Los libros
Flores de calabacín
Fin de temporada
Ignacio Martínez de Pisón
Seix Barral
Barcelona
2020
Nos ha recordado el autor en algunas de las entrevistas que ha concedido que para escribir esta novela partió de un hecho real que le contaron en Extremadura, en el que una jovencísima pareja que vivía en Plasencia decidió abortar, no tener el niño que esperaban y, para ello, se dirigieron a una clínica clandestina de Portugal. Pero en el camino sufrieron un accidente de coche donde él murió. La chica, entonces, decidió abandonar el pueblo, tener el niño y empezar otra vida.
A partir de estos sucesos, Martínez de Pisón se inventó el resto de la historia. A los tres personajes iniciales (Juan Quintana, el joven muerto en el accidente, pero presente en los pensamientos de sus allegados; Rosa Perales, la novia; e Iván, el niño que nacería), se suman Mabel, socia de Rosa en el cámping que regentan (le cambiarán el nombre por el de Estrella, quizás en homenaje a La estrella de mar, donde trabajó Roberto Bolaño); Céline, la novia francesa de Iván; Alberto, abogado, primo y mejor amigo de Juan; Yolanda (“la única que estuvo a mi lado y me ayudó, la única que nunca me juzgó”, p. 333), la enfermera amiga de juventud de Rosa; Elsa, la psicóloga que la trata; las hermanas de Rosa y Céline, cuya actitud se contrapone, pues mientras que Isabelle protege y defiende a su hermana, la de Rosa –tantos años después— solo sigue haciéndole reproches.
La acción, contada en tercera persona por un narrador que le cede la voz a los personajes, empieza durante el verano de 1977, con dos hechos trascendentales, pero de inmediato salta a 1994, cuando Rosa y Mabel, que huía de su insoportable marido, deciden reflotar un cámping. Y concluye en la última Navidad del siglo XX, el final de una época, el fin de temporada del título, la narración del autor más cercana al presente (recuérdese que uno de sus libros anteriores de relatos se titulaba El fin de los buenos tiempos, 1994). Los sucesos transcurren en espacios contrapuestos: un cámping en la provincia de Tarragona, cercano a la central nuclear de Vandellós, el típico no lugar; Toulouse, donde vive Céline, refugio de los exiliados republicanos tras la guerra civil, entre ellos su abuelo; y Plasencia, situado en una región cargada de historia.
La novela desarrolla la conflictiva relación que mantienen Rosa y su hijo Iván, convivencia que empeorará cuando el joven descubra lo que su madre le ha ocultado sobre su origen, momento en que decide emanciparse. Estamos ante un motivo literario que ha tenido un tratamiento considerable en la narrativa española de las últimas décadas, en sus diversas posibilidades: las relaciones entre madres e hijas, sobre las que llamó la atención Laura Freixas en una antología de 1996; padres e hijos (la primera novela del autor, La ternura del dragón, de 1984, trataba de un joven que pierde a su padre, como le ocurrió a él mismo, y en Carreteras secundarias, 1996, se ocupaba de la relación de un padre con su hijo); y ahora entre una madre soltera, y en cierta forma viuda, y un hijo que ni siquiera llegó a conocer a su progenitor, introduciendo variantes sobre el esquema más tópico y previsible. En la conversación que Martínez de Pisón mantuvo con Magí Camps (La Vanguardia, 29 de agosto del 2020, p. 26), con motivo de la aparición de esta novela, desvelaba, además, que en el personaje de Rosa había algo de su propia madre, pues también se quedó viuda pronto y tenía un carácter fuerte.
Se trata, por tanto, de una novela de personajes, en la que predominan los femeninos, siendo el contrapunto el joven Iván. Así, Rosa acaba manifestándose como una mujer abrumada por los sucesos que pronto padeció, refugiada en el amor absorbente que siente por su hijo. Mientras que los otros dos personajes, Mabel (quien ha sufrido casi tanto como Rosa, pero que –más luchadora— ha logrado sobreponerse a las adversidades hallando soluciones —al menos— profesionales) y la joven Céline, resultan, en cambio, benéficos, aunque ambas fracasen en su empeño de que impere la sensatez, hasta el punto de que terminan saliendo mal paradas. La historia se muestra cíclica, pues en el desenlace madre e hijo parece que vuelvan a quedarse atrapados en una ratonera semejante, de la que quizá podrían haber logrado salir. El llanto final de Iván, en contraposición a la inconsciencia de su posesiva madre, resulta paradigmático al respecto.
La acción se desarrolla en un presente narrativo condicionado siempre por el pasado de Rosa, por la muerte temprana del novio. Madre e hijo, a quien ella tiene que cuidar sola, llevan una vida trashumante, viviendo sucesivamente en Bilbao, Logroño, Gijón, Torrelavega y Jaca, hasta instalarse finalmente en la provincia de Tarragona. Pero su historia los persigue y acosa, y al no conseguir librarse de ella, condiciona sus vidas. Podría decirse, por tanto, que la novela trata del peso del pasado, de la construcción de la identidad, asuntos que obsesionan hoy a los narradores españoles, aunque por fortuna en esta ocasión la invención prevalezca sobre la denominada autoficción. Claro que hay excepciones logradas, como Tiempo de vida (2010), en el que Marcos Giralt Torrente cuenta la relación con su padre, entonces fallecido.
El desenlace resulta pesimista, desesperanzador, y deja la puerta abierta para que el lector imagine qué será de la vida de Rosa, Iván, Mabel y Céline, los cuatro personajes principales. Para Iván, el hecho de saber, de haber conocido su pasado (“Cuando supe la verdad [...] Se vinieron abajo mis dos vidas, la real y la imaginada, y me quedé sin nada”; “no eres el mismo si sabes unas cosas que si no las sabes. Saber nos hace diferentes, nos convierte en otras personas”, pp. 228 y 229), no parece haberle servido de mucho, pues la vía de escape que podría haber sido Céline, en Toulouse, no logra compaginarla con la atención que necesita su madre. Rosa, por su parte, no consigue reconciliarse con su familia ni con Mabel, quien le pone en bandeja una nueva forma de ganarse la vida, con el floreciente negocio del cultivo y venta de las flores de calabacín, pero tampoco se entiende apenas con el resto del mundo que la rodea, aunque escribe unas cartas a dirigentes del mundo, como si fuera una arbitrista.
Fin de temporada es una narración realista, de un realismo que podría tacharse de psicológico, sobre las relaciones familiares, unas típicas y otras atípicas, documentada con numerosos detalles, que bien remiten a sucesos (nos sirven para fechar los hechos), o bien a lugares, canciones de diversos tipos y estilos que sonaban en los últimas décadas del pasado siglo, u objetos que nos proporcionan el sabor de una época cercana. Y en el caso concreto de Iván adopta la forma de las novelas de formación.
Guerra y hambre
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Está escrita en un estilo sencillo y ameno, con una trama bien dosificada y personajes consistentes que componen una familia –digamos— atípica (¿de ahí quizá las alusiones a Nada, la novela de Carmen Laforet, que han leído Céline e Iván?, pp. 84, 111, 135 y 222), pero a la que me parece que le falta ambición, pues a pesar de sus aciertos transcurre por caminos algo trillados. El autor ha dado muestras suficientes de calidad, en libros como Enterrar a los muertos (2005) o algunos de los cuentos de Aeropuerto de Funchal (2009), por solo recordar los que prefiero, como para poder ir más lejos, sin contentarse con lo ya logrado, arriesgando más, quizá trascendiendo lo privado, lo familiar, para ocuparse también de lo social, lo histórico. Claro que esa hubiera sido otra novela, no la que ha querido escribir Ignacio Martínez de Pisón. La crítica, en todo caso, debería ser menos complaciente, exigirles más a los escritores consagrados, y más benévola con los que empiezan, que es exactamente lo contrario de lo que suele ocurrir.
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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario. Fernando Valls