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Pablo Iglesias

Javier Valenzuela nueva.

Resulta muy difícil, si no imposible, charlar serena y razonablemente sobre Pablo Iglesias con una gran mayoría de los españoles. Si son de derecha o ultraderecha, la mala bilis les nubla enseguida el entendimiento: lo odian visceralmente, lo querrían ver fuera no solo de la política sino de la mismísima España. Si son del centroizquierda felipista, el rencor revienta cuando mencionas su nombre. Pasaron mucho miedo cuando Iglesias irrumpió con brío en la política española por el carril de la izquierda, temieron ser desbancados de las posiciones monopolísticas que detentaban en el universo progresista desde hacía más de cuarenta años. Incluso ahora, cuando el socialista Sánchez gobierna gracias a Unidas Podemos, siguen detestando intensamente a Iglesias por no ser como ellos, por haber puesto en evidencia sus rendiciones, por haberles hecho temer por sus ganapanes.

En la noche del martes, recién contadas todas las papeletas de las elecciones a la Asamblea de Madrid, Iglesias renunció al acta de diputado que acababa de conseguir y anunció que se retiraba por completo de la política. Pues bien, esa gente de ultraderecha, derecha, centroderecha y centroizquierda que le odia como no ha sido odiado ningún político español desde Manuel Azaña, negó de inmediato que en semejante gesto hubiera la menor dignidad. Gente que compartía la broma que asegura que en España dimitir es tan solo un verbo que suena a griego, se puso a farfullar que si Iglesias dimite es tan solo porque ha perdido las elecciones.

No parece ser así. En primer lugar, no está de más precisar que Unidas Podemos, con el acosado Iglesias como cabeza de cartel, ha conseguido tres diputados más que en 2019. Tanto su candidatura como la de Más Madrid que lideraba Mónica García han cumplido en estos comicios con los progresistas, han librado la batalla y han mejorado sus resultados. No es culpa suya que el PSOE, con el insustancial Ángel Gabilondo al frente, se haya dado semejante castañazo. Y en segundo lugar, ¿cuántos políticos españoles han dimitido en la misma noche de unos resultados pasables, mediocres o hasta malos? Ahí siguen, que yo sepa, Pablo Casado y Susana Díaz, los últimos fracasados cabezas de cartel del PP y el PSOE en España y Andalucía, respectivamente.

Siempre he intuido que Pablo Iglesias no tenía una vocación de político profesional, que llegaría un día, más pronto que tarde, en que se plantearía regresar a lo que más parece gustarle: la enseñanza, la reflexión, la escritura, la televisión... No lo conozco personalmente, que conste, pero gente próxima a él me ha ido diciendo estos años que mi impresión era acertada, que Pablo no se eternizaría en la política profesional. Por extraño que le parezca a tantos, no todo el mundo asocia su felicidad con cargos, coches y escoltas a cargo del contribuyente.

Hace un mes y medio, cuando Iglesias dejó voluntariamente la vicepresidencia del Gobierno de España, propuso a Yolanda Díaz como su sucesora al frente de Unidas Podemos y se lanzó al barro de una batalla, la madrileña, que él sabía que no podía ganar, Daniel Basteiro publicó en infoLibre un artículo a contracorriente, como son los buenos. Basteiro subrayaba que todo esto contradecía flagrantemente la mentira construida colectivamente sobre Iglesias según la cual estaba sediento de cargos y hambriento de poder, y no solo para él sino también para su pareja. Todos aquellos columnistas y tertulianos que pontificaban sobre que Iglesias se aferraría al sillón, que no saldría de la política ni con dinamita, le debían una disculpa, concluía.

Ahora, salvados los muebles de Unidas Podemos en Madrid, Iglesias lo deja todo. En vez de especular mezquinamente sobre sus motivaciones, habría que escuchar lo que dice. “Ya no sumo”, dice, consciente de que empezaba a convertirse en un lastre para Unidas Podemos, de ahí su propuesta de que le reemplace una Yolanda Díaz que no suscita tanto odio y rencor. “Me he convertido en un chivo expiatorio”, añade, consciente de que la clase política y mediática española ha promovido el rechazo feroz no ya solo de sus ideas, sino de su misma persona y hasta su familia. Digámoslo claramente, la campaña en su contra comenzaba a suponer un riego para su vida, podía impulsar a un perturbado a intentar atentar contra aquel que su entorno considera una rata. Cuando supe la noticia de que le habían amenazado de muerte en una carta con balas, recordé que mi generación ya ha padecido unos cuantos asesinatos traumáticos de políticos o artistas progresistas: John y Robert Kennedy, Martin Luther King, John Lennon, Olof Palme… El odio carga las pistolas, ya ocurrió en España durante lustros con el ominoso fenómeno etarra.

El Estado no protege por igual a todos los españoles

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No soy un fanático de Pablo Iglesias ni de nadie. Creo que Iglesias ha aportado verdad y valentía a la política española, que ha hablado de cosas de las que nadie hablaba pese a que afectan a mucha gente –a eso los viejos diarios de papel han dado en llamarle populismo–, que ha osado decir en voz alta que tanto nuestra democracia como nuestro sistema socioeconómico son manifiestamente mejorables. Lo ha pagado sufriendo un cruel y sistemático linchamiento político, mediático y judicial.

Iglesias ha cometido unos cuantos errores políticos, pero aquellos en los que yo pienso no son los que suelen reprochársele. Creo que él y sus amigos se equivocaron al convertir un movimiento crítico con la partidocracia como el 15M en un nuevo partido. Que se precipitaron al abandonar las calles y entregarse en cuerpo y alma a las instituciones. Que no construyeron cultura, medios y sociedad civil progresistas antes de plantearse el acceso al poder. En mi opinión, Iglesias tuvo demasiadas prisas, analizó mal la correlación de fuerzas en España y sobrevaloró el número y la determinación de los partidarios del cambio, y confió demasiado en los instrumentos e instituciones del régimen del 78.

Dicho lo cual, lo considero el personaje más interesante surgido en la izquierda española en la segunda década del siglo XXI y lo valoro con un notable alto. Y, desde luego, no voy a cometer la tacañería intelectual y moral de buscarle tres pies al gato de su decisión de abandonar la política tras haber logrado cosechar tres diputados más y un total de 261.000 votos en Madrid. Es un gesto que, indudablemente, le honra.

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