Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
El vector fascista en la conspiración contra la república (17/20): Propaganda tras la violencia de 1936
Escasos son los autores que han ligado la violencia de la primavera de 1936 con la necesidad ontológica sentida por la conspiración monárquico-militar y muchos menos con su vertiente fascista. Se presenta como si la maldición de los dioses (o tal vez de nuestro Señor, que siempre había distinguido a España en la historia con su benevolencia) se hubiera abatido sobre la desgraciada PATRIA, desgarrada en las pugnas políticas y en el impacto de la reanudación de las reformas estructurales paralizadas durante el bienio radical-cedista. Que Franco y Gil Robles quisieron dar ya un golpe de Estado el mismo día de la primera vuelta ya no se examina en todas sus implicaciones, como por ejemplo que el primero se apresuró a dictar órdenes para aplicar el estado de guerra. No tuvieron mucha duración (salvo en Zaragoza, uno de los focos de la conspiración, en donde Cabanellas lo retiró para volver a aplicarlo al día siguiente). No le ocurrió nada. Pero el Gobierno, en la común acepción derechista, dominado por las turbas, los comunistas, los socialistas, los anarquistas (en la actualidad, se afirma que esencialmente por los segundos) dejó hacer a los malvados.
Tras el fracaso Franco-Gil Robles, ¿qué quedaba? Lanzarse a la conspiración. Ya se le había prometido a Mussolini. El odiado Azaña ayudó a los conspiradores sin querer. Se apresuró a destituir al director general de Seguridad, Vicente Santiago Hodson, relevado a un puesto burocrático sin la menor importancia. Ciertamente nombró a un correligionario como sucesor, José Alonso Mallol, exgobernador civil y de su mismo partido, Izquierda Republicana. El ministro de la Gobernación, también de IR, fue un ineficiente y enfermo don nadie, Amós Salvador. Para colmo, Azaña cortó la relación jerárquica del jefe de la Oficina de Información y Enlace con el ministro y resituó esta bajo el director general de Seguridad a las órdenes del jefe superior de Policía de Madrid, un total desconocido llamado Pedro Rivas Jiménez (emboscado de los conspiradores). ¿Quién aconsejó a Azaña? Misterio. Poco después, el jefe de la OIE, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Escobar Huerta fue transferido a Barcelona a las órdenes, menos mal, del general José Aranguren Roldán. Ambos permanecieron fieles al Gobierno y contribuyeron decisivamente a derrotar la insurrección en la capital catalana. Para colmo, en sus sucesivos nombramientos, Azaña y el general Carlos Masquelet (nuevo ministro de la Guerra) tampoco hicieron gala de mucha mano izquierda. A Franco lo sustituyó su número 2, el general Sánchez-Ocaña, que quedó al frente de los servicios de inteligencia militar. Es decir, puestos claves pasaron a manos de conspiradores. El control de la Sección Servicio Especial y, en parte, de la DGS se convirtió en uno de sus más preciados activos. Esta es una interpretación que los amables lectores no encontrarán en el general Dávila Álvarez, ni en Gil Pecharromán, ni en los mil relatos escritos sobre la conspiración, pero es acorde con los hechos. Si me equivoco, ruego a quienes saben más que servidor que lo desmientan: solo tienen que demostrar que los mencionados sirvieron con lealtad, fidelidad y entrega a las nuevas autoridades gubernamentales.
Dadas las circunstancias, ¿qué iban a hacer los conspiradores de pro? Pues seguir conspirando, entonces sin las supuestas trabas de Gil Robles y de la CEDA. Intentaron poner al Gobierno bajo presión. A Masquelet se le dio un ultimátum hacia marzo de 1936. Decía así:
Ante la situación anárquica actual, el Ejército, con la vista puesta en los intereses supremos de la Patria, espera de los Poderes Públicos:
1. Respeto máximo a todo el personal de generales, jefes, oficiales, suboficiales y tropa que, alejados de toda política, solo desean la paz pública para llegar por cauces legales al engrandecimiento de la Nación.
2. Para conseguirlo necesitamos en primer término el desarme (llevado a efecto precisamente por el Instituto de la Guardia Civil), de todas las organizaciones y sus individuos ajenas a los institutos armados o policía gubernativa.
3. Libertad inmediata de aquellos militares que en cumplimiento de su deber tomaron parte en alteraciones de orden público o movimientos subversivos y sobreseimiento de los procedimientos y el reintegro a su servicio.
4. Que en todos los hechos que están incursos los militares por su actuación profesional, entiendan única y exclusivamente tribunales constituidos por militares.
5. Las medidas conducentes a la solución de los puntos antes expuestos han de llevarse a efecto en el plazo máximo de 24 horas, contadas desde la presentación de la mismas al Sr. Ministro.
Aceptar tales condiciones hubiera equivalido a dotar al Ejército, por la vía de la capitulación, del último arma y derrumbar lo poco que los gobiernos republicanos habían ido consiguiendo en el vano intento de “civilizar” al Ejército y las fuerzas de seguridad, de cuyo apoyo dependían. Tal y como se había puesto de relieve en octubre de 1934.
Tras el fracaso Franco-Gil Robles, ¿qué quedaba? Lanzarse a la conspiración. Ya se le había prometido a Mussolini. El odiado Azaña ayudó a los conspiradores sin querer
No me suena que el general Dávila Álvarez o alguno de los muchos historiadores de derechas que en el mundo han sido se hayan hecho eco de tal ultimátum. Pero la respuesta fue peor. Las condiciones se ignoraron. El general Masquelet se limitó a dar una meliflua comunicación oficial en la que recalcaba que el Gobierno contaba con la fidelidad de las fuerzas armadas. Para colmo, la nota fue conocida en Cortes porque el diputado comunista José Díaz la citó en una intervención el 15 de abril de 1936 atribuyéndosela a la UME. Una copia se encuentra entre los papeles del entonces presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, y es difícil dudar de su veracidad, en particular por el tono formalmente respetuoso con que los autores se dirigieron al ministro.
En mi modesta opinión el nivel de impertinencia del ultimátum depende del momento exacto de su presentación, es decir que fuera antes o después de la famosa reunión, tan mitificada, del 8 de marzo cuando los generales que complotaban empezaron a poner el acelerador de la conspiración. La previeron para el mes de abril. Zugazagoitia cuenta en sus memorias que había almorzado con Azaña por aquellas fechas en presencia de Marcelino Pascua y que el presidente del Consejo le había dicho que “en el Ejército la autoridad de la República y del Gobierno eran absolutas (…) Si usted conociese tan bien como yo a los militares, sabría el caso que debe hacerse de sus quejas y disgustos”.
Los dioses ciegan a quienes quieren perder. Es decir, la no decapitación de la conspiración, aletargada durante el gobierno radical-cedista y fracasada en su golpe blando de febrero, la puso de nuevo en marcha con renovados ímpetus y nuevas técnicas.
Tales técnicas, denunciadas desde hace años por la profesora Mari Cruz Mina (“ABC en la preparación ideológica del 18 de julio” en Comunicación, cultura y política durante la II República y la guerra civil: II Encuentro de Historia de la Prensa, coord. Manuel Tuñón de Lara, vol. 2, España 1931-1939), han sido revalidadas. No solo por servidor. También por Lucía Noguerales García, “Desinformación contra la República. El ABC como colaborador y agitador del golpe de Estado de 1936”, https://e-revistas.uc3m.es/index.php/HISPNOV/article/view/6455).
Estribaban en operar en dos planos. Uno público, a través de las excitaciones de los periódicos de derechas de la época. El análisis sería hoy fácil extenderlo también a La Nación e incluso a El Debate, aprovechando que este último ya ha sido digitalizado y se encuentra en la red. Los resultados no sorprenderán, por supuesto, a los lectores, familiarizados actualmente con el peso de la prensa digital y de las redes sociales a la hora de castigar a los Gobiernos, particularmente al “socialcomunista” de nuestros días.
Aquellos periódicos solían circular entre los militares y no era difícil observar la congruencia entre las “informaciones” en ellos contenidas y las que se plasmaban en las hojas volanderas. Lo que no sabemos es si el espía infiltrado en la UME siguió en ella (supongo que no) y si también llegó a escribir algunas de las octavillas que por entonces circulaban. Lo había hecho antes, en ocasiones, con fines de autoprotección.
En cualquier caso, los historiadores, en general, no han establecido las conexiones operativas entre uno y otro plano, pero menos aún entre la evolución de la conspiración y la conexión italiana. Es ahora a lo que, por fin, debemos retornar. Sin olvidar el papelín de José Antonio Primo de Rivera, cuya exhumación el pasado mes de abril dio lugar a tantos comentarios y a tantas distorsiones sobre su figura en los medios de derechas.
(Continuará. Ver aquí capítulo anterior).
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo. Su última obra publicada es 'Oro, guerra, diplomacia. La República española en los tiempos de Stalin', Crítica, Barcelona, 2023.
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