Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
Sánchez & Díaz
Se ha señalado estos días que la pasada moción de censura ha tenido como principal virtud delinear con cierta precisión el campo político de cara al próximo ciclo electoral: a un lado, un Partido Popular en desconexión con los aires que vienen de Europa pero con amplio respaldo electoral, y que no puede sino gobernar con, y verse arrastrado y contaminado por, una derecha que, además de radical o extrema, ha pasado a mostrarse como carente de toda estrategia o idea, amén de lugar histórico. Al otro lado, una colación. No unos partidos, que sin duda, sino una coalición de Gobierno con Sánchez y Díaz en tándem presidenciable (valga aquí el lapsus de Patxi López al nombrar en la moción a Yolanda Díaz como presidenta segunda). Creo que, por reductora que sea esta lectura, es esencialmente correcta.
También lo es, me parece, la conclusión a la que llegaba Daniel V. Guisado hace unos días en una muy necesaria columna: “Este diciembre se vota conjunto y no partes. Y más vale cuidar más el primero y obsesionarse menos con lo segundo. Entender y desoír esto sería buscar más la oposición que la gobernanza”.
Ante estas lecturas de la situación, y movidas por razones ideológicas tanto como tristemente partidistas, no han tardado en llegar críticas y objeciones que apuntan a una misma dirección: las fuerzas y sectores que proceden del ciclo del cambio, los herederos del 15M, los que venían a impugnar o superar el régimen del 78, ¿se han convertido de pronto en mera muleta del PSOE? ¿Puro pactismo con la socialdemocracia de siempre? ¿Fin de toda pulsión transformadora? ¿Tan cortas son hoy las ambiciones y sueños políticos?
No, no lo creo. Pues cuando no responden a simples juegos retóricos bajo los que camuflar la sempiterna disputa por el control de las organizaciones políticas, cuando se realizan desde la honestidad intelectual, estas objeciones son, creo, fruto de una mala lectura de la coyuntura, es decir, del momento político que atravesamos en España pero, sobre todo, en Europa. Y ello por una razón quizá obvia, pero no por ello menos central: la más que notable diferencia entre la respuesta de Bruselas a la crisis actual y la que desplegó ante la crisis financiera de 2008 o, más particularmente y como muy bien ha señalado Hibai Arbide en un artículo esencial para entender los límites del ciclo del cambio político, la respuesta que acertó dramáticamente a orquestar la UE en el verano de 2015: humillar al Gobierno de Syriza para enfrenar la ola de indignación europea que cabalgaba el malestar y la crisis de representación política tras cuatro décadas de austeridad y consenso neoliberal.
Conviene no olvidar hoy que aquella Unión Europea, en aquel verano del 2015, mandó un mensaje claro a los países del sur: no había alternativa a la austeridad, los programas, propuestas o ambiciones de la indignación política organizada en España, Italia, Portugal o Irlanda eran mera fantasía. No cabían en Europa, y Europa no negociaba ni hacía prisioneros. Pero golpeando hasta dejar en la indigencia al Gobierno y el pueblo griegos, que no hacían sino proponer, con referéndum incluido, una salida social y económica sostenible a la crisis de su deuda, Europa no solo estaba mandando un mensaje a esas nuevas formaciones de izquierda (y a los pueblos, sobre todo en el sur de Europa, que las seguían con simpatía), sino, también, a las derechas radicales o extremas: el descontento social, el malestar, la ira o la rabia son vuestros. Vuestra es, pues, la posibilidad de articularlos o representarlos.
El subsiguiente crecimiento electoral de la extrema derecha en Europa y la progresiva y paralela pérdida de apoyo social de los nuevos partidos de izquierdas no se pueden entender cabalmente sin dar cuenta de aquella estrategia de Bruselas en 2015. Hay, por supuesto, más factores explicativos, otras variables nacionales y locales, y muchos, sin duda demasiados, errores no forzados de aquellos nuevos partidos. No es, pues, una explicación unicausal y determinista, por más que no debamos olvidar hoy cuál era el contexto europeo entonces y, por ello, las condiciones de posibilidad y los márgenes de actuación de aquellos nuevos o renovados partidos. Y no deberíamos olvidarlo porque el contexto es hoy otro, bien distinto: desde la pandemia, la crisis energética, la ola inflacionaria y la crisis climática ya imposible de negar, la respuesta de Bruselas está siendo muy distinta. Y esta diferencia marca, necesariamente, cambios en las estrategias políticas tanto como en las alianzas y las coaliciones posibles. Y muy particularmente en la relación con lo que queda de la socialdemocracia.
Es claro que al menos hasta el shock griego de 2015 era tan necesaria como inevitable una impugnación directa a las dos grandes familias ideológicas que habían urdido las últimas cuatro décadas de austeridad y consenso neoliberal. Y es también claro que el ciclo político abierto tras la crisis financiera de 2008 no podía sino construirse frente a conservadores y socialdemócratas por igual (con los antiguos liberales chapoteando en ambas orillas de un mismo estanque), es decir, frente al juego de poder que representaban tanto la Europa post Maastricht como la España bipartidista.
También es claro que, tras el shock griego, el ciclo del cambio político, hasta entonces sumido en una cierta ola de ilusión y confianza en su fuerza y potencia de crecimiento, chocó con un duro principio de realidad: ¿tenía sentido el salto institucional y el juego electoral si, en el remoto caso de que se ganasen unas elecciones o se estuviese en condiciones de gobernar con la socialdemocracia, no habría margen alguno de transformación política? ¿No convenía mejor volver a los movimientos, las calles, abandonar la centralidad que se había dado al salto institucional? ¿Volver acaso a las viejas identidades políticas, a esos partidos asentados en la protesta y aferrados a su identidad ideológica tanto más cuanto más lejos del acceso al poder se situaban? Y, sobre todo, ¿investir o aliarse con una socialdemocracia que, en Europa, había sido cómplice del shock griego tanto como del consenso neoliberal?
El reciente giro neo, post o alterkeynesiano de Bruselas nos sitúa ante algo relativamente insólito: las izquierdas, en España es evidente, están siendo capaces de capitalizar e incluso ganar el marco discursivo de la gestión económica
Las dificultades no fueron menores, y la torpeza con la que Podemos gestionó su relación con el PSOE durante las negociaciones para la formación de Gobierno en España entre finales de 2015 y buena parte del 2016, con repetición electoral fallida incluida, no dejaba de estar condicionada por ese endiablado contexto político europeo. La desconfianza mutua, la competición electoral y la obsesión por el sorpasso, las escenificaciones electoralistas y los juegos comunicativos para arrinconar al adversario socialdemócrata tenían detrás, qué duda cabe, el peso de aquel momento de bloqueo europeo.
Precisamente por ello, no dejó de ser irónico que aquellos que se habían mostrado más hostiles a cualquier acercamiento a la socialdemocracia durante el ciclo electoral de 2015 y 2016, aquellos que más firmemente apostaron por el sorpasso, la repetición electoral, las referencias a la cal viva y el repliegue a las esencias de la identidad de izquierdas…, fueran precisamente los que, tan solo dos años después (y seguramente guiados por razones de mera supervivencia política y electoral más que por una lectura atenta de las posibilidades estratégicas), acabaran apostándolo todo a un Gobierno de coalición. Bienvenido fuese, en todo caso.
Pero aquella ironía de la historia se torna hoy mero cinismo nihilista cuando son esos mismos actores los que muestran ahora dudas, críticas, objeciones o mofas ante un futuro tándem Pedro & Yolanda para revalidar el Gobierno de coalición. En cualquier caso, y más allá o más acá del cinismo y la ironía, creo que conviene tomarse en serio el análisis de este cambio de escenario y contexto europeos, y por tanto de las posibilidades, también los límites, que tiene para con la acción política. Hay, creo, tres factores centrales en los que detenerse.
El primero: Bruselas ha dejado atrás, al menos en parte y temporalmente, el marco austericida para responder a la policrisis que estamos atravesando (pandémica, climática, energética, inflacionaria). Hoy no son el control del déficit, la bajada de salarios, el control presupuestario o la primacía de lo privado frente a lo público los mantras que gobiernan necesariamente Europa. Estamos, más bien, frente a una posibilidad evanescente de un aumento del gasto social y, por tanto, del sector público; ante tímidos pasos, también, hacia una mutualización de la deuda; y hacia algo parecido a una política industrial que no es del todo ajena a la preocupación por el cambio climático, por más condicionada que esté por grupos de interés, greenwhasing y capitalismos verdes. Hay, pues, un espacio ambivalente para la disputa política, económica y cultural. En España y en Europa, valga la redundancia. Un espacio que puede ampliarse y consolidarse algo más si en España se reedita el Gobierno de coalición. No es poca cosa.
Europa no es el socialismo, no, pero tampoco el consenso de Chicago, y esto abre el juego político más de lo que podíamos imaginar hace apenas tres años. Si en el ciclo político abierto tras 2008 la construcción del sujeto político era necesariamente antagonista, enfrentada desde abajo a Europa, por más que se careciera de una alternativa creíble ante la austeridad o un plan b ante sus embestidas, hoy la cosa es, creo, distinta. Y distintas han de ser las apuestas estratégicas.
Así, y en segundo lugar, no parece que el descontento y el malestar sean patrimonio hoy de la izquierda, aunque solo sea porque durante los últimos años han sido duramente disputados por una extrema derecha en auge, pero sí parece hoy la izquierda capaz de proponer y señalar un espacio de tímidas pero, con todo, importantes reformas sociales y económicas, y de ganar el relato de su necesidad y deseabilidad: la reforma de las pensiones, de la regulación e intervención de mercados estratégicos vía la excepción ibérica, de abrir un debate no perdido de antemano para el control de precios y su extensión a sectores como el de la alimentación o los alquileres, de la extensión de las precarias e insuficientes políticas de ingresos hacia su profundización y universalización, o de la posibilidad misma de mentar el concepto de política industrial pública como horizonte posible de intervención económica. No es poco.
En tercer y último lugar: todo indica que Bruselas ha medido el riesgo de responder a la policrisis, como la llama Adam Tooze, desde los marcos de la austeridad de 2015, es decir, ha medido el riesgo de permitir que el malestar y el sufrimiento fueran capitalizados de nuevo por una extrema derecha europea no solo en auge sino, tras el ejemplo italiano, con su más que probable acceso al poder de varios países de la Unión. Y esto resitúa la relación de antagonismo e impugnación de las fuerzas de izquierda en relación con Bruselas, guste más o guste menos. Lo que tiene, claro, un extraño efecto: la inversión en la hegemonía de los marcos discursivos. En efecto, tras el crecimiento social y electoral de las extremas derechas en toda Europa, el reciente giro neo, post o alterkeynesiano de Bruselas nos sitúa ante algo relativamente insólito: las izquierdas, en España es evidente, están siendo capaces de capitalizar e incluso ganar el marco discursivo de la gestión económica mientras tienen serias dificultades para hacer lo propio en lo que podríamos llamar el espacio de la política identitaria y cultural, capitalizada estos últimos años por un nacionalismo con claro respaldo popular, amén de un discurso securitario y punitivista (lo hemos visto con el pánico moral ante la ley de violencias sexuales) del todo reaccionario.
Es claro que desde la relativa hegemonía en la gestión técnico-económica se pueden ganar posiciones en un sentido común popular que lleva años en retroceso ideológico. Y para eso, el tándem Pedro Sánchez & Yolanda Díaz es, si la lectura de la coyuntura que vengo de hacer no está del todo errada, la mejor garantía de que disponemos. No significa, claro, que esta sea toda la política que hoy podamos y debamos hacer; significa, quizá, que si vamos a apostar por el juego electoral e institucional, conviene hacerlo por las figuras y organizaciones que tienen más probabilidades de éxito. Las críticas a su falta de ambición, reformismo y pragmatismo, sin duda legítimas cuando no buscan mero poder interno, tienen todo el sentido y la oportunidad si se emiten desde y para los movimientos sociales, es decir, desde y para un tipo de movilización y de temporalidad políticas que siempre miran más allá de la coyuntura y fuerzan, cuando tienen fuerza, a la política de partidos más allá de su propia voluntad y capacidad. La otra crítica, la que se trasviste de movimentismo o izquierdimo pero lo hace para pilotar y ocupar espacios de poder orgánicos, no nos la podemos permitir hoy.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.
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