Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
Regeneración democrática (II): ¿Para qué? La crisis democrática de nuestra generación
La historia de la democracia es la historia de las crisis de la propia democracia. Su misma concepción implica ya una idea de crisis. En momentos de estabilidad económica, social y política ha podido olvidarse tal circunstancia, pero cuando un desplome económico deja huellas profundas, como pasó en el 2008 en Occidente, la crisis emerge en todo su esplendor.
El objetivo de cualquier iniciativa de regeneración democrática debería pasar por hacer frente a esa crisis casi crónica de la democracia, para lo que antes hay que resolver una pregunta: ¿Cómo es la crisis de la democracia que nos toca vivir ahora? ¿Se parece a otras anteriores o tiene características propias?
Conviene empezar por advertir que quizá hemos sido excesivamente generosos a la hora de calificar a un Estado como democrático. ¿Podemos considerar democrático un país que está cometiendo un genocidio? Ninguno de los habituales rankings de democracia lo saca de sus tablas y en todos sigue apareciendo como un buen cumplidor de los criterios que se supone definen a una democracia (aquí pueden consultar uno de los rankings de referencia, V-Dem, elaborado por un equipo de investigadores de Goteborg). ¿Todos aquellos Estados que puntúan bien en los rankings habituales nos parecerían modelos de democracia? Apuesto a que sería complicado ponernos de acuerdo en los indicadores a medir. No obstante, nos ayudan a tener un orden de magnitud y a poder valorar su evolución en el tiempo de forma que hoy podemos decir, rankings en mano, que la calidad de la democracia en el mundo se está degradando.
Por otro lado, ¿Qué nos dicen la historia y la ciencia política de los elementos que han ayudado a los países a resistir con éxito los envites a los que la democracia se ha visto sometida a lo largo del tiempo? Expertos como Prezowski han dedicado su trabajo a intentar identificarlos y han encontrado cuatro factores clave. La tradición histórica (es decir, que un Estado lleve años practicando y mejorando la democracia); las condiciones económicas con especial énfasis en la distribución; la intensidad de las divisiones sociales, que vuelven a las democracias más vulnerables cuanto mayores sean; y finalmente las formas de las instituciones democráticas, mostrándose más resistentes aquellas democracias que mejor sepan adaptarse a los cambios.
Si aplicamos estos cuatro elementos clave a lo que ocurre hoy en nuestro entorno veremos que buena parte de las democracias occidentales cuentan ya con bastante trayectoria; que aunque la desigualdad creció a raíz de la crisis de 2008, la reacción de la UE en la pandemia ha evitado que volviera a dispararse; las divisiones sociales que hay en naciones como España no son para nada comparables a las que se dan en países como EEUU; y finalmente las instituciones, aunque no siempre con la celeridad debida, van adaptándose a los cambios. Sin ir más lejos, el sistema institucional español, diseñado para encajar un modelo bipartidista, ha sido capaz de acoger el multipartidismo y un gobierno de coalición sin desgarrarse excesivamente las costuras (lo cual no quiere decir que no sea necesario un ajuste a la nueva realidad, precisamente para incrementar su resiliencia).
Los asuntos que tradicionalmente tienen que estar fuertes para que las democracias asuman los desafíos quizá no estén en las mejores condiciones (sobre todo la desigualdad), pero tampoco parece que se derrumben estrepitosamente. ¿Cuál es, por tanto, la crisis de la democracia de nuestra generación a la que hay que hacer frente?
A tenor de los datos que nos ofrecen numerosos estudios, la crisis de la democracia de nuestra generación, la que nos ha tocado vivir, parece ser una crisis de confianza. Ni las instituciones democráticas, ni agentes de intermediación como los medios de comunicación, los partidos políticos o las organizaciones de la sociedad civil son capaces de concitar una dosis abundante de confianza de parte de la ciudadanía. Aunque las cifras difieren de un estudio a otro, en España apenas uno de cada cuatro españolas y españoles confía en el Congreso de los Diputados, aproximadamente uno de cada cinco lo hace en el Gobierno, y apenas uno de cada diez en los partidos políticos. De los medios de comunicación desconfían dos tercios de la población (“¿sólo?”, me dijeron los asistentes a un curso de formación la última vez que nombré esta cifra), y las organizaciones de la sociedad civil como sindicatos, patronales, ONGs o similares están de capa caída. No es casualidad que la OCDE lleve ya dos años estudiando la necesidad de que los gobiernos puedan incrementar la confianza de sus ciudadanos (el último informe, aquí)
La crisis de la democracia de nuestra generación parece ser una crisis de confianza. Ni las instituciones, ni los medios o los partidos políticos son capaces de dar confianza
Hace décadas que desde las Ciencias Sociales se plantea la hipótesis de que una mayor participación e implicación de la ciudadanía en los asuntos comunes conseguiría mejorar la confianza en los sistemas democráticos. Consejerías de participación, planes integrales y dinámicas participativas que llenan las paredes de post-it de colores no han faltado en estos años. ¿El resultado? De momento, fallido. La confianza en las instituciones no sólo no se ha recuperado, sino que ha seguido descendiendo. Ese no es el camino. Lo cual no implica que deban dejar de hacerse estas prácticas, pero no es por ahí por donde se recuperará la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Se necesita investigar y experimentar más, con la máxima honestidad posible, mejorar las prácticas de participación y deliberación y complementarlas con otros elementos.
En este panorama, a los políticos les puede estar pasando lo que a esos hombres que se han quedado descolocados ante el avance del feminismo, que no saben exactamente cómo comportarse ni qué se espera de ellos, o sencillamente que no alcanzan a entender por qué ella les dejó. Como esos señores mal divorciados, y presas del pánico, nuestros políticos se desgañitan a insultos en el Congreso pensando que sólo así saldrán en los informativos y en las redes, que es lo que quieren sus votantes. Sin embargo, a nada que salgan de su burbuja, comprenden que no, que no va de eso.
Si es cierta la hipótesis aquí esbozada de que la crisis de la democracia de nuestra generación es una crisis de confianza en el conjunto del sistema, tanto en las instituciones como en las instancias de intermediación, recuperar ésta ha de ser el auténtico objetivo de un plan de regeneración democrática. ¿Cómo?
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