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Militarización permanente de la seguridad en México

Tras el dictamen del Senado, el Congreso de la Unión ha aprobado, el pasado 15 de diciembre, la llamada Ley de Seguridad Interior dirigida a consolidar el marco de actuación permanente de las fuerzas armadas en tareas policiales. Con esta norma, los militares dejan de ser una fuerza auxiliar de la Policía para operaciones puntuales contra el narcotráfico y la criminalidad organizada y se constituyen en rectores principales de la seguridad interna del país. Las consecuencias de esta decisión política, que ha recibido un amplio rechazo de la oposición política, de los sectores académicos universitarios, de los medios periodísticos, y de la mayoría de la sociedad mexicana, así como fuertes críticas de los organismos nacionales e internacionales especializados en la protección de los derechos humanos, son múltiples.

Con el llamado Plan Michoacán comenzó la implicación del Ejército y de la Marina mexicana en la lucha contra el narcotráfico. Poco tiempo después de la intervención militar en varios estados —Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, Guerrero— comenzaron las primeras denuncias de las organizaciones internacionales de protección de los derechos humanos, que se han mantenido estos años en línea ascendente. Desde el año 2006, comienzo de los operativos militares localizados, se han tramitado más de diez mil denuncias de abusos, habiéndose probado en casi doscientos casos la comisión de graves delitos por personal de unidades militares.

En los últimos años, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha documentado casos de violaciones graves de los derechos humanos sobre personal civil, tanto de la Policía federal como del Ejército, por ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas. Uno de los más graves cometidos por los uniformados fue la matanza de 22 personas en el municipio de Tlatlaya, estado de México, perpetrada por efectivos de un batallón de Infantería el 30 de junio de 2014.

El enfoque militar adoptado por el Gobierno del presidente Felipe Calderón (2006-2012) para combatir el desafío del crimen organizado en México no estaba produciendo los resultados esperados y, en cambio, se confirmaban algunos de los peores presagios. El recurso al Ejército se había decidido por el Ejecutivo mexicano como una forma para consolidar la presidencia de Calderón, que ganó las elecciones por un estrechísimo margen de votos —menor al uno por ciento—, y como última ratio del poder del Estado ante la penetración de las redes criminales en los cuerpos policiales. Los militares gozaban de prestigio por su neutralidad política y estricto desempeño de su función profesional.

El empleo de las fuerzas armadas en tareas policiales desvirtúa el entrenamiento militar y el uso de armamento para funciones impropias de su concepción, teniendo un pobre balance de eficacia en la misión y de eficiencia en los medios, además de un coste letal sobre la imagen de los ejércitos en la comunidad nacional. El uso con carácter permanente de unidades militares en labores de orden público y seguridad interior, al ser ajeno a su formación básica, requiere un entrenamiento especializado, implementación de protocolos internacionales en el uso ponderado de la fuerza y siempre debe ir acompañado, tal como se señala en las recomendaciones formuladas al Gobierno, de una capacitación y concienciación en materia de derechos humanos a fin de prevenir la comisión de graves delitos.

La nueva Ley de Seguridad Interior mexicana tiene una cláusula general de intervención militar cuando las amenazas a la seguridad interior “comprometan o superen las capacidades de las autoridades” o en caso de “falta o insuficiente colaboración de las entidades o municipios en la preservación de la seguridad nacional”. Se trata de una redacción tan amplia y ambigua que deja manos libres al Gobierno federal para ordenar a los comandantes militares la intervención de sus medios dónde y cuándo estimen conveniente sin cortapisa alguna.

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Tres puntos de la norma resultan especialmente controvertidos: la intervención militar en los estados y municipios está limitada en principio a un año, pero el presidente puede prorrogar el plazo cuando estime que persiste la amenaza; las características y modos de ejecución de las fuerzas armadas, es decir, sus tácticas, métodos, armamentos y protocolos de actuación, quedan autorizados como uso legítimo de la fuerza en tareas de seguridad pública; y las movilizaciones políticas no son consideradas amenazas a la seguridad interior, siempre que “se realicen de manera pacífica y conforme a la Constitución”, con lo que la norma vuelve a remitirse a un criterio interpretativo de las autoridades de las circunstancias que concurren.

La experiencia del empleo de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, una década después de su implicación, ha arrojado un balance altamente insatisfactorio. La violencia no sólo no ha remitido en este tiempo sino que se ha visto incrementada. Es comprensible la tentación del Gobierno de utilizar todos los medios disponibles en la nación —entre ellos, el más poderoso que son las fuerzas armadas— para combatir la tragedia cotidiana del crimen organizado, pero no es razonable persistir en una medida que no avalan los resultados. Las fuerzas armadas han sufrido ya un desgaste que daña seriamente su alistamiento para el cumplimiento de su misión constitucional.

La adopción de esta medida por el Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto (PRI) en su último año de mandato, cuando ya está lanzada la carrera para renovar el sexenio, tiene también una relevante lectura política ya que, al interferir en el planeamiento de su política de seguridad interior, supone una hipoteca inaceptable para el nuevo inquilino de Los Pinos. Además, y tal vez lo peor de todo, las Fuerzas Armadas mexicanas son situadas legalmente en el centro de la gobernación interior de la República, rompiendo así una tradición consolidada de convergencia con la sociedad, ventajosamente distinta de la que ha regido en otras partes de Iberoamérica.

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