Luces Rojas

Una crisis sin ideas

Europa tira a Chipre por la borda

Adam Przeworski

Versión en inglés  

En el pasado, las dos grandes crisis económicas del mundo occidental dieron lugar a un cambio radical en el contenido de las políticas. La crisis actual, que no es menos profunda que las anteriores, no parece sin embargo que vaya a provocar cambio alguno. ¿Por qué?

De la Gran Depresión del 29 surgió el Estado del bienestar keynesiano, basado en dos principios: que las crisis económicas se pueden combatir por medio de políticas anti-cíclicas y que las políticas sociales aumentan la productividad. La “revolución keynesiana” (expresión acuñada por Lawrence Klein en 1947) partía de la idea de que un Estado activo puede controlar la economía. Los Gobiernos aprendieron que mediante el manejo de la demanda agregada podían hacer frente a las fluctuaciones económicas; que mediante la provisión de bienes públicos, la inversión en infraestructuras, la regulación de los monopolios naturales y la corrección de externalidades, podían resolver los problemas de ineficiencia que genera el mercado; y que mediante los subsidios a ciertas inversiones y la protección de algunas industrias, se podía promover el crecimiento. A su vez, el fundamento para la expansión de las políticas sociales era que aumentaba la productividad laboral: el gasto social no era consumo, sino “una inversión en el más valioso instrumento productivo de todos, la gente” (Bertil Ohlin).

La mayor innovación de los neoliberales tras la crisis del petróleo fue la tesis de que los mercados, de forma espontánea, maximizan el bienestar social, o al menos la “eficiencia”. Los neoliberales creyeron que el Estado era demasiado grande, que la propiedad privada es más eficiente que otras formas posibles de propiedad, que los equilibrios macroeconómicos favorecen la inversión y que las políticas anti-cíclicas aumentan la inflación y no reducen el paro. De ahí que defendieran desregular, privatizar, disminuir el gasto público y dejar que “el mercado” se ocupara de todo lo demás.

Estas dos revoluciones en las políticas económicas y sociales parecen indicar que se producen grandes innovaciones cuando se dan tres condiciones: primero, la situación es mala; segundo, hay un partido que en el pasado se ha comportado “responsablemente”, en el sentido de que hacía las mismas políticas que sus rivales; y, tercero, este partido propone nuevas ideas. ¿Cuáles de estas condiciones no se da en la actualidad?

Sobre la primera condición: es evidente que la crisis la tenemos encima. No obstante, no está claro de qué tipo de crisis se trata. En Estados Unidos se habla de una “crisis financiera” que se ha trasladado a la economía real, produciendo una disminución del valor de los activos, mayores tasas de ahorro y menor demanda. En Europa, en cambio, se habla de una “crisis del euro” generada por diferencias de productividad entre los países de la unión monetaria. Con todo, el hecho de que el estancamiento afecte a Estados Unidos, los países de la eurozona, otros países europeos y Japón podría indicar que la crisis es más profunda y tiene unas causas comunes. Sin un diagnóstico claro, los remedios sólo pueden ser superficiales.

Sobre la segunda: también tenemos partidos “responsables”. Estos partidos se enfrentan al dilema de elegir entre hacer las políticas antiguas, las mismas que ponen en práctica sus rivales, ganando o perdiendo elecciones en función de la coyuntura, o atreverse a presentar nuevas políticas que pueden ser un fracaso. Este dilema queda muy bien ejemplificado en dos frases pronunciadas en el Congreso de 1932 del Partido Socialdemócrata Sueco: “Es mejor quedarse sentado y no hacer nada que hacer una estupidez” (Per Edvin Sköld) y “Si podemos generar certidumbre acerca del futuro, podremos crear también la confianza que necesitamos para nuestra victoria” (Ernst Wigforss). Los partidos del establishment están optando en la actualidad por la alternativa menos arriesgada: los socialdemócratas ya no hablan ni de políticas sociales. No es de extrañar entonces que aumente el rechazo a los partidos tradicionales e incluso a las instituciones políticas. Puesto que los partidos tradicionales no ofrecen alternativas reales, las protestas populares se dirigen cada vez más contra toda la clase política, como en el eslogan argentino de 2001, “todos fuera”.

Sobre la tercera: tanto en los años 30 como a finales de los 70, las ideas de las que surgieron las grandes innovaciones flotaban en el ambiente. Keynes, Kalecki y Wicksell habían dado a conocer sus tesis, a partir de las cuales se justificó la “revolución keynesiana”. A su vez, las tesis monetaristas del neoliberalismo se formularon en el lenguaje técnico de la economía y fueron promovidas vigorosamente por la maquinaria propagandista de la derecha.

La ausencia de ideas en la crisis actual resulta sorprendente. Como han señalado Krugman y Wells, “la falta de propuestas para acabar con el desempleo masivo es un caso de parálisis auto-inducida… Hay margen para la acción, tanto monetaria como fiscal. Pero los políticos, los gobiernos y los economistas no tienen nervio…”. Incluso Stiglitz no tiene mucho que proponer en un capítulo de libro de título grandioso, “Un nuevo orden capitalista”: a su juicio, los Gobiernos deberían ser más activos, luchando por el pleno empleo y una economía estable, promoviendo la innovación y ofreciendo protección social. Esto lo podría haber suscrito un socialdemócrata sueco en los años treinta del siglo pasado. En Francia, aunque algunos partidos de izquierda hablen de “alternativas a la economía de mercado”, todo el mundo sabe que se trata de un eslogan vacío, sin contenido.

En el debate intelectual y político, la discusión se limita a si hay que estimular la demanda o hay que mantener la disciplina fiscal. Al principio se habló con fuerza de endurecer la regulación de las instituciones financieras, pero ahora esto ya no se menciona apenas. En general, lo que se busca es volver a la situación previa a la crisis, a la “normalidad”, de manera que podamos vivir como entonces, en la opulencia y falta de preocupaciones de la época de la burbuja.

¿Habría sido posible ir más lejos? Imaginen que la administración de Obama hubiese permitido que las grandes compañías financieras quebraran. Imaginen que el Gobierno, además, se hubiese hecho cargo de parte de la deuda de las familias que no podían hacer frente a sus hipotecas. Por último, imaginen que la cantidad de dinero que se utilizó para salvar a las grandes instituciones financieras se hubiera utilizado para meterlo en el sistema bancario a través de bancos locales libres de hipotecas “subprime” (todas estas propuestas se le ocurrieron a Stiglitz tras el estallido de la crisis). Piensen en la retórica con la que se podría haber defendido esta línea de actuación: “El Gobierno debe ayudar a las clases medias que fueron víctimas de las prácticas irresponsables y sin escrúpulos de las grandes finanzas. El dinero de los contribuyentes debe revertir en los contribuyentes, no en los especuladores. El sistema financiero ha de ser regulado para proteger a los consumidores y asegurar que llega el dinero a las inversiones productivas.” ¿Podría haber sucedido algo así? ¿Habría funcionado económicamente? ¿Habría tenido éxito político? Si la respuesta es positiva, ¿se habría producido a continuación un cambio de ideología? Me temo que no hay respuestas a estas preguntas, aunque la situación que he descrito hipotéticamente no me parece imposible.

Concluyendo: la crisis es profunda y no se ven grandes ideas en el horizonte. De hecho, nadie, ni en la izquierda, ni en la derecha, ni entre los economistas profesionales, ni entre los intelectuales, ni entre la gente joven que protesta en la calle, tiene una idea clara de qué hacer.

A Crisis Without Ideas

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Adam Przeworski es Profesor de Ciencia Política en New York University. Su último libro es 'Democracy and the Limits of Self-Government' (traducido en Siglo XXI).

 

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