El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Elogio de la queja y encomio de la tarea del Defensor
La queja, excusa y motor del reconocimiento de derechos
Hay muchas y buenas razones para la crítica de la queja como recurso social y político. Basta recordar lo que escribió Robert Hugues en su The Culture of Complaint. (1993) y, en otro sentido, el ensayo de Daniele Giglioli, Crítica de la víctima (2017). Se ha dicho todo contra la autocompasión, el populismo y el paternalismo, como estigmas del discurso de la indignación estéril, que banaliza lo que de genuino había en el popular panfleto de Stephane Hassel, ¡Indignaos! (2010), un texto que, en su versión en castellano, venía acompañado por una reflexión de Jose Luis Sampedro. Por no hablar de la confusión entre queja y rebelión, que está en la raíz del movimiento social del que nació Podemos.
Resumo: la indignación, sin más, no construye nada. Y haber sufrido un agravio no da legitimidad para imponer tu criterio a los demás y, menos aún, para erigirte en el legislador en materia penal.
Dicho esto, veamos la otra cara de la moneda: lo mejor del Derecho, lo más próximo a la idea de justicia, nace precisamente de la queja, o, por mejor decir, de la racionalización de la respuesta frente al agravio, de la queja constructiva. Lo aprendemos en hitos literarios como Antígona, Shylock, Don Quijote, o Michael Kohlhaas.
El sentimiento, la percepción de lo injusto, es el motor histórico de los mejores avances en el reconocimiento de los derechos o, si se prefiere, es el núcleo de la idea de lucha por el Derecho que explicó magistralmente el jurista Jhering. Ese sentimiento ilumina los cahiers de doléances, sin los que no se puede entender la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del 89, o de la noción de satyagraha que está en el corazón de la lucha pacífica de Gandhi por la independencia y los derechos de los súbditos de la joya de la corona británica, como también de lo mejor de los movimientos por los derechos civiles en los EEUU, que encarnan por ejemplo Rose Parks o Martin L. King, con su metáfora del cheque impagado desde 1776 a una buena parte de la población estadounidense.
La lección, reitero, es que los derechos no se activan, ni se mantienen, ni se desarrollan, sin el movimiento de queja, sin la institucionalización de la presentación, argumentación y respuesta a la queja: así, la respuesta a algunas de ellas consigue alcanzar la dimensión de ley. Por descontado, buena parte de esas quejas se canalizan en la actividad ante los tribunales. Pero no basta. Permítanme recordar ahora algunas nociones elementales acerca de una de las vías por las que, además de los tribunales, se pretende canalizar el sentimiento de lo injusto, la queja y darle respuesta.
Los derechos no se activan, ni se mantienen, ni se desarrollan, sin el movimiento de queja, sin la institucionalización de la presentación, argumentación y respuesta a la queja: así, la respuesta a algunas de ellas consigue alcanzar la dimensión de ley
Institucionalizar la defensa y respuesta a la queja: la tarea del Defensor del Pueblo
Como habrá supuesto el lector, me refiero a la institución del ombudsman, que aquí conocemos como Defensor del Pueblo (en el ámbito autonómico, con diferentes denominaciones equivalentes a ésta: ararteko, síndic de greuges, valedor do poblo…).
De acuerdo con el artículo 54 de nuestra Constitución y con su ley orgánica (L.O. 3/1981), el Defensor tiene como función “la defensa de los derechos comprendidos en este Título (esto es, el título I, “De los derechos y deberes fundamentales”), a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”. Queda configurado como una autoridad independiente (artículo 6.1): “no estará sujeto a mandato imperativo alguno. No recibirá instrucciones de ninguna Autoridad. Desempeñará sus funciones con autonomía y según su criterio“.
El Defensor –los Defensores, insisto– recibe las quejas, los agravios de los ciudadanos en relación con el funcionamiento de las administraciones o entidades públicas que consideren que han vulnerado sus derechos. El campo en que debe ejercer tal control es amplísimo: de la salud a la educación, de la igualdad de trato a las políticas sociales, del empleo a la vivienda, de la seguridad ciudadana al medio ambiente, las migraciones o los servicios públicos esenciales. A ello se añade que, en nuestro país, el Defensor asume la función del mecanismo nacional para la prevención de la tortura. En el ejercicio de sus funciones, “todos los poderes públicos están obligados a auxiliar, con carácter preferente y urgente, al Defensor del Pueblo en sus investigaciones e inspeccione” (artículo 19.1) Como consecuencia de sus investigaciones, el Defensor puede dirigir a las autoridades correspondientes “advertencias, recomendaciones, recordatorios de sus deberes legales y sugerencias para la adopción de nuevas medidas. En todos los casos, las autoridades y los funcionarios vendrán obligados a responder por escrito en término no superior al de un mes” (artículo 30.1). Aunque las resoluciones del Defensor no tienen fuerza vinculante –como las de los tribunales– para corregir las vulneraciones de derechos objeto de las quejas, del incumplimiento de ellas pueden seguirse responsabilidades.
En cumplimiento de su tarea, cada año el Defensor eleva a las Cortes Generales (Congreso y Senado) un informe, como el que hace apenas una semana entregó su titular, Ángel Gabilondo, a los presidentes del Congreso y del Senado, por lo que se refiere al año 2022 y que en buena medida aún se refiere al mandato de quien –a mi juicio– durante varios años fue un excelente Defensor, aunque de iure sólo estuviera en funciones de tal, Francisco Fernández Marugán. Esos informes son lectura obligada para cualquiera que tenga el menor interés sobre la situación de los derechos humanos en nuestro país. Y digo en nuestro país porque es importante subrayar que la actuación del Defensor está abierta no sólo a los ciudadanos españoles, sino también a los extranjeros, sin condicionantes de edad o situación legal. Una atención permanente, 24 horas de 24, todos los días del año, no sólo presencial, sino también por correo postal, por teléfono y online. Y es gratuita. La web del defensor es un instrumento realmente accesible y constituye un instrumento muy útil.
El informe de 2022 da cuenta de un ligero incremento en las quejas respecto a 2021 –algo más de 2.000 y un total de 31.077 quejas–, como resultado de las cuales se emitieron 739 recomendaciones, 1392 sugerencias y 365 recordatorios de deberes.
Entre las quejas reseñadas en el informe de 2022, destacan las relativas al funcionamiento de la sanidad, en aspectos como la medicina familiar, la atención primaria y las listas de espera. Pero también en lo que se refiere a la atención a los ciudadanos en la seguridad social y en los servicios de empleo. Y sin olvidar un importante déficit, el de la administración digital, donde se advierte una injustificable asimetría entre la obligación a los ciudadanos de acudir a esos medios digitales cuando se dirigen a la administración (incluso como única vía) y la accesibilidad y agilidad de los mecanismos digitales de la administración, junto a una preocupante tendencia a privar de la atención presencial. Una tendencia particularmente grave cuando hablamos de los ciudadanos que sufren mayores dificultades con esos medios.
Una institución incómoda para el poder, desde la comodidad para los ciudadanos
Las características de la institución del Defensor –de los Defensores– exigen independencia y firmeza en la tarea de control, que es de crítica inevitable para la garantía de mejora de la práctica de los derechos humanos. Para explicar su tarea, he acudido alguna vez a una fórmula paradójica: exige un equilibrio que no es fácil, porque debe ser a la vez incómoda, pero muy cómoda. Incómoda para quienes deben ser objeto de control, para el poder. Y muy cómoda, para los aquejados, ciudadanos. Creo que, sin demérito de anteriores titulares, en el tiempo en que vienen ejerciendo sus funciones el actual Defensor y sus Adjuntos han dejado patente su voluntad de llevar a cabo al máximo de lo posible ese difícil equilibrio, en asuntos particularmente complicados, como el procedimiento aún en curso sobre los abusos sexuales cometidos en el seno de instituciones de la iglesia católica y su investigación y posterior informe acerca de la tragedia en la valla de Melilla y las responsabilidades en que se incurrieron en esos terribles hechos.
Pero lo que me interesa poner de relieve es algo que no siempre se destaca y que Ángel Gabilondo ha sabido subrayar con motivo de la presentación del Informe 2022. Se trata de poner de relieve que, aunque el principal cometido de la institución del Defensor es la tarea de control de las administraciones públicas en el ejercicio de los derechos de los ciudadanos, lo más importante es algo que no se dice en la Constitución, ni en la Ley Orgánica, pero que el actual Defensor, Angel Gabilondo, y el equipo de la institución han comprendido perfectamente y que la alejan del paternalismo, del buenismo ineficiente, un riesgo evidente para la institución. Ángel Gabilondo sostuvo en la presentación del informe una tesis que es a mi juicio imprescindible: “el informe (…) no es una sucesión de avatares o circunstancias que conciernen a los ciudadanos, sino que cabría decir que ellos son en gran parte los protagonistas y redactores del mismo, que constituye una determinada radiografía de la sociedad española".
Destaco la advertencia de Gabilondo porque creo que expresa perfectamente la lógica de los derechos: éstos no son concesiones ni privilegios que se otorgan a los ciudadanos. Son atribuciones de las que los ciudadanos son titulares y por ello debemos ser conscientes de que es a nosotros, a los ciudadanos, a quienes nos corresponde el protagonismo, el deber de un compromiso activo en su ejercicio y defensa. Porque los derechos no están adquiridos, ni garantizados de modo absoluto y para siempre. Se violan de continuo e incluso pueden ser reducidos, aniquilados.
Es un mensaje también de calidad democrática: una sociedad es mejor cuando sus ciudadanos entienden que no son –no somos– consumidores pasivos de los derechos, como mercancías que se nos venden u ofrecen. Hay que pelear por ellos, y de ahí la importancia de la queja. De la queja que no se limita a la indignación o al insulto. La queja que se plantea y se pelea en buen derecho.
Por eso, como concluía Ángel Gabilondo, el informe es una radiografía de la sociedad. Lo es sobre todo en el sentido de que, desviaciones y abusos de los pleiteantes obtusos aparte, los ciudadanos de nuestro país somos cada vez más conscientes de la necesidad de vigilar, para hacer cumplir con nuestros derechos. Y eso, aunque pueda ser incómodo, es señal inequívoca de la vitalidad democrática de nuestra sociedad.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València..
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