Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Carroñeros de la retórica
Estamos pendientes del texto de la Ley de Amnistía (o “de convivencia” o como quiera que se llame). Si acaba de presentarse –aún quedan unas horas vertiginosas– miles de exégetas leerán ávidos el texto para alertarnos sobre sus consecuencias. Las vestiduras se rasgarán y será el llanto y el crujir de dientes: una rendición intolerable del Gobierno ante los independentistas. Un inicio del fin del Estado de Derecho. Un fraude de ley. No exagero: todo eso se ha dicho ya, sin texto aún.
Lo han dicho y lo gritarán los apocalípticos conservadores, que son del mismo tronco y tienen la misma piel que quienes se opusieron a la España de las autonomías, a la existencia de “nacionalidades” dentro del país, a la Constitución misma y, antes o después, al divorcio, a la libre maternidad, al matrimonio homosexual, a la educación igualitaria, a las leyes contra la violencia de género, etc. Se nos dijo que todas ellas llevarían inexorablemente al fin de la patria o de la familia o de las buenas costumbres…
Para oponerse, revisarán cada palabra buscando tres pies al gato, siguiendo las misma pauta que los otros perdedores de esta batalla: los independentistas catalanes. A cada palabra que los nacionalistas catalanes hayan puesto, encontrarán su ofensa los nacionalistas españoles.
Lo vimos hace unos días. El PSOE se refirió a Puigdemont como president. ¡Vade retro, Satanás! Qué importa si el protocolo indica que Puigdemont será president toda la vida, como lo son Pujol, Montilla, Camps, Zaplana o Ximo Puig.
Volveremos al escándalo estos próximos días, si el acuerdo se certifica o si se presenta la proposición de Ley. Se hablará de Catalunya, tan absurdo (no decimos London ni Deutschland) pero en la misma medida aceptable que A Coruña o Donosti. Es probable que se hable del conflicto de Cataluña con España, como un asunto bilateral, solemnizando a todas luces un asunto que es objetivamente una controversia entre una parte de los catalanes (ahora una minoría que quiere la independencia que como muchísimo podría ser del 45 por ciento) y un Gobierno que no puede concederla bajo ningún concepto, y que no la va a conceder.
De otro lado, Junts exigirá que se hable del “Estado español”, porque parece menos importante o más liviano que “España”, y porque coincide con la nomenclatura periférica indepe de toda la vida. ¿Y bien? ¿En qué afecta eso a nuestra convivencia o a la supervivencia de España como sujeto político?
Las preguntas que debemos hacernos son prácticas. ¿Agradecerán el gesto los catalanes y quizá les disguste menos estar en España, o en el Estado español, que es lo mismo? ¿No favorecería esto a Salvador Illa, que no tiene nada de independentista?
Se reconocerán, parece, todos los antecedentes ominosos para los catalanes, que realmente lo fueron para una mayoría: la negociación del nuevo Estatut, aprobado por los parlamentos catalán y español y peinado luego para que se ajustara a la Constitución, es decir, al dictamen de la mayoría exigua de los magistrados del Tribunal Constitucional; las negociaciones sobre la financiación (la Generalitat siempre ha pedido algo parecido al Cupo vasco y navarro, consagrado en la Carta Magna, que nunca se le ha concedido); la aceptación de las decisiones asumidas democráticamente por el parlamento catalán (por un puñado de escaños) y luego trasladadas a un referéndum ilegal pero pacífico (nadie puede negar que fuera esencialmente pacífico, ni que la gran cagada del momento fueran los porrazos de la Policía Nacional desplegada desde el Piolín y retransmitidas por las televisiones del mundo entero).
Y así sucesivamente: es muy probable, porque lo único que le queda a Junts es la retórica, que a cada frase haya un sobresalto ofendido para las derechas, y también punzante para las izquierdas moderadas.
¿Y bien? Las preguntas que debemos hacernos, más allá de la palabrería, son prácticas. ¿Descenderá el número de independentistas en Cataluña? ¿Agradecerán el gesto los catalanes y quizá les disguste menos estar en España, o en el Estado español, que es lo mismo? ¿Es tan grave que Puigdemont –un auténtico secundario de la política catalana en este momento– y un centenar de ciudadanos anónimos ahora imputados por delitos de hace una década puedan rehabilitarse, presentarse a las elecciones, recuperar sus cuentas bancarias? ¿Quién será el próximo presidente de la Generalitat? ¿No favorecería esto a Salvador Illa, que no tiene nada de independentista?
Eso es hacer de la necesidad virtud, como ha reconocido Pedro Sánchez. Está claro que, de no haberlo necesitado, el Partido Socialista no habría abordado la negociación con uno de los personajes más despreciados por los españoles (y también entre ellos por buena parte de los catalanes), pero puestos a tener que hacerlo para parar un Gobierno del PP condicionado por la extrema derecha, ¿no será que todo esto es al final una verdadera rendición de Junts? Leamos el texto y preguntemos cuáles son sus verdaderas consecuencias, más allá de la retórica y de los carroñeros de un lado y otro que solo pueden alimentarse de ella.
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