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Sobre la oportunidad de la desobediencia civil (a propósito de una polémica reciente)

Un párrafo de la memoria de la Fiscalía correspondiente al año 2022, en el que se menciona a organizaciones como Extinction Rebellion y Futuro Vegetal dentro del epígrafe sobre terrorismo y como una amenaza creciente, ha vuelto a reavivar el debate en torno a las manifestaciones de desobediencia civil, en este caso vinculadas a las reivindicaciones del ecologismo, concretamente a lo que de forma muy imprecisa se denomina “ecologismo radical”. Antes de examinar el alcance de lo que, a mi juicio, es un error desafortunado (de hecho, al día siguiente de que diferentes publicaciones denunciaran este asunto, la Fiscalía desmintió oficial y rotundamente que las considere organizaciones con actividad terrorista), convendrá recordar algunas consideraciones sobre el fenómeno de la desobediencia civil.

Desobediencia civil: una noción compleja y exigente

La desobediencia civil (en adelante, DC), es un fenómeno de larga tradición histórica y que no se reduce al ámbito occidental, donde constituye una constante. Eso no quiere decir que no encierre polémica. Ha sido así desde que Sófocles describiera las razones de Antígona para oponerse al mandato del tirano Creonte, y también respecto a manifestaciones contemporáneas de la DC, como los movimientos civiles y colectivos de desobediencia que, siguiendo los argumentos de Thoreau, encabezaron el Mahatma Gandhi o Martin Luther King, o, más recientemente, iniciativas como Black lives Matter o Me Too. Se trata de la DC entendida no como una actividad delictiva, criminal, sino más bien al contrario, como un instrumento de la lucha por los derechos, como expresión coherente con el espíritu de la democracia y del Estado de Derecho. Por eso se puede decir que la DC es un ejercicio legítimo del derecho primigenio a decir no, del imperativo que nos lleva a exigir que quienes pretenden que obedezcamos sus mandatos lo justifiquen adecuadamente: como sostuviera Howard Zinn, la cuestión no es por qué desobedecer, sino por qué hay que obedecer. Lo que sucede es que en sociedades democráticas y en las que impera el Estado de Derecho, existe una presunción general a favor de la legitimidad de sus mandatos. Una presunción que, en casos concretos, puede ponerse en entredicho: por eso la DC. Ahora bien, es preciso ponernos de acuerdo en torno a lo que podemos y debemos considerar DC, y no simplemente desobediencia o rebelión.

Aunque no existe un acuerdo completo, comúnmente se admite que, para poder hablar de DC, deben concurrir unos rasgos. En primer lugar, su alcance colectivo, político, a diferencia de la objeción de conciencia, que pretende la exención de un deber individual. En segundo lugar, supone la impugnación de un mandato jurídico vigente, aunque hay que señalar que la DC puede consistir en la violación del mandato impugnado (DC “directa”) o bien en violar otro mandato jurídico cuyo fundamento no se impugna, con el fin de llamar la atención sobre el mandato realmente impugnado (DC “indirecta”: por ejemplo, las sentadas que violan el código de circulación para llamar la atención sobre una ley o una sentencia o una decisión administrativa concreta). Además, el calificativo civil se traduce a su vez en varias exigencias: el carácter pacífico de la desobediencia, que requiere distinguir entre daño y violencia; su dimensión pública o abierta, que aleja la desobediencia civil de la criminal, porque lo que persigue es apelar a la opinión pública para que revise la pertinencia de revertir una decisión que ha sido adoptada legalmente; y en tercer lugar, el rasgo más polémico, la disposición a aceptar el castigo, que hace que el disidente no sea un delincuente, porque en el fondo de su acción subyace la aceptación de la legitimidad del sistema y su objetivo es mejorarlo, esto es, expulsar del sistema la norma, la decisión judicial o administrativa que se desobedece, porque se considera incoherente con él. Esto supone, obviamente, que aunque quepa recurrir a acciones de DC en regímenes autocráticos o dictaduras, en ese caso se apela a otro orden de legitimidad, como el Derecho internacional de los derechos humanos. En sociedades democráticas, insisto, es en la aceptación de la legitimidad del sistema donde está el quid de la DC, es decir, la diferencia entre DC y otras formas de disidencia, de resistencia o de derecho a la protesta, como la rebelión.

Finalmente, y este es también un rasgo controvertido, la DC en sociedades democráticas es una suerte de último recurso, precisamente porque se supone que quien la practica en sociedades regidas por el Estado de Derecho y la democracia, trata de conseguir la atención de la mayoría y de los poderes públicos para conseguir que se revierta una ley, una decisión judicial o administrativa, precisamente porque la consideran no conforme con los principios de legitimidad democrática a la que apelan los desobedientes.

Otro matiz que conviene señalar es que una cosa es la manifestación del derecho de protesta en que consiste la DC como tal, y otra que se recurra a técnicas o tácticas de desobediencia civil (sentadas, bloqueos de edificios públicos, interrupciones de actos o campañas públicas, siempre no violentas, etc) por parte de grupos que no persiguen los objetivos políticos característicos de la DC, o ni siquiera observan sus exigencias pues, por ejemplo, lo que plantean es un problema de oportunidad (la construcción de un pantano que anega un núcleo poblacional, el trazado de una obra pública, etc), o porque simultanean esas tácticas con otras abiertamente violentas, o bien porque no aceptan la legitimidad del sistema, porque, por ejemplo, se muestran ajenos al consenso básico (constitucional, o de derecho internacional de los derechos humanos) al que apelan los movimientos de DC. Por esa razón he escrito en diferentes ocasiones que, a mi juicio, los CDR que han actuado en el marco del procés, si bien podían recurrir en ocasiones a tácticas propias de la DC, no constituyen en sentido propio un movimiento de DC.

Lo que parece verosímil es que en adelante las prácticas de DC se vinculen a los “nuevos derechos”, esto es, no sólo a la garantía de las necesidades básicas entendidas como derechos y libertades individuales, sino también, por ejemplo, a la defensa de bienes fundamentales, comunes a toda la humanidad. Y también parece claro que la dimensión internacional de los derechos humanos aparece como el verdadero horizonte de legitimidad compartido, más allá incluso del consenso que expresa la parte dispositiva de las Constituciones, lo que confiere una posibilidad más abierta a la hora de fundamentar la legitimidad de la que se reclama la DC. 

En todo caso, me parece claro que criminalizar la DC, entenderla como un instrumento antidemocrático, inaceptable desde el punto de vista del Estado de Derecho, es un error de concepto. La DC en sentido estricto, tal y como he tratado de explicar, es una manifestación legítima del derecho a la protesta, y por tanto un elemento dinamizador en sociedades democráticas. Eso sí, hay que ser exigente en el respeto a sus condiciones: no toda manifestación de protesta, no todo ejercicio de desobediencia, es DC. Si la desobediencia es civil, puede ser contraria a la legalidad, pero no por ello es necesariamente contraria a Derecho ni a la democracia. Esto es especialmente claro en el caso de la DC indirecta, esto es, los actos que infringen un mandato jurídico (un precepto legal, una orden administrativa, una decisión judicial, formalmente vigentes), para llamar la atención sobre la falta de legitimidad democrática.

Criminalizar la Desobediencia Civil, entenderla como un instrumento antidemocrático, inaceptable desde el punto de vista del Estado de Derecho, es un error de concepto

La DC y la defensa de un mundo sostenible

Como he apuntado, el abanico de causas que dan pie al ejercicio del derecho de protesta es muy amplio. Baste pensar en la causa pacifista y la lucha contra la carrera armamentística nuclear, que inspiró a científicos y filósofos que practicaron la DC en la segunda mitad del siglo XX, como Bertrand Russell. Ese es el marco en el que conviene situar el vínculo entre DC y movimientos ecologistas que, a su vez, es la cuestión a la que se alude en el confuso párrafo de la memoria de la Fiscalía de 2022.

He recordado que el alma de la mejor desobediencia civil es la defensa de la lucha por los derechos. Pues bien, como anticipaba, hoy está claro que no se trata sólo de los tradicionales derechos y libertades individuales (más amenazados en el caso de individuos y grupos minorizados), de la lucha por la garantía equitativa de nuestras necesidades básicas, sino también y sobre todo bienes comunes fundamentales que se traducen en deberes, como el equilibrio con las demás especies y con la vida misma, el cuidado de las aguas, del aire, en suma, del medio ambiente sostenible, tal y como ha propuesto Luigi Ferrajoli en su imprescindible ensayo La Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada.

Aunque canse, frente a quienes sostienen posiciones negacionistas es imperativo recordar una y otra vez la evidencia que nos ofrecen de forma inequívoca y diría que abrumadora los testimonios científicos, pero que están al alcance de cualquier ciudadano que se tome la molestia de mirar alrededor: con eso basta para entender por qué, por ejemplo, el Mediterráneo es ya zona cero del cambio climático, cuáles son sus consecuencias. De esa constatación nace el que muchos sientan el imperativo prioritario de actuar, de exigir a las autoridades públicas que actúen. Ese es el motor de estas nuevas manifestaciones de la DC, la convicción de su necesidad, ante la evidencia de que la mayoría de nuestros gobiernos –con alguna notable excepción, entre la que creo que hay que situar al gobierno español de coalición– arrastran los pies simplemente para cumplir los objetivos mínimos del Acuerdo de París de 2015 con el que concluyó la COP 21, que estableció el marco global para la lucha contra el cambio climático, para una transición hacia una economía que reduzca las emisiones y permita frenar el cambio climático. Es significativo que la UE, aparentemente comprometida en ese objetivo, decidió en julio de 2022 adoptar posiciones pragmáticas que rescatan energías contaminantes incluyéndolas en la etiqueta verde.

Promovida entre otras por organizaciones como Extinction Rebellion o Rebelión Científica, se han llevado a cabo recientemente acciones y campañas de DC para llamar la atención sobre esta resistencia a un compromiso efectivo con esos compromisos incumplidos. Y en esas acciones, insisto, se han implicado también científicos e investigadores, como lo hicieron los quince activistas de Rebelión Científica que arrojaron zumo de remolacha biodegradable sobre la fachada del Congreso en abril de 2022. Seis de ellos fueron juzgados en marzo de este año. No son delincuentes: al contrario, creo que son expresión de la mejor toma de conciencia de nuestra sociedad sobre por qué es urgente actuar. La argumentación científica en la base de esas actuaciones de DC en Alemania, España o el Reino Unido me parece poco discutible. Otra cosa es que, a mi juicio, quienes actúan así deberían ser conscientes de que su DC indirecta debe llevarles a asumir la sanción por infringir un mandato que protege, por ejemplo, la indemnidad del edificio del Congreso de los Diputados, como cuando con un sentada se impide el acceso a un edificio público (todos recordamos a Jane Fonda, Martin Sheen o Georges Clooney en situaciones similares, que acarrean en los EEUU detención y penas de multa).

Pues bien, volvamos a la polémica. Si uno lee el párrafo de la memoria de la Fiscalía que alude a estas actividades (página 482) y lo toma como descripción, me parece perfectamente asumible. Veamos lo que ahí se dice:

“Los colectivos ecologistas, al igual que está ocurriendo a nivel internacional, han incrementado notablemente su actividad, tanto cualitativa como cuantitativamente, pasando de las habituales acciones reivindicativas de desobediencia civil no violenta, a realizar acciones de mayor calado que, al contrario de las anteriores, ya no tienen tanta aceptación y beneplácito en el conjunto de la ciudadanía. Acciones como las llevadas a cabo en diferentes museos no han sido bien acogidas, siendo numerosas las críticas recibidas. Si inicialmente fue Extinction Rebellion (XR) y sus grupos satélites quienes realizaron estas actividades, ahora es Futuro Vegetal quien está acaparando las acciones, especialmente en el marco de la campaña contra el sector cárnico. Es previsible que las acciones continúen, e incluso se incrementen al incorporarse cada día más jóvenes a estos grupos que defienden modelos de sociedad sostenible”.

Este párrafo, más allá de alguna expresión discutible, como el hecho de que actuaciones como las de pegarse las manos en paredes o en marcos de cuadros en los museos se califiquen como acciones de “mayor calado, distintas de la DC no violenta”, cuando no hay violencia alguna, me parece asumible. Incluso creo que ofrece motivos de esperanza el vaticinio de que cada vez se incorporen más jóvenes “impulsados por la defensa de un modelo de sociedad sostenible”.

El problema es que todo ello se incluye como apartado 3 (“Evaluación actual de las amenazas”), del epígrafe 4.5.2 de la Memoria (páginas 473-482), dedicado a “terrorismo nacional”, en el que, junto a terrorismo de ETA, al “independentismo violento radical gallego”, al “Movimiento violento independentista catalán”, se incluye al “ecologismo radical”. Por supuesto, no niego que algunas actividades de esos grupos (obviamente, las de la hoy disuelta ETA) puedan encajar en la tipología de delitos de terrorismo tal y como se recogen en el Capítulo VII del título XXII del libro II de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Corresponde a los jueces establecerlo. La confusión ha dado lugar a condenas por parte de diferentes organizaciones y partidos y a la exigencia de rectificación.

A mi juicio, la inmensa mayoría de las actuaciones del confusamente denominado “ecologismo radical”, tienen poco que ver con el estereotipo propiciado por películas como la distopía dirigida en 1995 por Terry Gilliam Doce monos, inspirada en un mediometraje de Marker, de 1962, La jetée, aunque todo fundamentalismo –y lo hay en alguna facción del movimiento ecologista– entraña el riesgo de despreciar vidas y propiedades de quienes no se justan a su creencia: lo vemos todos los días.

En todo caso, convendría que, coherentemente con el comunicado difundido por la propia fiscalía, se separara la amenaza del ecologismo radical, y no se incluyera a grupos como Extinction Rebellion, Futuro Vegetal o Rebelión científica en esa categoría, y se dejara de contribuir así a la criminalización de algo tan necesario como la desobediencia civil.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos humanos de la Universitat de València.

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