Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
La profesión más peligrosa del mundo
La tasa de muerte violenta de los presidentes, los reyes y los primeros ministros es mayor que la de los mineros o los toreros. Mucho mayor. En Estados Unidos fueron asesinados cuatro presidentes en ejercicio (Kennedy, Lincoln, Garfield y McKinley): una tasa del 9 por ciento. Casi matan a Reagan, Franklin y Theodore Roosevelt y Ford.
En España vimos morir en atentado solo en el último siglo y medio a Prim, Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero. Con el rey Juan Carlos lo intentaron varias veces y Aznar salió sin despeinarse de su coche afortunadamente blindado. América Latina también tiene su lista (Somoza, Castillo, Moïse…), aunque allí es más frecuente el asesinato de los candidatos y la cárcel de los recién salidos.
Esto es así a pesar de tratarse, también, del trabajo con mayores medidas de seguridad. Nadie está más protegido en su trabajo que un presidente, quizá con la excepción de los grandes capos de la mafia, aunque de este extremo no tenemos datos fiables. Los machos alfa de la política (mujeres alfa también hay pero son infrecuentes en la historia de la humanidad), asumen conscientes el peligro de la agresión física y se cuidan de ella con escoltas, cordones y blindajes.
También saben que un intento de ataque elevará su popularidad. En 2015 a Rajoy un chaval le pegó un puñetazo en un acto electoral en Pontevedra (“porque tenía dos sueldos”, dijo) y un periodista suponiendo en el presidente una astucia desmedida, me preguntó si podría haber provocado el ataque él mismo, para elevar su nivel de simpatía en el electorado. Como sucede ahora con Trump, los disparates conspirativos florecen en estas circunstancias. La base sociológica, sin embargo, sí es completamente cierta. Cuando se produce un ataque al líder de una nación, incluidos aquí candidatos o líderes sociales como Martin Luther King o el Che Guevara se genera de inmediato un efecto de cierre de filas, similar al que sucede cuando hay conflictos armados internacionales, atentados terroristas o desastres naturales.
Ese pobre diablo muerto que intentó matar al candidato republicano le hizo un flaco favor a la democracia americana disparando al candidato. Ha convertido a un adefesio en un héroe
Tras la crisis del coronavirus la media de aumento del nivel de aprobación de los presidentes y primeros ministros fue de siete puntos. La ciudadanía siente de inmediato una empatía con el líder de la nación agredida en la piel de su más alto responsable.
Trump, además, ha respondido con gallardía a la muerte y un fotógrafo de Associated Press ha dejado para la historia una imagen icónica de su valentía (la sangre, la bandera, el puño en alto, el grito tribal de lucha). Sabemos también que ese efecto (“rally ‘round the flag” se llama en la ciencia política) no dura mucho y el índice de aprobación vuelve al estado previo con el retorno a la normalidad. En noviembre el ataque a Trump estará por completo amortizado.
Sin embargo, hay algo especial en este magnicidio frustrado, porque extrema con toda crudeza la narrativa principal de la elección. Trump, no lo duda nadie con criterio, es un corrupto machista, racista, misógino y autoritario. Es un golpista violento; un peligro real para la democracia estadounidense. Pero se ha bordeado la muerte sin ningún miedo: parece ante el mundo un soldado impetuoso, un héroe valiente, un patriota dispuesto a dar su vida por la nación.
De Biden tampoco hay duda. Es un buen hombre que ha dirigido bien al país en los últimos cuatro años, restaurando el orden y los derechos destrozados por su adversario y enderezando la economía . Un presidente honrado al que, qué infortunio, solo se le escucha decir, como el otro día: “Os lo prometo, estoy bien”. No es una frase precisamente inspiradora ni movilizadora. Ese pobre diablo muerto que intentó matar al candidato republicano le hizo un flaco favor a la democracia americana disparando al candidato. Ha convertido a un adefesio en un héroe.
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