Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Pinochet, cincuenta años después
En 1973 la dictadura de Franco agonizaba, el salazarismo se consumía en Portugal con costosas guerras coloniales y Grecia vivía desde abril de 1967 el régimen de los Coroneles, un brutal período de persecución política, encarcelamientos y terror.
Las de España y Portugal eran las dos únicas dictaduras en Europa que, nacidas durante la era del fascismo, antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, fueron apoyadas por las democracias occidentales durante la Guerra Fría. Se perpetuaron desde finales de los años treinta como dictaduras represivas, criminales y torturadoras que incumplían las normas más elementales del llamado “derecho internacional”.
La revolución de abril de 1974 en Portugal; la caída, tres meses después, de la dictadura de los Coroneles en Grecia y la proximidad de la muerte de Franco obligaron a cambiar la retórica y la estrategia internacional de los países democráticos que habían apoyado durante décadas las políticas autoritarias en el Sur de Europa. Portugal y España –y en menor medida Grecia– habían constituido una anomalía fundamental, muy útil en la lucha y alianza contra el comunismo, aunque muy alejada de la supuesta superioridad política occidental.
Casi al mismo tiempo, sin embargo, tres golpes militares en el Cono Sur –27 de junio de 1973 en Uruguay; 11 de septiembre del mismo año en Chile; y 24 de marzo de 1976 en Argentina– inauguraron un período de terrorismo de Estado puro y duro, respaldado por la administración de Estados Unidos y con protagonismo destacado de la CIA, sin precedentes en la historia de intervencionismo militar tan persistente en América Latina.
El golpe de Pinochet del 11 de septiembre de 1973 inició una dictadura de diecisiete años. Las Fuerzas Armadas se apropiaron del Estado y en una acción planificada de exterminio sembraron el país de asesinatos masivos, con decenas de miles de detenciones clandestinas. El proyecto socialista de Salvador Allende quedó arrasado. Además de todos los dirigentes del gobierno de Unidad Popular y de las organizaciones de izquierda, entre los asesinados y desaparecidos había obreros, estudiantes, intelectuales, profesionales, personas conocidas por su militancia política y social, pero también familiares, gente señalada por otros o mencionada en las largas sesiones de tortura en improvisados campos de concentración.
Pinochet aprendió muchas cosas de Franco. El dictador chileno, como antes había hecho el español, intentó imponer una visión histórica que legitimara la necesidad del golpe de Estado y lo presentara como salvador de la nación
A esa dictadura, como a otras muchas, más o menos sangrientas, no le faltaron apoyos. Algunos de ellos naturales y previstos, como el del poder económico y financiero o el de la jerarquía de la Iglesia católica, que, salvo excepciones, como pasaría también en Argentina, bendijo la represión, la santificó y obtuvo a cambio importantes beneficios corporativos. Pero esos episodios de brutalización y barbarismo no hubieran sido posibles sin la adhesión y conformidad de amplios sectores de la población. Se instaló el miedo, silencio, complicidad y también una convicción de que el orden de la dictadura era preferible al “caos” y violencia anterior.
Pinochet aprendió muchas cosas de Franco. El dictador chileno, como antes había hecho el español, intentó imponer una visión histórica que legitimara la necesidad del golpe de Estado y lo presentara como salvador de la nación. Durante el largo período de su omnímodo poder, Pinochet festejó el 11 de septiembre en Chile como un mito fundacional de “salvación nacional” frente a la revolución marxista, al igual que Franco hizo con el 18 de julio. Esa versión oficial, establecida a partir del control de la educación, de la censura y de la persecución a quien se oponía públicamente, generó políticas de desinformación y de manipulación de la historia, muy difíciles de combatir durante la posterior transición a la democracia.
Después de miles de asesinatos y de la violación masiva de los derechos humanos, Pinochet gozó de amplios apoyos entre sus ciudadanos. Sobrevivió dieciséis años a su gobierno autoritario y su arresto en Londres, en octubre de 1998, abrió en Chile una profunda discusión sobre el pasado, en la que afloraron con toda su crudeza las historias y memorias enfrentadas de militares y de familiares de los desaparecidos y víctimas de la represión.
Decía el embajador estadounidense en Chile, en un cable confidencial enviado a Washington a comienzos de 2007, poco después de la muerte de Pinochet, que los chilenos miraban con menos rencor al pasado, a su dictadura, que los españoles a la de Franco. El comentario, aunque superficial y bastante inexacto, puede servir para introducir algunas observaciones sobre la forma en que son recordadas.
El legado de los crímenes de las dos dictaduras se abordó de forma muy diferente en los dos países. En España, tras la Ley de Amnistía aprobada el 15 de octubre de 1977, el Estado renunciaba a abrir en el futuro cualquier investigación judicial o a exigir responsabilidades contra “los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas”. Bajo el recuerdo traumático de la guerra, interpretada como una especie de locura colectiva, con crímenes reprobables en los dos bandos, y el del miedo impuesto por la dictadura, nadie habló entonces de crear comisiones de la verdad que investigaran los miles de asesinatos y la sistemática violación de los derechos humanos practicada hasta el final por Franco y sus fuerzas armadas.
En Chile, por el contrario, y pese a que la democracia –bajo la vigilancia y el corsé impuesto por el tirano todavía vivo– no pudo derogar la amnistía que se habían concedido los propios militares con la Ley de 1978, el primer presidente democrático, Patricio Aylwin, decidió establecer una Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. No se podía llegar a la reconciliación nacional, pensó Aylwin, sin antes conocer y reconocer a los desaparecidos y víctimas de la violencia de las fuerzas armadas. Formada, bajo la presidencia del prestigioso jurista Raúl Rettig, por expertos en derechos humanos, pero también por partidarios de la dictadura como el historiador Gonzalo Vial Correa, la Comisión entregó su informe, de 1.350 páginas, el 8 de febrero de 1991, menos de un año después del encargo oficial.
El informe Rettig, interpretado por los militares chilenos como un ataque a su honor y dignidad, fue un hito en el proceso de reconstrucción de la democracia y de la memoria colectiva. En España, durante la transición y en la larga década posterior de Gobiernos socialistas, no hubo políticas de reparación, jurídica y moral, de las víctimas de la guerra y de la dictadura. No sólo no se exigieron responsabilidades a los supuestos verdugos, tal y como marcaba la Ley de Amnistía, sino que tampoco se hizo nada por honrar a las víctimas y encontrar sus restos.
Existen numerosas pruebas incontrovertibles frente a aquellas políticas de exterminio. Y los cincuenta años del inicio de la dictadura de Pinochet nos lo vuelven a recordar. Y nos advierten de nuevo que, frente al olvido e indiferencia hacia los terrores organizados, solo caben políticas públicas de memoria basadas en archivos, museos y educación. Enseñar esa historia reciente y transmitir a los más jóvenes valores de tolerancia y libertad.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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