Colombia
Colombia sin paz (todavía)
Algunas horas después de que las urnas del plebiscito de la paz dejasen de recibir votos, la paz en Colombia ya no era cosa del acuerdo entre dos partes. Habían pasado a ser 3. Por un puñado de votos. Por algo más de 58.000 sufragios en un plebiscito en el que participaron casi 13 millones de personas. Y el último discurso, el que cerró la jornada de urnas, no fue el del líder de ninguna de los dos líderes que 6 años habían gestionado las curvas del proceso diálogo. Ni el del presidente Santos ni el de alias Timochenko, el líder de las FARC. La última palabra fue la del expresidente Uribe. Con ese tono de confesor sutilmente irritado que lo caracteriza. Citó a Dios, a la familia y a la patria.
El resultado sorprendió en Colombia y en el mundo entero. Las encuestas habían pronosticado el sí. La paz comenzaba a ser una preciosa historia de guerrilleros en guayabera, de Cartagenas de Indias engalanadas para la ocasión, y de discursos que proclamaban el fin de “la noche oscura”. Todo tan bello. El mundo sonreía ante el sueño colombiano. Y nadie sensato, pudimos pensar, le diría que no a la paz. Pero pensamos mal.
Más de 6 millones de almas fueron a las mesas electorales de Colombia para decir que querían paz, pero otra paz. De nada sirvió a esas personas que el Gobierno colombiano advirtiese por activa y por pasiva que sólo esa paz, la de ese acuerdo, era posible. El proceso por el que ganó el no llevaba años gestándoseno. Lo lideraba un Álvaro Uribe sin el que resulta imposible entender la actual Colombia, un líder de masas que tenía unos índices de popularidad del 80% cuando presidía el país. Y tenía como rival a un presidente que arrastra durante todo su mandato unos bajos índices de popularidad.
Desde su región, la de Antioquia, en la que se forjó como político, Uribe consiguió poco a poco que 6 millones de almas empatizasen con una narrativa que proclamaba que la firma del acuerdo de paz supondría que los jefes guerrilleros se irían a los restaurantes caros de Bogotá con cargo a las cuentas públicas. Y que desde allí prepararían la llegada del "castrochavismo" a Colombia. Todo eso, y cualquier cantidad de patrañas que no vienen al caso, se dijo en la campaña del no. Todo eso lo escribieron en sus muros de Facebook muchos de los colombianos y colombianas que votaron por el no. El discurso funcionó.
Álvaro Uribe había comenzado a ser presidente de Colombia en 2002. Cuando llegó a Palacio, el país estaba a punto de convertirse en un Estado fallido. Entre los paramilitares que apoyaron más o menos tácitamente a Uribe en las elecciones, las narcoguerrillas, y los narcos a secas, en aquel momento Colombia era un sindiós.
Uribe se consagró a la tarea de darle la vuelta a la situación y de llevar el Estado a cada vereda del país. Dedicó la práctica totalidad de los fines de semana de sus 8 años de Gobierno a presidir consejos comunales maratonianos en cada esquina del país. Trató de cambiar la Constitución en dos ocasiones para poder seguir en el cargo. Sólo lo consiguió una vez. Varios de sus colaboradores más cercanos de aquella época, exministros incluidos, están hoy presos por los tejemanejes con los que quisieron sacar adelante esas reformas constitucionales.
Juan Manuel Santos le sucedió cuando ya no pudo optar a la reelección. Había sido su ministro de Defensa. Había ordenado los principales golpes militares a la guerrilla. Pero en su agenda política no entraban ni Uribe ni su legado. Santos tiene una visión de Colombia muy diferente. Una vida muy diferente. Santos es otra Colombia. Y esa es una parte muy importante en otra esta historia. Por eso en Bogotá ganó el sí en el plebiscito. Es otra Colombia. Muy distinta a la del resto del interior del país, en el que ganó el no.
El expresidente Uribe entró en cólera cuando comenzó a sentir su proyecto político traicionado por Santos. Hizo de su cuenta de Twitter un fortín desde el que recuperar peso en la agenda política del país hasta que pudo volver a las instituciones. Y comenzó a congregar de nuevo una parte del conservadurismo del país a su alrededor.
Mientras todo ello pasaba, Santos encomendaba su Presidencia a sacar adelante un acuerdo para la paz con las FARC. Enterró la política uribista de la rendición por acoso y se la jugó al diálogo. El tema, lógicamente, se convirtió en el primer asunto de debate político en el país en los últimos años. Y en el blanco preferido de los trinos de Uribe.
Al expresidente le parecía un desastre todo lo que hacía Santos. Dio batallas por asuntos de trasfondo religioso. Llegó a ponerse al frente de grandes movilizaciones homófobas. Iba sumando más apoyos conservadores. Todo el proceso de paz le parecía una rendición inaceptable frente al "castrochavismo", una peculiar ilusión negativa sin ningún tipo de enganche con la realidad pero que sumó adeptos. Además, Uribe tenía el viento de cara: la economía colombiana comenzaba a enfriarse, producto en gran medida de la caída de los precios del petróleo y otras materias primas. Hacerse grande en la oposición es más fácil cuando hace frío. A la vista, las elecciones de 2018.
Y entonces llegó el referéndum. Y con él, un huracán. No metáforico. Uno de los de verdad.
Santos y el líder de las FARC firman el nuevo acuerdo de paz para Colombia
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Desde muchas horas antes del plebiscito, el huracán Mathew se paseó por el Caribe colombiano. Hubo calles como charcos, vías cortadas, problemas en viviendas. Hubo miles de personas que ante lo feroz del viento y del aguacero no quisieron, o no pudieron, ir a votar. En una región, la del Caribe, comprometida con el sí. Dado lo ajustado del resultado final, la visita de Mathew pudo ser decisiva. Pero no es menos cierto que quizás un triunfo del sí por un margen muy escaso habría sido un problema igual de grave sí , o más complicado a largo plazo, para la consolidación de la paz en Colombia.
24 horas después de que cerrasen las urnas, las 3 partes del debate aseguran querer la paz. Han expresado públicamente su interés de coincidir en La Habana.
Ahora todos están a la mesa. O lo estarán. Las FARC ya han dicho que quieren hablar con la palabra, no con las armas, y que eso no lo cambia el resultado del plebiscito. Santos, un tahúr de la política en su segundo y último mandato, buscará nuevo juego: se juega concluir lo que empezó y quedarse con el aplauso de la Historia. Uribe sabe que ahora tiene muchas más ramas que las de Twitter para hacer política, un proyecto político más consolidado y procesos electorales a la vista, y el apoyo de varios millones de colombianos conservadores que se sienten con derecho a estar en la mesa. A todas las partes les conviene terminar el trabajo. Será muy difícil. Pero la única opción que tienen es la de hacer política. De la buena. Para construir la paz.