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El presidente Giorgia Meloni

Hace un par de años, un chico al que acabábamos de conocer le preguntó a una amiga por su profesión. Ella dijo que era sanitaria y él, aunque en ese momento no dijo nada, dio por hecho que era enfermera. Lo sé porque minutos después mencionó algún detalle relacionado con el tema y ella tuvo que aclarar que es médica. No le sentó mal que pensase que su profesión era otra, pero sí que lo diera por sentado solo por ser mujer. Lo cierto es que la enfermería es una profesión altamente feminizada, pero, según el Instituto Nacional de Estadística, desde 2017 el número de médicas colegiadas es también superior al de los hombres. Aun así, la resistencia a nombrar esta profesión en femenino es alta, incluso dentro del propio colectivo. Y eso que, desde hace años, la RAE, esa institución poco sospechosa de ser adalid del lenguaje inclusivo recuerda que el término correcto para designar a las profesionales que ejercen la medicina se construye con a: Médicas. Que hablemos siempre en masculino genérico no es inofensivo, distorsiona la realidad y construye un imaginario en el que ciertas profesiones de prestigio se asocian a los hombres.

Una de las primeras decisiones que ha tomado la ultraderechista Giorgia Meloni al llegar al poder ha sido pedir que la llamen oficialmente "presidente del Consejo de ministros". La primera mujer de la historia en liderar un gobierno italiano quiere que se dirijan a ella en masculino. Es una provocación, sí. Pero también una declaración de intenciones. Meloni podía haber elegido el sustantivo en género femenino, gramaticalmente correcto, pero no lo ha hecho. Frente al progreso y avance en igualdad, ella ha preferido mantenerse en eso que llaman valores tradicionales. Su elección es ideológica y huele tanto a rancio que tira para atrás. ¿A quién le sorprende? Pongo la mano en el fuego: a las feministas no. Ya sabíamos que no contábamos con ella en nuestras filas. Quizá quienes no lo esperaban son aquellos que nos echaron en cara la falta de alegría porque una mujer había llegado a liderar un gobierno. Siempre es buen momento para recordar que no se debe confundir feminismo con mujerismo. Que las mujeres ocupen altos cargos, ya sean políticos o empresariales, no garantiza que remen a favor de medidas igualitarias. Para eso, tienen que ser feministas. Y no es el caso. El desprecio por el lenguaje inclusivo es una estrategia de la extrema derecha que también hemos visto en España. Poco antes de la pandemia, un senador de Vox se dirigió a la entonces presidenta del Senado Pilar Llop como "presidente". Para dejar claro su malestar, ella respondió con su misma moneda y se dirigió a él como "señora senadora".

Cuando no nombramos a las mujeres, o excluimos otras identidades en nuestro discurso, las invisibilizamos como sujetos políticos que piensan, deciden y actúan

En 2018, cuando los socialistas ganaron la moción de censura y aterrizaron en la Moncloa, el reparto de ministerios constató que a la cabeza de la mayoría se encontraba una mujer. Era una situación inédita, así que hubo voces que cuestionaron que a las reuniones del ejecutivo se las siguiese designando como Consejo de ministros. No faltó quien, asustado, puso el grito en el cielo por una medida —nótese la ironía— tan descabellada.

El sociólogo Pierre Bourdieu le puso nombre a esa violencia indirecta que se ejerce desde lo cotidiano. Camuflada entre normas o creencias, muchas veces resulta casi imperceptible y por ello se interioriza como si fuera normal. Y por eso, la violencia simbólica ha encontrado siempre un colchón cómodo en el lenguaje sexista. Porque cuando no nombramos a las mujeres, o excluimos otras identidades en nuestro discurso, las invisibilizamos como sujetos políticos que piensan, deciden y actúan. ¿Quién no recuerda el famoso "miembras" de Bibiana Aído o el "portavozas" de Irene Montero? Hubo más indignación con aquellas declaraciones que ante muchos asesinatos machistas. Da que pensar. Por no hablar de las burlas que tiene que aguantar la ministra de Igualdad cada vez que usa la letra e como género inclusivo.

El lenguaje no es inamovible. Al contrario, es dinámico y debería adaptarse a las necesidades de una sociedad que avanza en igualdad y en derechos humanos. Que Meloni quiera que la llamen presidente, en masculino, solo evidencia lo que Simone de Beauvoir ya vaticinó años atrás: el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos.

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