Plaza Pública
Alguna Falacia de Más
A mi juicio, hace falta estar ciego para negar que la estrategia política en torno al derecho de decisión, en relación con Catalunya, se ha demostrado extraordinariamente eficaz. Es indiscutible que no ha necesitado mucho tiempo para lograr buena parte de sus objetivos. Y esto podría servir, además, para sostener su verdad y bondad; es decir, que cuenta con buenas y contundentes razones. Pues bien, me propongo ofrecer al lector algunos argumentos que apuntan en sentido contrario. Esto es, que no cuenta sólo ni fundamentalmente con buenas razones sino que se trata, en gran medida, de una propaganda basada en algunas falacias o, en todo caso, en medias verdades.
Recordemos que, según esta formulación del derecho a decidir, se trata de un derecho del que serían titulares todos y cada uno de los catalanes y el pueblo catalán como tal. También los demás individuos y pueblos, claro: los españoles por ejemplo, los araneses; pero parece que esa no es la cuestión. Un derecho que les asiste aunque no esté expresamente reconocido en nuestras leyes, en la Constitución. Este es el primer acierto estratégico y, a la vez, la primera falacia. Presentar el derecho a decidir en cuestión como una suerte de principio moral, político y jurídico. Uno está tentado de añadir que incluso estético, retornando a la clásica convergencia entre verdad, bien y belleza y a la emoción épica y estética que parecen sentir algunos de sus defensores. Pero la falacia consiste en que lo formulan en realidad como un axioma. Es decir, una proposición que se considera «evidente» y se acepta sin requerir demostración previa. Y es que las demostraciones que se ofrecen, a mi juicio, apelan a la evidencia, a las medias verdades y aun a las falacias más que a las buenas razones. Veamos.
Ante todo, el derecho a decidir se presenta como un axioma moral: nos dicen que un atributo básico de la condición de sujeto moral sería el derecho a decidir (otra cosa sería la capacidad, claro). Oponerse a reconocerlo sería una indignidad en términos éticos. Es verdad que se les puede replicar que para eso es preferible hablar simplemente del principio –pongamos kantiano– de autonomía moral o del de dignidad. Pero esa formulación no les conviene, porque complica la argumentación. Sobre todo si pensamos en su dimensión de universalidad, que pugna con el nosotros característico del derecho a decidir, que es sobre todo excluyente, que no inclusivo. Porque el derecho a decidir, cuando se formula en el interior de otra comunidad o pueblo, es para afirmarse en contra o, mejor, para diferenciarse: nosotros no somos de éstos. Sigamos.
El derecho a decidir es, además, un axioma político: no hay democracia sin derecho a decidir, nos dicen. Es más, añaden, el derecho a decidir es el primer derecho democrático, el derecho original en democracia, que no se puede someter a formalidades que lo constriñan (y si se les pregunta si nos están hablando de la libertad sin ley, dirán que son disquisiciones técnicas, legalismos, trampas de rábula). Ergo, quien lo niegue es un antidemócrata, defensor del absolutismo o del totalitarismo. Dejan de lado que la invocación de que el pueblo catalán, aquí y ahora (en 2013, en la UE) tiene derecho a autoreconocerse, sin sujección alguna a leyes o al Estado de Derecho, porque la democracia no puede quedar supeditada a legalismos, parece propia de un cierto adanismo jurídico. Es decir, se afirma sin atención al contexto real. O peor, se apela a ese contexto, deformándolo, en una suerte de invocación de un Volkgeist –la identidad catalana, eso sí, 'un', nada de plural– en el que encarnaría el Zeitgeist. Una tesis que, según acredita la experiencia, nunca ha casado bien con la democracia.
E incluso es un axioma jurídico, pues, como sostiene con gran conocimiento del Derecho el señor Junqueras, es un principio del Derecho internacional, que identifica con el derecho de autodeterminación, aunque el término es, para buena parte de sus defensores y dentro de la estrategia que siguen, un tabú que de momento no debe mencionarse. Y cuando se le replica (como lo han hecho ilustres iusinternacionalistas, como el profesor Carrillo Salcedo) que los supuestos en los que se puede hablar de este derecho a la autodeterminación en el orden internacional no pueden ser predicados de los ciudadanos catalanes y del pueblo catalán, aquí y ahora, se apela a trescientos años de historia de “represión y colonización por parte de España contra Cataluña”, al expolio y las humillaciones continuas sufridas por el pueblo catalán, o se acude a otro tipo de principio, “los principios generales del Derecho” (incluso alguna vez, tímidamente, al Derecho natural) que, obviamente, debe interpretarse como propongan estos defensores, según su leal entender.
La primera consecuencia de estar dotados de un axioma de tales características (moral, político y jurídico) es que sólo un malvado, un antidemocráta o un ignorante en Derecho pueden empeñarse en desconocerlo. O una suma de tan despreciables condiciones, es decir, un español, como concluirían triunfantes en el famoso simposio supercientífico, quod erat demonstrandum… Dicho de otro modo, la consecuencia más importante de saber que uno cuenta con un axioma es fortalecer la fe: el profeta y sus primeros y genuinos adeptos (ERC y ahora Convergencia) pueden regocijarse: “Estoy, estamos en posesión de la verdad”. Esa fortaleza, a mi juicio, es la llave de todo fundamentalismo y también de buena parte de los victimismos: “Pobres de nosotros, aunque somos el pueblo elegido, nos persiguen” (algo así sostuvo el señor Mas en Israel, parece ser…). Fortaleza que muestra su eficacia también frente a la tentación de romper filas que puedan formular algunos de los que flaquean en la fe o son herejes (Unió) o los catecúmenos, los recién llegados (ICV). Pero, sobre todo, frente a los infieles/ignorantes que ignoran la fe: “Esto es incuestionable”, como dice el señor Sobrequés para negar voz en su seminario al que piense de otra manera o ponga en duda la conclusión presentada como hipótesis objeto de estudio. Con el estrambote de que además, como es científico social, aporta el inmenso argumento de la historia del perseguidor, el BOE como martirologio.
Y en segundo lugar, al autoafirmarse como tal axioma, y con la eficacia propia de las falacias, invierte la carga de la argumentación. El axioma se impone por su evidencia. Y quien lo niega debe realizar un esfuerzo argumentativo suplementario. Ante todo, para vencer la presunción en contra de la que juega, pues, como recordaba antes, sólo un ignorante o un perverso puede atreverse a negar lo que es tan evidente. Es una tarea difícil, y aún peor, inútil, contraproducente, una pérdida de tiempo, como sabe el señor Sobrequés cuando selecciona científicos para su simposio y sólo admite a los que piensan como él: ¿cómo se le va a dar la palabra, como va a tener credibilidad quien pretende hablar para discutir un axioma? Y si se consigue vencer este pre-juicio, le queda aún la titánica tarea de demostrar a los fieles que el axioma no es tal.
Faltan matices en este discurso. Me limitaré a uno, importante: todo lo dicho se puede aplicar, creo, con ligerísimos cambios, al ideario del Gobierno Rajoy. En posiciones exactamente antagónicas. Lo que muestra un escenario aut-aut, un conflicto de esos que enfrentan concepciones estáticas, esencialistas, autosuficientes y globales. Y en ese tipo de conflictos no hay negociación posible. Nada de terceras vías. Sólo “victoria o muerte”, si se me permite el recurso, que espero sólo retórico.
Pero la política y el Derecho son otra cosa: disposición a la argumentación razonable, a escuchar las razones del otro, a negociar. Modifiquemos si es necesario –parece que lo es– ese marco jurídico, la Constitución. Para que así, todos los ciudadanos, todos los que entendemos que debe tener otras prioridades, tengamos ocasión de proponerlas. Por ejemplo, constitucionalizar con garantía fuerte los derechos sociales y suprimir la claúsula del déficit. Para avanzar en la igualdad entre hombre y mujeres. Para instaurar la igualdad entre ciudadanos y extranjeros. Para imponer la laicidad. Para poder escoger la República. Y otras. Para que pasemos a otra organización territorial: por ejemplo, federal, en la que CCAA o nacionalidades o Estados federados en su interior puedan constituirse de otra manera y tengan el derecho a ejercer –si así resultara de consultas democráticas– la secesión. Pero no apelen a la contraposición entre Democracia y Derecho. Porque eso conduce al fascismo.
---------------------------------------------------Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València, del que fue fundador y primer director. Ha sido director del Colegio de España en París entre 2005 y 2012 y presidente de CEAR (2008-2009). Ha publicado veinte libros y más de 300 artículos en revistas científicas nacionales e internacionales y es un colaborador habitual de Al Revés y al Derecho, el blog de infoLibre dedicado a los derechos humanos.