El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Historia de una pelota
Diego no sabe si todo lo que recuerda de entonces fue realmente así. A la memoria le gusta engañarnos y a nuestro cerebro construir escenas que no hemos vivido. Los mayores describen cómo fueron las cosas. De tanto oírlo, grabamos imágenes mentales de su relato y acabamos pensando que todo transcurrió tal y como nos han contado.
Sólo hay un recuerdo del que no duda, los días que compartieron. Recuerda, como si fuera hoy, tardes enteras jugando. Cómo olvidar aquella sensación: correr tras ella hasta quedarse sin respiración. Esas persecuciones que de tanta risa acababan en hipo, esa consciencia de ser feliz. Ella era su mejor amiga, casi la única. Aquella pelota formada por pentágonos era la que le daba color a la casa cuna, ese lugar en el que vivía, que tenía poco de casa y muchas cunas…
Cuando le contaron que habían encontrado unos padres de acogida para él, Diego era muy pequeño para entender lo que eso significaba. En realidad le costaba comprender casi todo lo que le había sucedido desde que llegó al mundo. Claro que lo suyo también a los adultos les quedaba grande.
-¡Cómo es posible que tu familia no sepa quererte!
-¡En qué cabeza cabe que quienes tendrían que protegerte no te cuiden!
A la memoria le gusta engañarnos y a nuestro cerebro construir escenas que no hemos vivido
Este tipo de cuestiones protagonizaban las conversaciones de la pareja desde que decidieron acoger a Diego. Ellos, que lo querían desde antes de conocerlo, no podían entender que un niño diera sus primeros pasos por la senda del desamparo.
Llegó ese día que ninguno de los tres olvidaría nunca, iba a conocer su casa. Nerviosos, como si recibieran a un líder mundial y nada pudiera fallar, le mostraron a Diego su habitación: la cama con colcha de Bob Esponja, la silla y la mesa verde aguamarina, las cortinas con nubes y soles –metáfora involuntaria de la vida–. De todo lo que vestía una habitación tan alegre como acogedora, la lámpara con forma de globo aerostático fue lo que más le gustó. No se esforzó en disimular.
-Qué bien que te guste, así no tenemos que cambiarla.
-¡Dudábamos pero hemos acertado! Es, claramente, tu lámpara.
Esa frase le sorprendió mucho más que el globo fluorescente que velaría sus sueños:
-¿La lámpara… es mía?
-Sí…
-¿Mía, mía?
-Claro, todo lo que hay en la habitación es tuyo, Diego. ¡Es tu dormitorio!
-Nos encanta que te guste. Lávate las manos, hay que merendar.
-Aún hay tiempo para dar una vuelta y enseñarte el parque antes de cenar. ¡Ya verás qué chulo!
Diego abrió su maleta, apartó la ropa y las zapatillas y la sacó de allí. No podía conocer un parque sin su pelota…
La mañana siguiente, la primera en su nueva casa, amaneció perfecta. Lo despertaron con abrazos, un Cola Cao templado y galletas de dinosaurios. Parecía mentira que la vida pudiera cambiar en unas horas, que el futuro tuviera una luz que nunca había visto encendida en la casa cuna.
Pero, al ir a salir a la calle, se dio cuenta: ella no estaba. La tarde anterior, con tantas emociones, habitación nueva y lámpara propia, se había olvidado de su pelota. Se le rompió el corazón…
Bajaron los tres al parque a toda prisa, lo recorrieron de arriba abajo. Diego lloraba con ese llanto tan fuerte que te deja sin respiración y acaba en hipo.
-Te compramos otra.
-No, la quiero a ella.
-Seguro que encontramos una igual.
Una igual no. La quiero a ella.
Manoli era la barrendera más conocida del barrio, gritaba y decía tantos tacos que despertaba pasiones encontradas, la querías o la detestabas. Aquel día, Diego empezó a quererla con una fuerza inusitada.
La barrendera había recogido la pelota de un alcorque plagado de hojas. La llevaba en el carrito porque le dio pena tirarla al contenedor. Cuando Diego la vio, se le cortó el hipo en seco. Lo recuerda perfectamente, o se lo han contado tantas veces sus padres que él cree que fue así…
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