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Los diablos azules

La hora violeta

Detalle de la portada de 'El trabajo de los ojos', de Mercedes Halfon.

Uno de los versos de La tierra baldía de T. S. Eliot comienza hablándonos de la actividad visionaria del sabio Tiresias en "la hora violeta": una hora que nombra tanto el ocaso como el alba, es decir, la metamorfosis de un mundo que muere, pero que indefectiblemente ha de volver a nacer. Con esa imagen daba título la novelista catalana Montserrat Roig a una de sus obras más conocidas, y afirmaba además un posicionamiento, proyectado también en un libro del mismo año 1980, titulado ¿Tiempo de mujer? Desde ahí adelantaba Roig su ideario feminista, desgranado con ironía y sentido crítico a través de unas páginas que hablaban de la revolución pendiente: "Karl Marx, que nos dio las llaves para entender la Historia, no nos dio la clave para entender nuestro cuerpo". España se desperezaba tras la larga noche de piedra, como la llamó el poeta gallego Celso Emilio Ferreiro, y entre las muchas tareas por hacer estaba esa: la conquista del propio cuerpo y de sus plenos derechos por parte de la mujer, atrapada entre la mística de la maternidad y la tiranía de unas leyes adversas. A eso se sumaba el auge de una pornografía que Roig define como arma sexista, racista y clasista, donde hay un hombre agresor y una mujer agredida: un nuevo opio del pueblo, que hace del cuerpo mercancía, otorga una felicidad ilusoria y "estimula nuestro fascista interior". En este tiempo nuestro en que esa misma pornografía alimenta inquietantes oleadas de violencia hacia la mujer, sus palabras mantienen plena vigencia.

Que el violeta sea el color de quienes defienden la igualdad de derechos entre hombres y mujeres nunca ha tenido una explicación precisa, aunque algunos lo relacionan con una connotación histórica de nobleza, o con el humo del incendio de una fábrica textil que sepultó a sus trabajadoras en Nueva York hace más de un siglo. A esas hipótesis pueden sumarse otras ideas: el morado fue el color de la bandera liberal que, bordada con palabras como igualdad y libertad, fue hallada en casa de Mariana Pineda y motivó su condena a muerte por rebelión contra el absolutismo de Fernando VII; los biógrafos añaden que la causa de fondo de esa condena fue la sed de venganza del alcalde que la hizo apresar, y que la pretendía sin éxito desde hacía tiempo. Pero más allá de todo eso, el violeta ha sido históricamente símbolo del dolor, de la violencia y de la muerte —es el color que dejan los golpes en la piel— y no en vano comparten raíz las palabras violeta, violencia o violación. Las violetas son desde el tiempo de los romanos flores de cementerio, el mundo cristiano las asoció a Cristo y al color de su túnica durante la pasión, y también a María y su dolor ante la crucifixión de su hijo, y de ahí los colores asociados al viernes santo en las iglesias.

En definitiva, y otra vez con el verso de Eliot, el violeta nos habla del dolor y de la esperanza, de una pérdida que augura nacimientos, y son temas que dominan en la escritura de mujeres que hace tiempo llega venturosamente a nuestras librerías. Venturosamente, porque a su calidad literaria se suma la originalidad de voces que no transitan caminos trillados: fabrican con la cadencia de la poesía y el sentir de la calle su propio idioma, y logran así una universalidad que no han limitado siquiera las malas condiciones de su edición. En nuestro tiempo de globalización y estandarización de la cultura, subsumida y multicopiada y canibalizada por el mercado, las editoriales periféricas han seguido apostando por propuestas como estas, que se salen de los carriles de lo previsible y nos alumbran otras direcciones —al tiempo que nos alivian de la medianía comercial imperante— con entregas como las primeras novelas de Dolores ReyesCometierra, editorial Sigilo—, Mercedes HalfonEl trabajo de los ojos, Las Afueras— o Brenda Navarro —cuya novela Casas vacías vio primero la luz en Internet, antes de ser publicada por Sexto Piso en 2020—. Todas ellas comparten la brevedad, la poesía y la inquietud existencial en su diálogo con la violencia y la muerte.

Dolores Reyes (Buenos Aires, 1978) se acoge al género de la novela negra para hablarnos del drama de los feminicidios y también del asesinato de niños, desde la mirada de una adolescente que ha descubierto, tras la muerte de su madre, su condición de vidente. El arranque de la historia, con esa niña que come tierra compulsivamente, podría traernos a la mente por un instante esa otra cometierra inolvidable que fue Rebeca Buendía, y antes de ella, el garciamarquiano Ojos de perro azul, con niños que comen tierra mojada, o que enterrados bajo los naranjos endulzan la fruta con la cal de sus huesos, y relatos donde los vivos conversan con los muertos. Pero Reyes establece enseguida su propio espacio, y lo hace desde otros paradigmas —como las novelas de Libertad Demitrópulos— y un poderoso dominio de la oralidad, de la musicalidad de la palabra viva, de su poesía y su verdad. Cometierra va a ver muy pronto quién mató a su madre, y a partir de entonces va a ver otras muertes, en tanto que su jardín se va poblando de botellas llenas de tierra y mensajes de muchas personas que desean saber qué ha sido de sus desaparecidos. El clásico ubi sunt se impone a lo largo del relato para apelar a las conciencias ante el crimen cotidiano que muchas sociedades se han empeñado en invisibilizar, o en incorporar como parte connatural de la cotidianidad informativa. Cometierra es una novela que nos atrapa desde el principio y mantiene la verosimilitud a pesar de lo arriesgado de su argumento; un libro sobre la miseria y la injusticia, el absurdo y el miedo, el desamparo y sobre todo el dolor.

También del dolor habla El trabajo de los ojos, de la poeta Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), una sucesión de prosas que se mueven entre lo ensayístico y lo autobiográfico. Su aparente desenfado vela inquietudes de calado, porque su manía hipocondríaca por la enfermedad ocular hunde inevitable sus raíces en una obsesión ancestral, de la que los surrealistas hicieron uno de sus iconos: la gillette que secciona un ojo en un film de Buñuel es uno de sus emblemas más recordados, así como el famoso cuadro de Víctor Brauner, pero hay innumerables muestras, como el Informe sobre ciegos de Sábato o el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, y más cerca, se proyecta en piezas como Sangre en el ojo de Lina Meruane o en ciertos pasajes escalofriantes del Bosque quemado de Roberto Brodsky. El cuerpo somatiza así un clima de malestar exasperado, una problemática existencial que no halla salida y se concentra en el dolor físico. La novela de Halfon es una historia fresca y desasosegante al tiempo, poblada de fugas hacia muchas direcciones, y que por su propio tema incurre, como la anterior, en el territorio de lo fantástico —de la inquietante extrañeza que acecha el vivir cotidiano— desde ese ojo que duele, que no obedece, que rompe con la esperada armonía de pareja de baile con el otro ojo, que disiente. El ritmo sincopado de ese diario, sus ráfagas, sus prosas poéticas, se acogen a una brevedad que es signo de nuestro tiempo, impuesto por la dinámica de las pantallas. La ceguera habla de la oscuridad, del trasmundo y de la muerte, y de Edipo y Tiresias, y de grandes artífices como Homero, Borges y Joyce, a quienes esa condición los lleva a mirar para adentro.

Las contribuciones de la hora violeta que vivimos se enriquecen con muchas otras publicaciones, como esa última muestra anotada: Casas vacías, de Brenda Navarro (México, 1982), que alza desde el título un emblema del cuerpo de la mujer para insistir en la desmitificación de la maternidad como estado de gracia y en una violencia omnívora, proyectada aquí sobre todo en la desaparición de niños. Cosida con epígrafes de Wislawa Szymborska, esta historia de dos mujeres —la que pierde a su hijo y la que lo ha robado— elude tanto lo sentimental como lo trágico: su despliegue de la más cruda realidad carece de altisonancias, y la voz narradora habla desde el hartazgo casi cínico ante un mal endémico al que, a pesar de todo, es imposible acostumbrarse. De nuevo una novela sobre la crueldad y el dolor, la rabia y el desconsuelo, que nos arrastra vertiginosa con toda la verdad de su denuncia: "¿Por qué los llaman desaparecidos y no se atreven a llamarlos muertos? Porque los muertos somos los que los buscamos, ellos siempre seguirán vivos".

El amor y la culpa

El amor y la culpa

Escribir es también una manera de mirar lo brutal y violento, lo absurdo y lo podrido del mundo que habitamos: un modo de abrir ventanas para que entre luz y aire nuevo, y para que puedan vislumbrarse otros mundos posibles. Frente a cierta literatura distante de lo que pasa alrededor, emergen esas voces que hacen de la poesía y la oralidad un tintero distinto para el novelista, y que crean sin acomodos, recetas y artificios, con palabras aferradas a la realidad, a los huesos, al día a día, a lo que duele, sin modas, tópicos o recetas comerciales, arriesgando.

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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).

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