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Jesús y Palestina

La felicitación navideña más delirante y vomitiva ha venido del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y dura 52 segundos. Felicita a “nuestros amigos cristianos del mundo”, para afirmar luego que “estamos enfrentando monstruos que matan a niños frente a sus padres y a padres frente a sus hijos, que violan y decapitan a mujeres, que queman vivos a niños y que toman bebés como rehenes. Esta es una batalla no sólo de Israel frente a los bárbaros. Es una batalla de la civilización frente a la barbarie”.

Viendo las imágenes de la franja de Gaza destruida sin piedad, de los niños muertos en manos de sus padres bajo las bombas incesantes de esos genocidas liderados por el que habla, la sensación es el asco y la vergüenza de ser humano. A mí me ruboriza celebrar el domingo la llegada del nuevo año entre espumillón, uvas y cava mientras esas criaturas siguen muriendo a manos de los militares asesinos de Israel.

Como el primer ministro sionista, los fanáticos religiosos, convencidos de la historicidad de las leyendas que consumen, tratan de encontrar la cuadratura del círculo llevando los mitos a su terreno. En la versión más pintoresca está Nicolás Maduro, que hace un par de meses afirmó que Jesús fue un joven palestino muerto por el imperio español (sic… quizá quería decir romano). No está solo Maduro en esa apreciación: la izquierda quiere ver en Cristo a un palestino, y abundan las imágenes que lo identifican con un militante contra la ocupación israelí.

La discusión es religiosa y por tanto simplificada y exenta de racionalidad. Jesucristo es en prácticamente todo una invención como lo es la de la existencia de un pueblo escogido por Dios al que le corresponde una “tierra prometida” denominada Israel. Una buena cuenta de ambas construcciones puede encontrarse en las excelentes obras de título casi homónimo: La invención del pueblo judío, de Shlomo Sand, y La invención de Jesús de Nazaret, de Fernando Bermejo (ambas editadas por la imprescindible Akal).

No hace falta apelar a ninguna religión para condenar sin matices el llanto y la muerte de miles de niños en manos de los demonios que hoy gobiernan Israel

En esta última, de casi 800 páginas de impecable análisis científico, el profesor Bermejo logra despejar el grano de la paja y dibuja a quien con toda probabilidad fue una figura histórica: un hombre judío de cuyo nacimiento apenas se sabe que debió ocurrir en Nazaret y que tenía bastantes hermanos. En lo que sí hay una coherencia histórica es en que ese hombre, al que llamaban Jesús, murió crucificado rodeado de otros, por lo que parece que se trató de un sedicioso. La crucifixión en grupo en aquellas zonas, Galilea y Judea –Palestina no existía entonces con ese nombre–, que en la época eran parte del Imperio Romano, se reservaba solo a los insurgentes.

Hay, según la cuenta de Bermejo, no menos de 30 elementos historiográficos que permiten deducir que con mucha probabilidad Jesús fue el líder de un grupo judío que se levantó contra las imposiciones romanas, narrativa histórica por cierto coherente también con los evangelios, aunque éstos fueran decorados con cientos de ornamentos míticos. Y eso es todo: nada más y nada menos. A partir de ahí, el Islam tardaría siete siglos en nacer y extenderse por esa misma tierra, Occidente trató de “desjudeizar” a Jesús, Roma lo hizo suyo y más recientemente los nazis incluso “demostraron” que no era judío, sino ario.

Partiendo de una escasísima plasmación histórica, los cristianos han construido el mito más poderoso de la historia del ser humano: uno que sirve para justificar la guerra y la paz, que permite predicar la pobreza al tiempo que tolera la codicia, que tanto castiga como perdona, que se adapta con comodidad y audacia a las vicisitudes del momento. Una religión capaz, sí, también, de justificar la “legítima defensa” de Israel frente a los terroristas, al tiempo que condena los evidentes excesos en su ejercicio. La religión más fácil, en fin, la más adaptable a los intereses y los tiempos que corren.

Por eso haríamos bien en hacer oídos sordos a las proclamas religiosas de uno y otro lado y en afinar un poco más el juicio: lo que está sucediendo en Palestina hoy es una violación de los derechos humanos más básicos. Es una masacre vergonzosa de niños y mayores en manos de un Estado opresor y un régimen salvaje que trata de hacerse con un territorio que no es suyo y que está protegido en teoría por los tratados internacionales. No hace falta apelar a ninguna religión para condenar sin matices el llanto y la muerte de miles de niños en manos de los demonios que hoy gobiernan Israel.

El Holocausto no puede seguir siendo la justificación de los crímenes de lesa humanidad cometidos por Israel. Nos llamarán antisemitas a quienes condenemos la barbarie que estamos presenciando cada día. Pero un mundo más sano estaría enviando a Gaza fuerzas de paz que detuvieran la muerte de esos niños inocentes y a Netanyahu y a sus secuaces a La Haya. Y luego que cada cual rece lo que quiera.

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