, sin mestizaje alguno, perpetúan una diferencia abismal en las costumbres, en la educación. También en el código moral. Tenemos tendencia a señalar a la clase política como corrupta obviando la responsabilidad de quien los elige: el pueblo soberano. En el origen del alto número de políticos corruptos que tenemos en España están esas pequeñas concesiones a la ilegalidad, pequeñas infracciones, que consideramos legítimas cuando las cometemos nosotros. En Irlanda, por ejemplo, no existen en las grandes superficies o grandes almacenes los dispositivos antirrobo que pitan a la salida de los comercios cuando se porta un artículo que no ha pasado por caja. La invasión de estudiantes españoles que acuden a aprender inglés ha supuesto una plaga similar a las de los saqueos que se producen durante los conflictos raciales en el sur de Estados Unidos.
En el transporte público los ciudadanos pagan periódicamente su abono, que rara vez exhiben salvo por la presencia, poco frecuente, de un revisor. Los españoles, especialmente los de paso, no suelen pagar por usar el transporte público allá donde carecen de un sistema exhaustivo de control de los viajeros. Recientemente, he leído un tuit del candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid en el que afirma que llevarse el albornoz de un hotel no es robar: "Es un clásico". Y en efecto lo es. Todo un clásico de nuestro código moral. A los evangelistas, que nosotros llamamos "protestantes", les llama la atención lo cómoda que resulta para esta conducta "la absolución" que obtienen los católicos con la confesión. En la misma acción de relatar los pecados al confesor, quedan borrados del currículum y se parte otra vez de cero, con el alma limpia. Tal cosa es inadmisible para ellos, que exigen a los miembros de su Iglesia un comportamiento estricto, más puritano si se quiere, pero coherente con sus reglas. Aquí, en España, vemos a altos cargos de la política que hacen gala de su creencia religiosa o, incluso, pertenencia a sectas de espiritualidad superior, que no tienen empacho en mentir o robar con el mayor de los descaros.
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