Las togas hacen el trabajo del Partido Demócrata como dique contra Trump

24 de agosto de 1812. La recién nacida república de los Estados Unidos de América vive uno de sus momentos más críticos. Después de años de guerras, los padres fundadores y los primeros presidentes habían empezado a consolidar una naciente república. Parte de ello se ejemplificaba en la construcción de la Casa Blanca, una residencia para que el mandatario del país pudiera vivir y gobernar sin ser violentado. Sin embargo, ese día, el entonces presidente, James Madison, no se encontraba en la Casa Blanca, sino en Brookeville, un pequeño pueblo del condado de Maryland donde pudo refugiarse y salvar la vida en ese día negro para EEUU. Mientras tanto, la capital, Washington, ardía invadida por las tropas británicas, las cuales habían logrado doblegar a unas fuerzas estadounidenses con las que estaban en guerra desde hacía 2 años. Pasto de las llamas fueron tanto el Capitolio como la icónica residencia, entonces conocida como Mansión Presidencial. Ese día de agosto fue la primera y hasta ahora única vez en la que un país extranjero ha tomado Washington desde la Guerra de Independencia de EEUU.
Pero ese no fue el único hito de ese conflicto. En el terreno legislativo, esta invasión marcó otro precedente cuando el presidente estadounidense usó por primera vez la Ley de Enemigos Extranjeros, un texto aprobado por John Adams en 1798 y que daba al presidente la potestad para deportar, en un contexto de guerra, a cualquier persona de un país con el que EEUU estuviera teniendo un conflicto bélico. La ley, una de las que con más poder dota al presidente del país, solo había sido usada, además de en 1812, en otras dos ocasiones, ambas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial… hasta ahora.
227 años después de su aprobación, Donald Trump ha utilizado esta la Ley de Enemigos Extranjeros para, sin ningún tipo de prueba ante los tribunales ni acusación concreta, deportar a más de 200 venezolanos que, según el presidente, pertenecen al Tren de Aragua, una de las bandas criminales más peligrosas de Venezuela. Esos dos centenares de personas fueron detenidas y metidas en aviones para ser enviados al llamado Centro de Confinamiento del Terrorismo de El Salvador, la gran cárcel de Nayib Bukele. Sin embargo, poco después de conocerse las deportaciones, el juez James Boasberg ordenó detenerlas, exigiendo la vuelta de los aviones incluso si estos estaban en pleno vuelo. El presidente, lejos de obedecer a la justicia, ignoró la decisión del juez y continuó con la deportación pese a la prohibición. El enésimo conflicto institucional de la era Trump 2.0. estaba servido.
Lejos de recular, Trump, fiel a su estilo, ha comenzado una huida hacia delante en la que no solo no ha dado marcha atrás en sus acciones, sino que ha pasado al ataque contra Boasberg. Después de su orden, el presidente se burló del juez calificándolo de “lunático” y pidiendo un impeachment contra él, es decir, un juicio político por el que puede que el magistrado sea destituido. “No es posible que el impeachment salga, pues necesitaría una mayoría de dos tercios en el Senado que no tiene. Sin embargo, con este movimiento Trump coloca a los jueces en la diana de los seguidores trumpistas. Y eso se traduce en que las amenazas a magistrados llevan subiendo exponencialmente desde que él es presidente”, comenta Roger Senserrich, politólogo afincado en Connecticut y experto en política estadounidense.
Un contexto de descrédito al que también alude Francisco Rodríguez Jiménez, profesor de la Universidad de Extremadura y visitante en la estadounidense Georgetown: “Los seguidores de Trump y él mismo consideran que el entramado judicial está coartando la posibilidad de que el ‘pueblo’ se exprese libremente. Ese es en el espacio donde se mueve para justificarse, aludiendo a que él simplemente está haciendo lo que la gente quiere”.
Con esto, y pese a las dudas tras su victoria electoral, los jueces se han alzado como uno de los principales cortafuegos de Trump. Incluso, el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, nombrado por George Bush hijo, ha salido en defensa del juez Boasberg, provocando un choque institucional que podría derivar en una auténtica crisis constitucional. Así, incluso el líder de un Supremo que actualmente cuenta con una mayoría conservadora de 6 a 3 y tres jueces nombrados directamente por el magnate, ha alzado la voz contra los atropellos de Trump, que ya parecen traspasar los límites incluso de los magistrados conservadores.
Sin embargo, para Rodríguez Jiménez, estas declaraciones de apoyo, pese a tener mucho eco mediático tendrán poco recorrido. De forma similar lo cree Senserrich: “Puede ser que el Supremo llegue a la conclusión de que Trump está sobrepasando todos los límites, pero quizás el presidente decida que no va a hacer caso al tribunal. Ese es el gran peligro”. Una situación especialmente preocupante cuando se recuerda que Trump ya acumula un gran número de problemas judiciales. “En menos de dos meses de presidencia, el magnate ya lleva más requerimientos de jueces federales que Obama durante todo su mandato. Esto es, evidentemente, forzar la ley, porque cuando un magistrado te llama al orden es que algo está en disonancia con la Constitución”, comenta Rodríguez Jiménez.
Y pese a lo que pudiera parecer, según Senserrich, Trump tiene coartada para ello: la inmunidad presidencial que le otorgó el año pasado una polémica sentencia del propio Supremo donde exoneraba al magnate de todos los atropellos cometidos durante su primer mandato y, según sus críticos, abría la puerta a que la figura del presidente se colocara por encima de la ley, comparándose con un rey. Una inmunidad que, por tanto, pone muy difícil que los jueces puedan poner coto a sus acciones, ya que Trump siempre podrá excusarse en que estas están dentro de sus competencias presidenciales y que, por tanto, es inmune a los posibles delitos.
Unos demócratas divididos
La resistencia por parte de los jueces a las acciones de Trump contrasta con las divisiones internas de un Partido Demócrata que aún no ha logrado establecer una estrategia más o menos unificada contra Trump. “En EEUU no hay nada parecido a una estructura organizada de partido, son más bien una constelación de candidatos cada uno haciendo la guerra por su cuenta y con los temas que a cada uno le interesa. Por eso es tan difícil conseguir una disciplina”, señala Senserrich. En este sentido, explica el experto, existen dentro del partido dos almas para encarar la estrategia de oposición a Trump: por una parte están quienes piensan que deben luchar contra las políticas del presidente, y por otra los que opinan que la mejor opción es esperar y dejar que Trump caiga por sus propias acciones y equivocaciones.
Esa división se ejemplificó perfectamente en el que es, hasta ahora, uno de los mayores conflictos internos que han tenido desde que abandonaron la Casa Blanca. La pasada semana, un total de 9 senadores demócratas, entre ellos el líder de la minoría en la cámara, Chuck Schumer, votaron a favor de aprobar los presupuestos de Trump. Un movimiento que causó una amplia controversia en el seno del partido y que todavía a día de hoy sigue trayendo cola. Schumer y los suyos explican su decisión como un acto de responsabilidad para no provocar un caos presupuestario que llevara a un cierre del Gobierno, mientras que los demócratas críticos culpan al veterano político de no conseguir nada a cambio y de desaprovechar una gran oportunidad para presionar y hacer daño a Trump.
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La votación en el Senado no es la única materia donde los demócratas están divididos. También lo están en aspectos como la posición que debe tomar el partido ante la llamada agenda woke o de políticas identitarias, la cual, para muchos, fue una de las claves de la derrota contra Trump. En este caso, muchos demócratas moderados piensan que durante la era Biden, el partido fue demasiado lejos en este sentido y por ello deben tomar una posición más cauta. Incluso, algunas de las caras principales del partido, como el actual gobernador de California y uno de los posibles candidatos a las primarias, Gavin Newsom, ha virado su posición desde ser uno de los políticos más partidarios en materia LGTBI a una más crítica, mostrándose recientemente en contra de la participación de atletas trans en competiciones deportivas universitarias de mujeres.
“En este terreno, los demócratas han caído en casi todas las trampas que les han tendido los republicanos. Me parece que este tema, el cual afecta tan solo a unas pocas personas en deporte no profesional, ha sido usado por el Partido Republicano para enfangar la discusión e intentar dividir aún más a sus adversarios azuzando el miedo a que, de repente, todas las competiciones pasen a ser injustas cuando no es así. La cuestión es que les sirve porque los demócratas han entrado en ese tipo de debates y muchos de ellos ya están cambiando sus posiciones por motivos electoralistas. Y eso que, en la gran mayoría de estas discusiones los sectores progresistas tienen razón, pero su comunicación está siendo terrible”, describe Senserrich.
Sin embargo, Rodríguez Jiménez es algo más optimista sobre el estado del Partido Demócrata. “Lo que falta es un líder que dé el paso y aporte una cohesión de país, pero los demócratas sí se están moviendo, sobre todo a nivel micro, en los ayuntamientos y en los ambientes más locales, impulsando debates para oponerse a Trump. Muchas veces con la política de enfangar el ambiente que siempre lleva a cabo el presidente olvidamos y no vemos este tipo de trabajo, que luego es fundamental de cara a las elecciones”, defiende. Quizás este trabajo en la sombra esté comenzando a salir a la luz en episodios como el multitudinario mitin del senador Bernie Sanders y la congresista Alexandría Ocasio-Cortez, puntales del ala progresista del partido, en Denver, el cual congregó a más de 30.000 personas. Esa movilización y el dique judicial puede ser lo que verdaderamente haga daño a Trump: "El asalto a la democracia sí le está pasando factura. La imagen de Elon Musk destrozando servicios públicos y dando tumbos es muy impopular, como también lo es la sensación de que este gobierno es un conjunto de plutócratas. Ese aspecto sí que está dañando mucho a Trump", zanja Senserrich.