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LUCES DE VERBENA

La piscina

El primer verano en Washington, puntualmente tras el Memorial Day, le pregunté si quería que fuéramos a la piscina. Me dijo: chévere, a la de quién. Le dije, respuesta automática: ¿a la de todos? Diana, hoy la llamaré Diana, nunca había ido a una pública ni lo concebía. En la piscina municipal donde mi hijo aprende a nadar, uno de cada dos martes o jueves tengo una conversación que me recuerda a aquella: —El mío ha venido todo el curso. —El mío, es que mi suegro tiene una piscina en la finca. La España de las piscinas (Jorge Dioni López, Arpa, 2021) está ya en todas partes.

A mí me tocaron tres pueblos sin recinto de baño y un padre negacionista de las piscinas privadas: “Eso son bobadas, aquí no merece la pena, para dos meses, que esto no es Canarias, anda”. Veinte años después, en mis pueblos se han construido antes piscinas en las casas de todo hijo de vecino que alguna para todos. Una postal contemporánea también aquí. La deseaba, pero también le veía conflictos diplomáticos: si eres la niña con piscina, ¿a quién invitas? ¿a todos? ¿todos los días? ¿y la merienda? ¿y tus abuelos, con toda la chavalería? ¿y tu padres, qué responsabilidad? ¿y encontrarás razones para salir si tienes piscina siempre? ¿ya no irás a ensayar el baile? ¿terminarás aborreciendo las piscinas? ¿volverás a disfrutar de un chapuzón deseadísimo? ¿no volverás a aburrirte? Siguen siendo problemas sólo retóricos para mí.

No se me dio bien tener ni piscina ni mar, los dos anhelos, al alcance diario, en las dos distintas y puntuales ocasiones en que ocurrió. Falta de costumbre, quizás pereza de interior

La piscina es el icono de la aspiración española. Las aspiraciones pierden sin fallo su mayor fuerza cuando dejan de serlo. En dos edificios en los que terminé viviendo más tarde en Washington había piscina y me agobiaba muchísimo esa circunstancia inmobiliaria. Allí también sólo es para dos meses y uno te vuelves a España de vacaciones. Sentía la obligación de aprovecharla: a veces me obligaba a ir, incluso cuando lo único que quería en la vida era tirarme fresca en el sofá después de un día aplastante de trabajo en ese pantano (George Washington, quelle idée!) No se me dio bien tener ni piscina ni mar, los dos anhelos, al alcance diario, en las dos distintas y puntuales ocasiones en que ocurrió. Falta de costumbre, quizás pereza de interior.

El otro día sentí urgencia de piscina por mi hijo: darles todo, darles todo, qué te falta. Cuando se publique esta columna estaremos en una fiestita familiar que hay en Cubillos del Pan una vez al año: una fiestita de piscina a la española, entre vehículos agrícolas, con palomas que no vuelan (ensaladilla sobre cortezas) y gazpachos caseros en vasitos de plástico y abuelos y niños. Siempre digo, en ese atardecer idílico que termina con el Wake up de Arcade Fire: ojalá esto cada finde. Pero lo cierto es que si fuera cada finde no sería apenas nada. Esta mañana, asados en nuestro propio jugo como cuando aprieta exagerao el calor en esta estepa, le colgué una manguera de la parra de mi bisabuela y bañamos con jabón a Percherón (en realidad un caballito balancín de cuando era pequeña) y ¡mamá, mira cuántos muddy puddles, saltamos en muddy puddles! Y luego enroscadito en una toalla de cuando aún se iba a Portugal a comprarlas, en el sol y sombra, tan a gusto. Darles de a poquito, darles de a poquito, darles ganas, darles esperas, darles la oportunidad de seguir deseando un chapuzón en una piscina llena de extraños. 

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