¡Son muchos ya los muertos!

1936. La columna camino de Madrid. Yagüe, Varela y las "Normas" del padre Huidobro

Francisco Espinosa Maestre

La Moderna (2023, 172 páginas)

La represión franquista ha estado y sigue estando bien documentada por el historiador Francisco Espinosa Maestre. Si de hace años nos viene la imprescindible La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz, "ahora aborda la segunda parte del avance sangriento de los rebeldes militares, que los llevó de Badajoz a Talavera de la Reina y a Toledo". Lo de "imprescindible" y el entrecomillado anterior lo dice Paul Preston en el prólogo a este libro titulado 1936. La columna camino de Madrid. Yagüe, Varela y las "Normas" del padre Huidobro. Se le escapan pocas cosas a Espinosa Maestre cuando se trata de acercarse al barro en que demasiadas veces se convierte la investigación histórica. Y no sólo de acercarse, sino de meterse hasta las cachas en los rincones más en sombra de la historia.

En la parte que me toca, no tenía ni idea de un jesuita llamado Fernando Huidobro Polanco. Ni idea. Y de repente asoma la cabeza por uno de esos rincones oscuros que antes comentaba. Estudia en Friburgo con Heidegger. Estamos en 1936 y allí se entera del golpe militar contra la II República. Se pone en contacto con Franco y Yagüe y viene a España para incorporarse como capellán a la 4ª Bandera de la Legión. Un patriota auténtico al que ahora le harían la ola Feijóo y Abascal, con Díaz Ayuso y González Pons añadiendo un enloquecido entusiasmo en los coros. El jesuita fue testigo de primera mano de los desmanes facciosos en su camino a Talavera de la Reina. Antes había aplaudido el terror desatado en Badajoz por las "fuerzas africanistas". Pero no tardará en caerse del caballo como el santo Pablo y darse cuenta de que lo que movía al ejército rebelde era el "hábito de matar". Y será después de la toma de Toledo –de la que también sería testigo privilegiado– cuando opinará en contra de "la ejecución de la pena de muerte aplicada indiscriminadamente a los prisioneros de guerra". Muestra, ya en agosto de 1936, "repugnancia a los fusilamientos". Es así como elabora –para enviarlos a las autoridades militares– diversos textos entre los que destaca el nombrado como Sobre la aplicación de la pena de muerte en las actuales circunstancias de guerra. Normas de conciencia. Ya habla de los buenos y malos españoles (¿les suena eso ahora mismo?), y afirma: "es erróneo pensar que en las circunstancias actuales todo aquel que no se ha portado como buen español merece la última pena". No sé qué opinarán los defensores fanáticos de la buena españolidad. Entre los exentos de sufrir esa última pena nunca se contarán "los crueles ejecutores de los horrores comunistas". ¡Qué perra siempre con los comunistas! Aquí, allá, en todas partes, como cantaban mis adorados Beatles.

La guerra interminable

Párrafo aparte dedicado a una parte del libro que me ha provocado auténtico horror y no sé cuánta rabia. El capítulo dedicado al general Varela, calificado por la prensa fascista como "el general de los guantes blancos y la sonrisa eterna". Un amigo suyo, Eugenio Espinosa Torres, le escribe la celebración en Cádiz de la toma de Málaga: "un conjunto emocionante que hacía disfrutar a los buenos españoles haciendo suponer el efecto contrario en esa canalla oculta que aún queda en esta zona como materia fusilable". Las personas que defienden la República no son personas, son materia fusilable. ¿Se podrá ser más cínicamente inhumano? Y unas líneas más adelante: al mismo Varela se dirige Arturo Génova, agregado naval de la embajada española en Roma. A propósito del alcalde republicano de Málaga Emilio Baeza Medina, escribe: "… por mí, a él como a tantos otros, si lo decapitáis, mejor". Y cerrando la lista de asertaciones facciosas, el claretiano Jaime Sanmiguel escribe a Varela desde Chicago en 1938: "a todos los malos rojos, mátalos o de lo contrario después se arrepentirán de no haberlo hecho". Droga dura la de estos españolísimos armados de verbo encendidamente patriota. Un día, después de una de mis conferencias, se me acercó un señor y con timbre tiesamente educado me soltó: "usted ha dicho lo que ha dicho porque en la guerra no matamos bastante". Yo no estaba en esa guerra,  pero para mi interlocutor no había pasado el tiempo y la guerra de entonces seguía siendo eterna, como la sonrisa de su seguramente admirado general. Fin del párrafo ocupado por los testimonios que este libro, tan breve como documentalmente imprescindible, nos acerca sobre la represión llevada a cabo por las columnas facciosas de la muerte en su itinerario sangriento hacia la finalmente fracasada toma de Madrid. Volvamos ahora al jesuita Huidobro.

Olor a carne putrefacta

Tres serían los motivos que lo movieron a decir y escribir lo que dijo y escribió aquellos días contra la guerra de exterminio emprendida por los golpistas desde el minuto uno de su asonada. Uno: la imagen exterior de España si continuaba la sangría. Otro: si los prisioneros sabían que lo que les esperaba era la muerte, lucharían hasta el final para evitar caer en manos facciosas. Y finalmente: una guerra "noble", sin esos añadidos sanguinarios, daría lugar a "una España de invencibles caballeros". Unas páginas más tarde añade: "Soy testigo de muchos crímenes, como lo somos todos y no quisiera que el nuevo régimen naciese manchado de sangre y en un ambiente de adulación. Temo que si se funda en el crimen sea de poca duración". Menudo ojo el del jesuita Huidobro. El régimen franquista fue una carnicería y duró casi cuarenta años, desde aquellos primeros compases del golpe en los sitios donde los golpistas se declaraban vencedores.

La columna que sale de Sevilla dejará un reguero de cadáveres, sobre todo si pensamos en la toma de Badajoz. Los hechos más violentos siempre se han relacionado con los moros, "como si estos actuaran por su cuenta". Y sigue Espinosa Maestre: "Y no porque no los cometieran, sino porque dejan fuera de escena a los militares, ya se trate de unidades normales, ya de fuerzas especiales, ya de la Legión o las banderas de Falange". Las calles de Talavera de la Reina huelen a "carne putrefacta", según relatan periodistas extranjeros que hacían el seguimiento de la columna hacia Madrid. Y lo mismo en Toledo. El Alcázar, símbolo de la resistencia heroica de los golpistas. Una bomba estalla en el interior de la fortaleza y ese cráter se convertirá después en una inmensa fosa llena de cadáveres leales a la República. Y más aún: de la población civil en general, ya que siguiendo las reflexiones de Isabelo Herreros lleva el libro a que "una de las razones por las que la represión en Toledo fue tan fuerte radica en que para los ocupantes todos los que estaban fuera del Alcázar eran sospechosos". Los primeros días de noviembre de 1936 las columnas facciosas llegan a Madrid convencidas de que la ocupación de la capital está asegurada. Incluso hay celebraciones anticipadas de esa victoria. Pero rien de rien. En Madrid se encallan los fascistas. No pasarán. El tiempo del golpe se ha acabado. Empieza la guerra.

Cuando empecé a leer este libro -ya les digo aquí que ojalá ustedes también decidieran y pudieran hacerlo- me puse al lado del ordenador los poemas de Angelina Gatell. Sabía que algo de esta mujer, cuya escritura y compromiso hay que rescatar sin ninguna tregua, tendría que ver con lo que se cuenta en sus páginas. Y desde luego que no me equivoqué. Hay al final una magnífica muestra de fotografías de la represión. Sobre todo en Llerena, un pueblo de la provincia de Badajoz. Con textos precisos, excelentemente documentados, de Jorge Arévalo Crespo. Y es cuando me enfrento a los cadáveres tirados en las calles, a los "fusilamientos" (asesinatos) en grupo maniatado en los taludes, al horror de tanta sangre, que me voy a un verso implacable de Angelina Gatell: "Que ya basta, Señor. Son muchos ya los muertos". Solos los cuerpos en las plazas, en los cementerios, en las cunetas. La soledad obscena de la muerte en las risas de los asesinos.

Corto y cierro

La conclusión de Francisco Espinosa Maestre sobre ese personaje contradictorio que fue el jesuita Fernando Huidobro Polanco es doble. Por un lado dotó a su propia orden de una pátina de humanidad, a la vez que sirvió a los golpistas para blanquear su brutalidad en el enfrentamiento armado contra la República y quienes la defendieron. Y finalmente: "el interés de la denuncia del jesuita radica simplemente en que, al señalar con claridad lo que no había que hacer, en realidad estaba diciendo, desde dentro de la maquinaria golpista, lo que se venía haciendo desde el 17 de julio: una guerra de exterminio cuyos objetivos eran tanto los milicianos y soldados prisioneros como la poblacion civil, diezmada a lo largo de la ruta". Otras versiones de las actuaciones de Huidobro apuestan porque se vino a España para estar con los "dos ejércitos", y que daría paso, así, a la tan querida Tercera España que hoy hace furor entre quienes defienden que ni rojos ni azules sino… pues eso: azules.

Comunistas de mierda

El jesuita Huidobro Polanco murió en abril de 1937 y se inició el proceso de su beatificación cuando acabó la guerra. Pero se detuvo, ese proceso, al descubrirse que la muerte le llegó por detrás y no en acto de servicio. Lo más seguro –según la investigación– es que un legionario le pegó un tiro por la espalda porque estaba harto de los sermones del jesuita. Lectura gozosa la de este libro. Igual ustedes sienten lo mismo si deciden –como dije antes– acercarse a lo que cuenta. Un gozo una miaja complicado con tanta crueldad habitando sus páginas. Pero conocer la historia nunca dejará de ser esa cosa dichosa que sentimos cuando la lectura se convierte en conocimiento. Saber más de lo que sabíamos antes de leer un libro. Eso pasa con el que, en esta misma línea, les acabo de recomendar. Al menos es lo que a mí me ha pasado. Ojalá que, si finalmente deciden leerlo, también a ustedes.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).

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