Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Frente al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad
Cuentan que debemos prepararnos para el colapso invernal. Cortes de luz, pobreza energética, precios por las nubes, la inflación disparada, manifestaciones y protestas, desastres climáticos, millones de desplazados por una guerra que se prolonga indefinidamente… Al parecer, es imposible parar a Putin. Todo va mal. Europa está al borde de la recesión y nadie se atreve a rechistar. Eso es lo peor, que escuchamos el relato resignados e impotentes, como si la situación fuera irreversible. No es lo mismo, sin embargo, fabricar un relato que contar los hechos tal como son. No digo que el relato sea una burda mentira, pero sí una de las múltiples versiones de la realidad que se construye con un propósito deliberado. En este caso, tal vez provocar desconfianza y malestar social. Frente a la percepción de que entramos en un otoño apocalíptico habría que plantearse tres preguntas: ¿Cómo se ha creado tal sensación de malestar? ¿A quién beneficia? ¿Existe la posibilidad de modificarla?
Comenzaré con una autocrítica. Los periodistas tenemos un alto grado de responsabilidad en que haya cundido el pánico. No hay duda de que, en palabras de Einstein, la realidad es una ilusión muy persistente y que los datos enunciados en las primeras líneas son categóricos. Incluso podría añadir muchos más desastres si quisiera avivar el incendio. Lo nuestro, lo de los medios de comunicación, es una verdad incómoda. Cada informativo de radio o de televisión y los titulares de los medios digitales e impresos son buena prueba de la toxicidad que nos rodea.
Me dirán que es irremediable dar testimonio de las calamidades. Recordaré, en defensa propia, que no es fácil hablar de la belleza de este mundo cuando, en muy poco tiempo, hemos vivido una pandemia que nos ha forzado a un confinamiento global, un cambio climático con fenómenos meteorológicos extremos, una grave crisis económica en la que estamos inmersos y una guerra de consecuencias imprevisibles. Pero ese cúmulo de información negativa está creando el clima de que todo va mal y tiende a empeorar.
El resultado es que los menores de veinticinco años no consumen los medios tradicionales porque “les da bajón” y solo buscan las noticias en redes sociales como Instagram, TikTok y YouTube. La política, la economía y los sucesos afectan negativamente al estado de ánimo, no solo de los más jóvenes, también de los adultos que huyen de los informativos como de la peste. Consideran que defienden intereses políticos sectarios, son poco fiables, difunden bulos y, sobre todo, te dejan la moral por los suelos. Eso dicen algunos sondeos e informes nacionales e internacionales.
Europa está al borde de la recesión y nadie se atreve a rechistar. Eso es lo peor, que escuchamos el relato resignados e impotentes, como si la situación fuera irreversible
Las encuestas, por cierto, tampoco contribuyen a levantar el ánimo y, además, se utilizan de manera instrumental para crear estados de opinión y condicionar el sentido del voto, más que para dar una idea aproximada de la realidad. Tanto es así que los líderes políticos bailan al ritmo que les marcan las encuestas y adaptan sus decisiones en función de las tendencias. Y, sin embargo, algunos sondeos son tan inútiles como escasamente fiables, con todo respeto a los analistas demoscópicos, que solo son responsables de la metodología y no de la manipulación política posterior. Aunque, dicho sea de paso, el método podría ser más eficaz si se hicieran cuestionarios más abiertos y se mejorase la formación de los entrevistadores. Lo cierto es que se desconfía siempre de los resultados y más aún si están elaborados por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), cuya credibilidad e independencia siempre pone en duda la oposición.
Tengo la costumbre de archivar, desde hace años, los resultados estadísticos más destacados y en todos ellos los sociólogos llegan a una conclusión, quizá no muy sutil, pero reincidente, de que los españoles somos conformistas, pasivos, desconfiados y tendemos a criticar lo que nos rodea, en la misma medida que nos valorarnos a nosotros mismos. Excepto de nuestra pequeña parcela, nos quejamos de todo lo demás. El apocalipsis no afecta a nuestra felicidad. ¿Cómo se explica la disgregación entre uno mismo y el mundo que le rodea? La interpretación más reiterada es que se ha consolidado la idea, repetida hasta la saciedad en las noticias, de que la situación es catastrófica, pero personalmente nos damos cuenta de que no nos va tan mal como nos cuentan.
El pesimismo goza de un inmerecido prestigio. Se le supone riguroso, documentado y erudito, propio de politólogo bien informado. El optimismo, por el contrario, forma parte del pensamiento blando o débil, en el que predomina la forma sobre el fondo, la apariencia sobre la realidad, lo ingenuo y frívolo sobre la experiencia y el conocimiento. Me resisto a poner el ejemplo de la celebrity en la que todos estamos pensando.
Una vez señalado el origen del estado de malestar y el pensamiento débil, solo queda destacar a sus beneficiarios. Cuando se supone que todo va mal y la gente mira pasivamente el espectáculo, los populistas se frotan las manos. No recuerdo quién dijo que este tipo de crisis son trituradoras de Gobiernos, por más que tomen medidas para mitigar el daño de los afectados. Es lo que Maalouf llamaba, con tanto acierto, la tentación del precipicio, es decir, saltar al vacío arrastrando en la caída a todo el que se ponga por delante. Y ya, para terminar, solo nos queda la resignación, el negacionismo o la lucha. Hay un lema de Gramsci que se cita mucho en estos días, una frase que repitió a lo largo de toda su vida: frente al pesimismo del intelecto, el optimismo de la voluntad. Reconocer que las cosas no van bien, pero hay que plantar cara a la desesperanza y no caer en el quietismo y en la rendición.
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Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios
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