Educar para la paz en tiempos de guerra

Pedro César Mellado Moreno

Las terroríficas imágenes que nos llegan de los conflictos de Palestina o de Ucrania, junto con las tensiones regionales que provocan las proclamas belicistas de las diferentes potencias mundiales, acrecientan el descreimiento dentro de las sociedades occidentales acerca de un futuro en paz. En medio del estruendo de las invasiones armadas y el genocidio, la educación para la paz puede considerarse como un postulado desubicado, cursi o naif. En momentos de turbulencia, violencia e incertidumbre, la tentación de sucumbir a la desesperación puede ser abrumadora, pero es precisamente en estos momentos cuando la educación se erige como un baluarte contra el caos.

Decía recientemente el profesor Antoni Santisteban, de la Universidad de Barcelona, que cada vez nos cuesta más imaginar futuros de progreso. Que la juventud, a lomos de la producción cultural de cine y televisión, casi no percibe ya otros futuros posibles que no sean distópicos. Es aquí donde la Educación, desde el ámbito de las Ciencias Sociales, puede trabajar en el aula la idea de que no existen futuros predeterminados necesariamente peores a nuestro presente. Parafraseando a Josep Fontana, debemos enseñar que cada acción del presente contiene una variedad de semillas de distintos futuros. Que tenemos ante nosotros toda la variedad de futuros posibles.

Es bajo el paraguas de esta idea que la educación para la paz en nuestros tiempos es más necesaria si cabe. La educación para la paz es un compromiso con la construcción de sociedades que se basan en valores fundamentales como el respeto, la tolerancia y la comprensión mutua. En un contexto donde la guerra y el conflicto son noticia diaria, inculcar estos valores desde una edad temprana se convierte en un acto de responsabilidad social y de rebeldía.

El principio de ciudadanía, arraigado en las sociedades occidentales desde una larga trayectoria histórica, cobra sentido cuando se deriva a la participación activa de los individuos en los asuntos de interés público, entendiendo esta participación como un derecho y como un deber. Algo que, además, en una sociedad globalizada adquiere una mayor dimensión. De esta conjunción de ideas surge la noción de ciudadanía global, que representa un nuevo enfoque de ciudadanía interconectada con todas las personas que habitan el mundo y que se ven afectadas por los problemas que enfrenta la humanidad en su vida diaria. El antiguo proverbio latino «Nada de lo humano me es ajeno» cobra relevancia en este contexto, no solo en un sentido filosófico (como humano, todo lo humano me concierne), sino también en un sentido social (todo lo humano me afecta directamente en un mundo globalizado, en sentido positivo o negativo). En este contexto, la educación para la paz adquiere una importancia crucial al cultivar en los individuos una conciencia de su interdependencia con el resto del mundo y promover valores de solidaridad, empatía y respeto mutuo, fundamentales para abordar los desafíos globales y para la convivencia más cotidiana en nuestros hogares, escuelas y barrios.

Pero en tiempos de guerra, la educación para la paz va más allá de la mera coexistencia pacífica. También implica un compromiso firme con la promoción y protección de los derechos humanos, que están gravemente amenazados. La educación en derechos humanos capacita a los individuos para reconocer, denunciar y resistir la injusticia, fortaleciendo así la capacidad de las comunidades para enfrentar los desafíos modernos.

Para garantizar la continuidad de la democracia se debe contar con ciudadanos y ciudadanas informadas, críticas, participativas y comprometidas con los principios de igualdad, justicia y paz

Una forma de trabajarla en el aula es a través de la dimensión ética del pensamiento histórico. Siguiendo la estela del trabajo del profesor Seixas, cultivar la conciencia histórica mediante la reconstrucción de narrativas que otorgan dignidad a las víctimas de conflictos, denunciando el sufrimiento y la violencia sufridos, permite confrontar con discursos del presente que buscan justificar tales atrocidades. Este enfoque no solo permite comprender los acontecimientos como parte integrante de la historia, sino que también promueve debates sobre la memoria y el principio de no repetición, examinando testimonios históricos desde una perspectiva ética. Así, el uso de la memoria en espacios sociales como el aula fomenta un diálogo reflexivo que conecta el pasado con el presente y el futuro, promoviendo una conciencia histórica que otorga una comprensión completa del presente a través de una reflexión y asimilación crítica del pasado.

Por otro lado, involucrar a los centros educativos en experiencias de aprendizaje de servicio permite interactuar de manera directa con valores como la paz y los derechos humanos en contextos cercanos. Acercarse a lecturas de manera compartida e interactuar con personas víctimas de conflictos aporta al alumnado una mayor comprensión hacia las realidades y desafíos que enfrentan otras comunidades. Esto les ayuda a comprender la responsabilidad que tienen como individuos para contribuir positivamente a la sociedad.

La educación para la paz no es, por tanto, un lujo que solo puede permitirse en tiempos de calma y estabilidad; es una necesidad imperiosa en medio de la tormenta. En momentos de guerra y conflicto, dedicarle tiempo a la educación para la paz puede parecer contraintuitiva, pero es precisamente esta inversión la que puede marcar la diferencia entre la desesperación y la esperanza, entre la perpetuación del ciclo de violencia y la construcción de un futuro más virtuoso para las generaciones venideras.

Reconozcamos por un momento que las sociedades democráticas no pueden ser consideradas como un estado final de la evolución social, sino más bien como un proceso en constante construcción. Que la perpetuidad de la democracia no está garantizada. Que la existencia y estabilidad de sociedades democráticas dependen del compromiso activo de su ciudadanía con los valores democráticos, como la paz, el respeto y la convivencia. Y que estos valores no son garantizados de manera automática o permanente; requieren ser cultivados, practicados, fomentados y defendidos por la población.

En ese caso, en ausencia de una ciudadanía comprometida con estos valores, las situaciones de policrisis en las que confluyen conflictos bélicos, económicos y climáticos pueden provocar una erosión y deslegitimación de las instituciones democráticas, con consecuencias sociales y políticas imprevisibles.

Concluimos entonces que el papel de la educación para la paz en un sistema político democrático es fundamental para la preservación de la democracia misma. En el debate educativo actual se ha instalado la idea de que los principios y valores democráticos deben estar fuera del aula, identificando postulados ideológicos que ofrecen resistencia a las injusticias como algo perjudicial para la sociedad. Sin embargo, para garantizar la continuidad de la democracia se debe contar con ciudadanos y ciudadanas informadas, críticas, participativas y comprometidas con los principios de igualdad, justicia y paz.

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Pedro César Mellado Moreno es doctor en educación y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

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