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Los diablos azules

Big Bang del cuento (I). Mercè Rodoreda: los relatos que hicieron temblar a Dios

La escritora Mercè Rodoreda.

Jesús Ortega

"He renunciado a la novela e intento escribir cuentos. Con mucho esfuerzo, he terminado uno", escribía Mercè Rodoreda (1908-1983) en carta a Carles Pi i Sunyer desde su exilio parisino, poco antes de echar de nuevo a correr, esta vez hacia el sur, huyendo de los alemanes. Segunda huida, pues en 1939 ya había cruzado la frontera española en dirección contraria, como tantos miles de republicanos que perdieron la Guerra Civil.

Mercè Rodoreda es la gran escritora en lengua catalana del siglo XX. Su novela más célebre, La plaça del Diamant, ha sido traducida a decenas de idiomas y le ha dado justo prestigio. Pero yo prefiero sus cuentos.

No sé a qué relato en concreto aludiría en esa tensa carta de 1940. Tal vez se tratase de una declaración voluntarista, un querer escribir, un querer haber escrito, o tal vez de un relato más tarde desechado o recompuesto para ser incluido en Vint-i-dos contes (Veintidós cuentos), el primer libro que Rodoreda publicó en el exilio. Pese a confirmar una y otra vez su decisión de hacerse escritora ("He escogido un camino y procuraré por todos los medios no salirme de él", proclama en la misma carta), pasaría otros seis terribles años sin escribir.

Los nazis tomaron París y ella y su nueva pareja, el escritor Armand Obiols, atravesaron Francia a pie durante tres semanas angustiosas hasta llegar a Limoges y, más tarde, a Burdeos. Rodoreda pasó allí años durísimos; sobreviviría haciendo trabajos de costurera mientras Obiols penaba en un campo de trabajo. La situación no mejoró de inmediato una vez terminada la guerra. Leo en una carta de 1946 a Anna Murià: "¿Cuándo tendré tiempo para leer, para escribir? [...] Como no tengo tiempo para obras muy largas, ni que me absorban en exceso, pienso dedicarme una buena temporada larga a escribir cuentos y a hacerlo seriamente. [...] Pienso escribir unos cuentos que harán temblar hasta a Dios. [La cursiva no es mía, sino de Marta Pessarrodona, en el interesante Mercè Rodoreda y su tiempo]. Me despido; me esperan una docena de combinaciones y una docena de camisones, que tengo que coser deprisa y, como mínimo, cada prenda lleva treinta horas de trabajo". Rodoreda rememoraría aquella oscura época en una entrevista de 1973 con Montserrat Roig: "Hacía años que no había escrito ni una sola línea. Salía de uno de esos viajes au bout de la nuit durante los cuales escribir parecía una ocupación espantosamente frívola: la huida de París, a pie, con algunos espectáculos alucinantes: incendio de Orleans, bombardeo del puente de Beaugency, con carros llenos de muertos... Al terminar la guerra escribí el primer cuento para una revista catalana que salía en México. Era como si no hubiese escrito nunca. Hice los otros cuentos sin saber dónde iba, por obstinación, por una especie de fidelidad a la vocación de mi adolescencia. Como si tratase de caminar después de haber tenido una pierna rota y enyesada".

A Mercè le había leído muchas veces su padre en voz alta siendo niña. Tuvo en casa libros y tuvo amor por la lectura, aunque no una extensa biblioteca, y siempre se sintió menoscabada por no haber podido ir a la universidad. Padeció "una juventud sin juventud", encarcelada demasiado pronto en la falsa escapatoria del matrimonio. "Toda mi vida he lamentado no haber podido estudiar". Conquistó su libertad escribiendo. "Nada me ha dado tanto placer como un libro mío recién editado y con olor a tinta fresca". Tímida patológica, lo que más le interesaba por encima de todo era escribir, mucho más que sentirse socialmente escritora. Necesitaba escribir siempre. Día que no escribía, día que le resultaba irrescatable, depresivo. Puedo imaginar la cantidad de tristeza que Rodoreda acumuló durante aquellos años de guerra en los que no pudo escribir nada. Pero "siempre es mejor haber sufrido para poder escribir. Una persona feliz es alguien que no tiene historia", diría muchas veces y de diversas maneras.

Lo raro es que Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs no incluyesen en su Antología del cuento triste ninguno de Rodoreda. Quizá por desconocimiento. Su cuentística nunca fue fácil de encontrar en castellano. Los títulos por separado hace años que no se reeditan. Mucho más accesible que la edición de Cuentos completos de la Fundación BSCH (2002) es la de Edhasa (Cuentos, 2008), que contiene, sin prólogos ni edición crítica, toda su narrativa breve: además de Veintidós cuentos (1958), Mi Cristina y otros cuentos (1967), Parecía de seda y otras narraciones (1978) y el poético y surrealista Viajes y flores (1980).

Pese a la imaginación casi esotérica y la potencia simbólica que desplegaría después, en Mi Cristina... y Parecía de seda... (esa prosa modernist que bebe de Virginia Woolf y de Faulkner pero también de las desnudas alegorías de Kafka), a mí me sigue gustando por encima de todo su primer libro, el mucho más realista Veintidós cuentos, magníficamente recreado en lengua española por Ana María Moix. Título salingeriano pero también cabalístico (veintidós son las letras del alfabeto hebreo), que sugiere un espesor de interpretaciones y tras el que se esconden como flores en un estuche algunos de los relatos más tristes que he leído nunca, los más perfectos, los más emocionantes.

La poética subjetivista de Katherine Mansfield alienta todo el libro, y su vaho se mezcla con el aire seco y limpio de la poética de Chéjov. Rodoreda fue una narradora concienzuda y no creía que el género breve necesitase menos exigencia estilística que la novela. Sus consejos siguen sonando hoy de lo más modernos: "Si quieres escribir cuentos, lee antes a Dorothy Parker y a Katherine Anne Porter", recomienda en una carta de 1946. Y en otra de esos mismos años: "Mi amor en este género es la maravillosa Katherine Mansfield". Más aún me ha sorprendido descubrir en este libro conexiones con la obra de la canadiense Alice Munro, cuyas historias sobre mujeres inteligentes, sensibles, inseguras y solitarias Rodoreda no pudo, claro, llegar a leer, pero hacia las cuales tiende un puente misterioso. La límpida prosa impresionista intercala pensamientos, imágenes, olores y sabores como ráfagas de intensidad. Las técnicas se suceden: diálogos-escena, descripciones, monólogos interiores, diarios, cartas. Sus mujeres protagonistas sufren por ser tan obsesivas como desligadas, por amar o querer que las amen, por observarlo todo con minuciosa fijeza, por dar nombre a cosas que no lo tienen o fantasear rebeldemente vidas distintas de las que les ha tocado vivir. En todos los cuentos se tantea una herida por donde supura el drama íntimo de los personajes, casi siempre mujeres, y se hurga en ella hasta hacer brotar por entero la historia. Entre jardines y flores (o entre habitaciones cerradas y en penumbra) van surgiendo algunos temas recurrentes: el paso del tiempo, el temor a hacerse viejos, el abandono, la pérdida, el exilio, la falta de libertad interior, las conflictivas relaciones con los hombres.

En “La sangre” la narradora cuenta con delicada precisión los insidiosos venenos de celos y culpas a partir de los cuales se echó a perder su vida matrimonial; en “Aguja enhebrada” una costurera soltera, madura y solitaria fantasea las otras vidas que pudo haber tenido y no tuvo mientras hilvana los encajes de un vestido; en “Verano” una muchacha siente una gran pena “sin saber exactamente por qué”; en “Gallinas de Guinea” el niño Quimet presencia en el mercado el horrible sacrificio de unas pobres gallinas, y esa visión resulta un aviso estremecedor de lo que será la vida adulta; en “Tarde en el cine” una novia escribe en su diario sus oscuras intuiciones respecto a la triste vida futura que imagina junto con su prometido; en “Novios” asistimos a una deliciosa y pueril pelea entre adolescentes; en “Antes de morir” sucede una obsesión romántica y suicida, un triángulo amoroso entre una joven recién casada, su marido y la antigua amante de este, vampirizadora, destructora, nunca olvidada, presente como un fantasma en las viejas cartas guardadas por él.

Francisco Narla gana el I Premio Edhasa Narrativas Históricas

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Hace pocas semanas estuve en Barcelona, paseé por el barrio de Gràcia y fui a buscar la Plaça del Diamant. Hice fotos algo cohibido, pues extrañamente no se veía un solo turista. Es una plaza de barrio más o menos animada, casi fea, sin ínfulas, sin aparente gentrificación, pese a la peligrosa cercanía de la calle Verdi; en nada destaca salvo por el hecho de dar nombre a la novela que tanto gustaba a Gabriel García Márquez. "Las cosas son muy importantes en la narración", había sentenciado Rodoreda; Gabo estaba de acuerdo. Le deslumbraba la sensualidad con que la catalana hacía ver las cosas en el aire traslúcido de sus narraciones. "Un escritor que todavía sabe cómo se llaman las cosas –escribió, en el famoso artículo de 1983 que lloraba su muerte– tiene salvada la mitad del alma, y Mercè Rodoreda lo sabía a placer".

*Jesús Ortega es es escritor y editor de Jesús Ortega Proyecto Escritorio (Cuadernos del vigía, 2016).

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