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Muros sin Fronteras

Tambores de guerra y de crisis

Un presidente de EEUU es una pieza más en una maquinaria compleja. Se trata de una pieza importante, sin duda, pero manda menos de lo que indica el boato. Recuerden a Barack Obama, que no pudo cumplir la mayoría de sus promesas por culpa de un Congreso hostil y de una industria, la de los seguros médicos, que se lucra con la mala salud de sus ciudadanos. Aunque es esencial la capacidad de liderazgo para indicar un camino y “vender” al votante los éxitos del mandato. En esto, Donald Trump es diferente porque solo se dedica a la segunda parte, a vender sus éxitos, incluso por encima de la realidad. No hay rumbo, y si lo hay resulta confuso y, por lo tanto, peligroso. El riesgo está en su imprevisibilidad porque Trump no es un belicista. Se trata de un hombre de negocios que entiende que el objetivo de toda presión, en este caso militar, es alcanzar un pacto ventajoso para sus intereses.

No se puede decir que estamos metidos en una nueva crisis con Irán porque en realidad es la misma de siempre, con sus picos y valles. Llevamos así desde que cayó nuestro amigo el Sah Reza Pahlavi en febrero de 1979, sustituido por una revolución islamista que puso en el mapa internacional a los chiíes, la rama minoritaria del islam, a los que nunca entendimos del todo. Fue una conmoción, sobre todo por la pérdida de una fuente segura de petróleo y gas, y en esas seguimos 40 años después. Nos molesta que nos quiten piezas que creíamos seguras.

La doctrina de política exterior de EEUU, y de rebote de Europa, aunque con matices, es que en Oriente Próximo tenemos dos aliados: Israel y Arabia Saudí, que además se llevan bien entre ellos y colaboraron hasta donde la publicidad lo permite en un mundo islámico hostil a Israel por la cuestión palestina. Este esquema simplista ha sufrido modificaciones profundas desde que el imán Jomeini y los ayatolás secuestraran una revolución que en sus inicios era democrática. La invasión de Irak en 2003 y la consecuencia de la guerra civil de Siria, que aún no ha terminado en el norte, son dos acontecimientos que han complicado el mapa.

Ahora tenemos cuatro o cinco actores principales. A los dos anteriores hay que sumar a Irán, Turquía y Qatar, sin olvidarnos de Hezbolá en Líbano, que no vive sus mejores momentos. Una de las enseñanzas del ataque contra la mayor instalación petrolera de Arabia Saudí es que este país no está en condiciones de defenderse, por muchas armas que compre, y pese a tener un presupuesto de 68.000 millones de dólares dedicado a Defensa. En frente, está Irán, un viejo imperio que jamás fue invadido. En cualquier enfrentamiento directo, Riad no tendría opciones. La cosa cambia con la implicación de EEUU. En Washington saben que una guerra contra Irán sería peligrosa, nada que ver con el paseo militar en Irak que acabó en un desastre por falta de un plan político realista.

(Nota: empleo el nos mayestático porque existe un “nosotros” occidental que determina el punto de vista de nuestros gobiernos y medios de comunicación, y de las opiniones públicas. También existe un nosotros en las consecuencias de las crisis en las que andamos metidos para sufragar nuestro estilo de vida. Si no se siente cómodo, puede bajarse del pronombre y sentirse rebelde, que siempre está bien).

La maquinaria a la que hacía referencia en el primer párrafo apunta hacia Irán como adversario, como en el pasado apuntó hacia la URSS. Un buen enemigo exterior ayuda a situarse en el mundo y es útil para los asuntos domésticos. A veces, ayuda a desviar la atención del escándalo de un vestido manchado de semen presidencial o sirve para meter miedo y justificar la invasión de un país. En esto, Benjamín Netanyahu es (o ha sido, ya veremos los pactos postelectorales) un maestro. No tiene que atacar a Irán, su principal rival estratégico (porque no puede solo, necesita del apoyo de EEUU) para manipular a su opinión pública. Le basta con la presencia de la amenaza y poder hablar de ella cuando le conviene. Si necesitaba guerra, la ha tenido gratis en Gaza, el mayor campo de concentración del mundo.

Nada parece haber cambiado en la Casa Blanca una semana después de que el presidente despidiera a John Bolton, uno de los mentirosos masivos de Irak, del puesto de jefe de Seguridad Nacional. Ahora es el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien ejerce el papel de halcón. Acusó enseguida a Irán de estar detrás del ataque con drones (aviones no tripulados). Lo hizo sin pruebas, solo con unas fotos que muestran agujeros en unos depósitos.

Ha repetido el esquema de la crisis de los petroleros, el sabotaje de varios cargueros en aguas del golfo Pérsico, por donde transita un quinto del petróleo mundial. EEUU (aún con Bolton) acusó enseguida a Irán y mostró unos vídeos que no probaban nada. Trump mandó parar un ataque de castigo contra defensas aéreas iraníes a diez minutos de su ejecución. Era la respuesta por el derribo de un dron estadounidense, que al parecer se encontraba dentro de Irán. Trump escuchó al Pentágono, mucho más cauto y realista que Bolton, Pompeo y el vicepresidente Mike Pence.

En la nueva crisis por el ataque a la principal instalación petrolera saudí, Trump ha vuelto a tener en cuenta las opiniones del Pentágono, al menos de momento. Una guerra con Irán podría incendiar, esta vez a lo grande, todo Oriente Próximo. Otro consejero que se alinea en el bando de la cautela es el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin. No conozco al detalle sus argumentos contra un ataque a Irán, pero son fáciles de deducir: en un momento en el que asoma la posibilidad de una nueva recesión, una guerra podría complicar la reelección de Trump.

Los rebeldes hutíes de Yemen han reivindicado el ataque de los drones y amenazan con realizar más. No hay motivos para dudar de esa autoría porque ya habían intentado acciones dentro de Arabia Saudí. La crisis de los petroleros este verano apuntaba a una acción encubierta de los servicios de espionaje de alguno de dos países beneficiarios de una eventual respuesta estadounidense.

Antes habría que recordar que en Yemen se desarrolla desde hace tres años una guerra en la que Arabia Saudí lidera una llamada coalición que bombardea a diario posiciones hutíes, que son chiíes y aliados de Irán. Es una situación compleja que ha abierto grietas entre dos aliados, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, que llegaron a enfrentarse por delegación, a través de los grupos que apoyan.

Lo que han hecho los hutíes es llevar la guerra al país que les bombardea a diario sin que nadie condene los ataques ni lance amenazas de intervención. EEUU está en el bando que bombardea Yemen porque suministra las armas necesarias a Arabia Saudí, el segundo comprador mundial de armas. La inocente España fue el cuarto vendedor de armas a los saudíes en 2018.

No está claro que haya sido Irán el atacante, ni siquiera que los drones empleados sean fabricados por los iraníes. Parece que son del mismo tipo que los que se utilizan en Libia, y esos son turcos. A los hutíes les llega este material a través de Qatar. Hablamos al principio de un mapa complejo. Turquía y Qatar juegan en el bando de Irán, no tanto por simpatía, sino porque les une la enemistad con los saudíes.

Arabia Saudí e Irán son enemigos mortales desde mucho antes de la formación de los actuales países. El primero es el custodio de los Santos Lugares del islam (La Meca y Medina) y líder espiritual del mundo musulmán suní, que representa al 80-85% de los fieles globales. Irán es el único país del mundo en el que los chiíes son mayoritarios y gobiernan. La rivalidad entre ambas ramas del islam nace de las disputas en la sucesión del Profeta en el siglo VII. Perdieron los partidarios de Ali, primo y yerno de Mahoma, y de su hijo Husein, el primer mártir del chiísmo. Su derrota frente a los omeyas provocó su dispersión por todo Oriente Próximo. Una de las piedras angulares de su fe es la taqiyya, que les permite ocultarse, no confesar su condición de chiíes para salvar la vida. El triunfo de la revolución iraní fue el primer gran éxito del chiísmo en su historia, un verdadero desafío para los saudíes.

Dentro del mundo suní, Arabia Saudí ha conseguido imponer, gracias a sus petrodólares, una versión rigorista del islam, por no decir radical, que se llama el wahabismo. Esta visión medieval con armas modernas y petróleo es el magma ideológico del que se alimentan grupos como Al Qaeda y el ISIS.

La invasión de Irak en 2003 tenía varios objetivos: derrocar a Sadam Husein y a su régimen baazista (un partido nacionalista y laico), y poner en su lugar a un gobierno formado por líderes del exilio controlados por el Pentágono, como Ahmed Chalabi. De fondo, los yacimientos petroleros. El resultado es conocido: Halliburton, Cheney, guerra sectaria entre suníes y chiíes, cientos de miles de muertos y un país roto. De aquella guerra surgió el ISIS y la extensión de la violencia a Siria.

El ataque con drones contra instalaciones petroleras de Arabia Saudí impide la extracción de 5,7 millones de barriles de crudo

El ataque con drones contra instalaciones petroleras de Arabia Saudí impide la extracción de 5,7 millones de barriles de crudo

La otra consecuencia, que se recuerda menos, es que en Bagdad gobiernan los chiíes aliados de Teherán. Irán ganó aquella guerra sin disparar una bala. EEUU le regaló Irak porque no sabían historia ni conocían la realidad del país invadido (cerca del 60% son chiíes). Con esa victoria imprevista, creció el peso regional de Irán.

Pese a que EEUU e Irán tienen un viejo desencuentro sin resolver, el asalto de la embajada de EEUU en febrero de 1979 y el secuestro de su personal durante 444 días, Barack Obama leyó bien los cambios regionales. Entendió que Irán (y sus aliados en el gobierno de Bagdad) eran claves para derrotar al califato del ISIS. Hezbolá, enemigo mortal de Israel, desempeñó un papel determinante al aportar tropas sobre el terreno. EEUU y Rusia bombardearon por separado objetivos políticos comunes, y evitaron que ganaran los islamistas más radicales. 

Obama comprendió que Irán era un aliado estratégico en el nuevo mapa de Oriente Próximo, por eso impulsó las negociaciones internacionales para garantizarse que Irán no tendría armas nucleares y poder levantar la sanciones. Trump rompió esa dinámica, más por despegarse del legado de Obama que por razones políticas. La maquinaria sí las tiene porque trabaja a favor de Arabia Saudí y de Israel. Casi tres años después, Trump se encuentra en el mismo punto: la necesidad de pactar con los iraníes, y lo hace a su manera: amenazas, presión y diálogo. Como si fuera un negocio inmobiliario.

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