Los diablos azules
¿A quién y para qué sirven los premios literarios?
¿A quién y para qué sirven los premios literarios? La pregunta parece pertinente, más aún este viernes, día en el que se falla el Planeta (en los mentideros se nos anunciaba sorpresa mientras otros apuntaban a una autora de nombre Pilar)…
… poco después de haber conocido el nombre del ganador del Nobel de literatura y escuchado las reflexiones del flamante Premio Formentor, mientras en Oviedo se prepara la entrega de (entre otros) el Premio Princesa de Asturias de las Letras, en plena temporada de premios de las letras francesas, cuando… un momento: ¿hay alguna temporada en la que no se decida o se reparta un premio literario?
Hace algunos años, el escritor Daniel Mendelsohn firmó en el New York Times un texto en el que intentaba responder a la pregunta Whom or What Are Literary Prizes for? Unas dudas casi tan antiguas como la propia literatura. La tragedia, relataba, fue inventada por los griegos en algún momento del 500 a.C.; como era de esperar, en esa cultura obsesionada con los premios (después de todo, eran los que soñaron con los Juegos Olímpicos), lo siguiente fue instaurar un galardón para reconocer a los mejores autores. "Cada primavera, en Atenas, se presentaban las obras de tres dramaturgos durante el transcurso de un gigantesco festival cívico, religioso y artístico. Una vez finalizadas las actuaciones, fueron entregados el primer, segundo y tercer premio. Entonces, como ahora, las decisiones de los jueces podían desconcertar". Cuando fue sometida a esa prueba, el Edipo Rey, de Sófocles, que Aristóteles consideró la tragedia perfecta, solo pudo ser segundo; y Eurípides, a quien el mismo filósofo consideraba el 'más trágico' de todos los dramaturgos, ganó el primer premio cinco veces durante su medio siglo de brillante carrera (y su Medea quedó tercera).
Lo cual podría parecer un desdoro… ¿o quizá no? Escuchemos a Don Quijote interesándose, en su visita al castillo o casa del Caballero del Verde Gabán, por los versos "que agora trae entre manos" don Lorenzo y dándole consejos para el caso de que los presente a una "justa literaria":
"Procure vuesa merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona; el segundo se le lleva la mera justicia; y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero".
Hay premios y premios
De la influencia de los (muy denostados) premios literarios no cabe duda, por mucho que moleste a los guardianes de las esencias, han orientado los gustos (y las compras) de los lectores e incluso puede que hayan modelado el canon que los críticos consideran su coto cerrado.
Pero reconocer su autoridad no impide admitir que las elecciones de los distintos jurados son subjetivas (¿acaso podrían no serlo? También lo son los gustos de los lectores y las críticas de los críticos). Eso, en el mejor de los casos; en el peor, los fallos (tremendo nombre) están dictados por el amiguismo, la corrupción o por intereses que tienen poco que ver con la literatura y mucho con el negocio editorial (y conviene no confundir la una con el otro).
Por lo demás, la pasmosa proliferación de galardones puede haber rebajado un tanto su grado de relevancia: los hay por lenguas, por países, por edades, para autores, para autoras, para veteranos, para noveles; premian los ministerios, las consejerías, los ayuntamientos, los libreros, los editores, los lectores en general y las lectoras de revistas femeninas en particular, los blogueros, los estudiantes… Una multiplicación que se diría propiciada por la necesidad de ampliar las perspectivas, incluso de soslayar una realidad tozuda: algunos premios, condicionados por las opciones ideológicas de sus promotores, fueran estos editoriales o instituciones, han dejado sistemáticamente fuera del palmarés a mujeres (ver aquí y aquí), homosexuales, escritores de minorías lingüísticas o étnicas…
De modo que podemos suscribir lo dicho, entre otros que repiten la misma idea, por Robert McCrum: sí, los premios son una lotería, "pero una lotería que atrae al público lector hacia libros nuevos y a veces promociona a desconocidos. ¿Qué es lo que no nos gusta de eso?" Pues lo que no nos gusta es que, en esta lotería, el azar está maniatado.
El caso español
Es bien sabido, y ha sido muy comentado, que, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, gran parte de los premios literarios españoles se conceden a obras inéditas, en concursos (muchos de ellos trucados) a los que los autores se presentan (ejem) con seudónimo. La excepción son los galardones oficiales y los de la crítica, también alguno que reconoce toda una vida y una producción literaria, que reconocen obras que ya han podido ser leídas y juzgadas por los expertos. Otros no son sino meras añagazas comerciales, una manera de aumentar los emolumentos de un autor consagrado o comercial que ya está en el catálogo de la editorial que convoca el premio o la forma que algunos consideran elegante de birlarle un autor a otra editorial.
El ejemplo paradigmático es el Planeta, constituido en 1952 por el ínclito José Manuel Lara con la voluntad de promocionar a los autores españoles. Una apuesta que se enmarca en una situación muy concreta: "En el lanzamiento de nuestra novela de postguerra los premios fueron de gran utilidad", escribió el catedrático de literatura y crítico literario José María Martínez Cachero para, a renglón seguido, admitir que "andando los años, la excesiva proliferación y los intereses personales, comerciales e ideológicos determinaron su baja".
De Lara padre se cuentan muchas historias, y no es la menos conocida que, preguntado por el rumor que corría, según el cual él era quien determinaba el nombre del ganador, él respondió con la desenvoltura que gastaba: "¡cómo no voy a decidir yo a quién le doy cincuenta millones de pesetas!". Más recientemente, un alto cargo del Grupo, tras negar el tongo, admitió que la editorial ejerce "un patronazgo activo para que gente que pueda gustar a los lectores participe".
Es el ejemplo más relevante, pero no el único. "En España este sistema de premios se toma como algo normal, una tolerada picardía comercial", concluye el agente Guillermo Schavelzon. Tolerada y jaleada, podríamos decir: el concurso de todos los actores necesarios para perpetuar la pícara obra es entusiasta.
También es cierto que los mecanismos sobre el papel más higiénicos que se utilizan en otros países no evitan las decisiones dudosas ni ahorran bochornos. "Hay transparencia, pues ―escribió hace unos días Marc Bassets a propósito de lo que sucede en Francia―, pero también opacidad: las discusiones de los jurados son a puerta cerrada y las sospechas, reproches y escándalos, por tanto, inevitables."
Como en la vida (esto de los premios es un asunto humano, demasiado humano) casi todo lo que parece que "sí, claro" alberga un "tal vez no". Por ejemplo, hay estrategias de las que quizá podríamos aprender, como las que Mark O'Connell explicó en la revista especializada The Millions. En los países anglosajones y en el mes de septiembre, los grandes premios dan a conocer sus shortlists, es decir, la nómina de finalistas. La ventaja del sistema es que los medios suelen hacerse eco de esa primera selección, y se ocupan durante días de los méritos de los elegidos, potenciando así su visibilidad. Expuesto lo cual, comparte sus dudas. En general, premios como el Booker están destinados a promover la ficción sólida, bien escrita, el tipo de libros a los que los periódicos de gran tirada tienden a dar cobertura. Y eso seguramente es algo bueno para la industria editorial, para los periodistas literarios, para los escritores que reciben la atención mediática, para los libreros… Pero, "¿realmente importa en algún otro nivel, por ejemplo, al nivel de la cultura literaria en contraposición al de la industria editorial?" O’Connell admite que no está convencido de que tal cosa suceda.
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Por lo demás, el método viene de un tiempo en el que los prescriptores (a los que nadie llamaba así) eran menos (aún no habían hecho su entrada triunfal blogueros y booktubers y el algoritmo no era ni siquiera una amenaza concebida), y gozaban de un prestigio social; un tiempo en el que, bendita inocencia, podíamos creer que quienes concedían esos reconocimientos lo hacían en nombre de la literatura. Todo cambió en la década de los 70, cuando el premio literario se convirtió en una herramienta comercial, "un instrumento publicitario que multiplica por diez las ventas y una máquina para fabricar el éxito literario, hipertrofiada por la sociedad del entretenimiento y la industria del consumo masivo". Lo afirma Sylvie Ducas, una de las personas que más ha estudiado este mundillo. Ella sabe que las deficiencias del sistema no significan necesariamente que la literatura premiada sea de mala calidad; pero lleva tiempo avisando de los peligros que supone ser "premiodependiente".
Ya en su trabajo "Ce que font les prix à la littérature" (lo que los premios hacen a la literatura), Ducas anotó que el efecto por lo menos paradójico de los premios es "haber establecido magisterios de literatos o profesionales del libro que, en lugar de defender su autoridad simbólica, la amordazaron, convirtiéndose en los fervientes instrumentos publicitarios de una cultura y de un mercado de masas que desde hace mucho tiempo han relegado la consagración del autor a un segundo plano".
Una situación en la que tienen gran responsabilidad los medios de comunicación, que desempeñan un papel "determinante pero no menos ambiguo" en la recepción por parte del gran público de esta prescripción anual.