Qué ven mis ojos

El diez era el número uno

Diego Armando Maradona junto a Pele y el presidente de la FIFA, Joao Havelange, durante el encuentro entre Italia y Argentina en 1987.

Convirtió el número 10 en el número uno; hizo innecesario su nombre completo porque cuando decías Diego ya no había más que añadir; su historia mezcla de forma inverosímil la mitología y la telenovela... y así todo: Maradona es en sí mismo un antes y un después, alguien que pintó una raya en el campo, él a un lado y el resto al otro, y que si ahora es una leyenda, antes ya era un icono sin equivalente en el mundo del fútbol, alguien que estaba por encima de las comparaciones y las clasificaciones porque fue algo más difícil que ser el mejor: fue único. Y es absolutamente igual lo que hiciese fuera de los estadios, porque cuanto más se suicidaba, más inmortal se volvía. De hecho, ya lo era cuando aún estaba vivo, y eso ocurre con muy poca gente.

Su gol más famoso, casi tanto como él mismo, no fue un gol sino un sueño, el que tienen todos los niños y niñas del mundo que una noche, en la oscuridad de su cuarto y con el balón debajo de la cama, imaginan que un día, en un campeonato del mundo, mientras se enfrentan a la selección de Inglaterra, justo el país que acaba de hundirte los barcos y quemarte las banderas en las Islas Malvinas, van a regatear a medio equipo contrario, a detener el tiempo y cortarle la respiración a una nación entera y, con la pelota ya en la red, a protagonizar una venganza que hizo salir el sol, aunque fuera durante unos segundos, en una Argentina sepultada en las tinieblas de la dictadura. Aquella jugada interminable acabó bien y pervivirá en la memoria no sólo como una hazaña, sino también como una obra de arte. Maradona era un genio, pero además tenía el don de la oportunidad. Lo que le faltaba.

En España no terminamos de disfrutarlo como a otros colosos, Alfredo Di Stefano o Cruyff, por ejemplo, a causa de la violencia con que lo maltrataron las defensas adversarias, sin que los árbitros de aquella época se diesen cuenta de que estaban viendo de brazos cruzados cómo un gamberro le pintaba bigotes a la Gioconda. Se fue en parte por eso, aparte de por esas otras cosas que siempre lo perseguían, o él las atraía lo mismo que un imán a un clavo ardiendo, e hizo ganar al Nápoles una Liga que antes de su advenimiento nunca había conseguido ningún equipo del sur de Italia. Se dice que en un frasco de vidrio que custodian en un altar de la ciudad los fieles para los que dios se escribe con de Diego, se guardan las lágrimas que el héroe vertió al lograr ese scudetto. Todas las religiones son hiperbólicas, esta también.

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Es verdad que cada paso que daba en una escalera Maradona era a la vez hacia arriba y hacia abajo, que se hundía al mismo tiempo que se elevaba, muy probablemente porque nadie está preparado para convertirse de un día para otro en un ser al que casi se sitúa más allá de lo humano. Y cualquiera sabe que, a esos niveles, entre los aduladores siempre están los vendedores de manzanas envenenadas, pero ¿y qué? Nada de lo que hiciera Cervantes cuando no escribía va a empequeñecer el Quijote. Pues esto es lo mismo, aunque sea otra cosa.

En uno de los armarios de mi casa hay un tesoro. Es una camiseta de Boca Juniors firmada por él. Me la envió a mi casa desde Buenos Aires, a la vuelta de un largo viaje promocional en el que no hubo entrevista en la que no dijera que la poesía no es un género sino una manera de hacer las cosas, de convertirlas en magia, y que eso puede ocurrir también en una novela, una película, un cuadro “o un partido, si el que la lleva es Maradona”. Nunca me he atrevido a estrenarla, ninguna ocasión me pareció a la altura de semejante reliquia, y mira que me han pasado cosas realmente bonitas en todos estos años.

Nunca hubo nadie como él. Nunca volverá a haberlo.

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