50 años, ¿de qué? Cristina Monge
Ya era hora
Cuando se aprobó la conocida como ley mordaza, el gobierno de Rajoy declaró hacerlo para luchar contra la violencia y el vandalismo, para “sancionar mejor”, dijeron, a la par que agitaban el temor a una supuesta inseguridad ciudadana y terrorismo callejero muy alejados de la realidad que expresan las encuestas sobre las preocupaciones sociales que no indicaban inseguridad entonces como no lo hacen ahora (recordemos que el CIS de julio de este año la sitúa en la posición 20 en la escala de interés). Sin embargo, se aprovechó el instrumento legal para restringir la libertad de los ciudadanos, cuando no para conculcar los derechos fundamentales en un sentido más amplio.
Se optó por un derecho penal de la peligrosidad cuando tal peligrosidad no existía. Llegó a decir el entonces ministro Fernández Díaz que se trataba de dar instrumentos a las fuerzas y cuerpos de seguridad para que cumplieran mejor un mandato constitucional mientras que, por cierto, él lo infringía por la puerta de atrás a través de la irónicamente denominada policía patriótica con su trabajo de espionaje a líderes políticos y diputados de la oposición.
Mas allá de la contundente reacción política que generó en las Cortes Generales, ha sido aún más sólida y mantenida en el tiempo la reacción social, hasta internacional, que llevó a la propia ONU a través de su Comité de Derechos Humanos a expresar sus reticencias al respecto de una norma que, bajo su criterio, "podría amenazar los derechos de expresión, asociación y reunión pacífica actuando como un elemento disuasorio para los ciudadanos en su legítimo ejercicio de tales derechos".
La alarma social colectiva no es sino la reacción ante una normativa que sigue legitimando la patada en la puerta (esta no es mérito suyo sino atribuible al ministro Corcuera), pero también los cacheos, retenciones y el ejercicio de una amplia discrecionalidad policial tanto en este ámbito individual como en la disolución de concentraciones o manifestaciones sin que además estos cuerpos de seguridad deban identificarse con claridad ni se les pueda grabar en el ejercicio de sus actuaciones. Esto impide el control de una actividad que, recordemos, monopoliza legítimamente la violencia, pero nunca de manera arbitraria o desproporcionada provocando impunidad para ellos e inseguridad para la ciudadanía.
La impugnación de la norma a la reivindicación y protesta ciudadana consagrada constitucionalmente es nítida. Pensemos en la propia actuación sindical, que se ve obligada a limitar su ejercicio a la autorización administrativa previa, impidiendo las reacciones inmediatas y urgentes ante circunstancias sobrevenidas y realizadas con inmediatez mediante las redes sociales. O la indignación espontánea de las personas trabajadoras. No es menor tampoco el ataque a las personas migrantes mediante las conocidas como devoluciones en caliente sin atender a sus circunstancias, necesidades ni a los derechos humanos que les corresponden, de los que la norma les despoja más o menos de tapadillo, saltándose la propia ley de extranjería y el artículo 9.3 de la Constitución, lo que perjudica con mayor crudeza a los menores no acompañados y a las víctimas de trata.
Lentamente y en silencio se ha ido colando en nuestras vidas como una red silenciosa que nos hace reprimirnos al convocar, al participar, al protestar, que nos limita la libertad de juntarnos, que nos hace así menos ciudadanos en tanto menos conscientes de unos derechos que nos hurtan
Merece especial atención para quien les escribe y en tiempos de puesta en cuestión de la actuación de medios o pseudomedios de comunicación las violaciones flagrantes a la libertad de información que propició la ley mordaza que permite vulnerar el derecho/deber de los medios de comunicación en el sentido en que pueden ser impedidos en el ejercicio de informar y captar imágenes si perjudican el “éxito de la operación policial de que se trate”, autorizando además el secuestro no judicial del material informativo, todo ello expresado con una indeterminación lo suficientemente amplia como para ser interpretados con la conveniente dureza por los órganos administrativos o jurisdiccionales de turno, facilitando en consecuencia la censura.
Naturalmente, a la tipificación de estas actuaciones que se ven criminalizadas les sigue un régimen de sanciones agravadas y una extensión de la responsabilidad a los convocantes o alentadores de las reuniones señaladas, estableciendo un criterio de responsabilidad presunta muy alejado de los principios básicos del derecho penal y hasta del administrativo, que exigen individualizar la actuación, la responsabilidad y la pena, en la medida en que debe recaer sobre la conducta propia y difícilmente sobre la de un tercero.
En definitiva, lo que llevó a cabo la ley mordaza, y ya se dijo en su momento, fue conformar una norma penal con nombres y apellidos, dirigida a castigar y atemorizar a entidades muy concretas y a movimientos determinados: desde Greenpeace a Femen o a entidades antidesahucio y desde luego al movimiento sindical.
Sé que me he puesto un tanto intensa en la descripción de una norma que no debió aprobarse nunca en esos términos, que nos prometieron derogar tiempo atrás y que causa verdadero sonrojo si se analiza con un mínimo de rigor. Lentamente y en silencio se ha ido colando en nuestras vidas como una red silenciosa que nos hace reprimirnos al convocar, al participar, al protestar, que nos limita la libertad de juntarnos, que nos hace así menos ciudadanos en tanto menos conscientes de unos derechos que nos hurtan.
Espero que el anuncio de hace unos días vaya en serio, que la coalición de gobierno y los grupos parlamentarios actúen con decisión y con responsabilidad y estén a la altura de una sociedad que merece crecer democráticamente en ejercicio de sus plenas libertades que hoy y bajo el amparo de esta normativa están cercenadas.
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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.
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