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¿A quién le importa la educación?

Ana Isabel Rábade

Según el último Estudio de Tendencias Informativas, presentado por Prensa Ibérica junto con la consultora LLYC el pasado 27 de noviembre, persiste una brecha entre los intereses informativos de hombres y mujeres. A los primeros les interesan más deportes, elecciones políticas y guerras ⎯testosterona dixit⎯, a las segundas, sanidad, educación y cultura. Seguramente ayude a explicar por qué la educación ocupa poco espacio en los medios: los intereses y las voces de las mujeres continúan recibiendo menos atención que los de los varones. 

En los últimos días, la educación se ha asomado a los titulares por el rifirrafe de las universidades públicas madrileñas con la ínclita presidenta de su comunidad autónoma. ¡Albricias! ¿Agitamos pompones, lanzamos cohetes por este repentino interés? Me atrevo a pronosticar que será flor de un día, quizá dos, y, enseguida, volveremos a hablar de disputas políticas, conflictos bélicos y deportes.

La educación interesa poco. No es tema importante en el debate público. Se hace patente cuando tocan procesos electorales, con sus debates y sus discursos y contradiscursos de investidura: la educación ni está, ni se la espera.

La educación es asunto de madres y padres, no de quienes no lo son. Para los que no quieren o pueden plantearse tener hijos, es un problema demasiado alejado de las rigurosas exigencias del día a día. Para los pocos que se atreven a tenerlos, afrontando su crianza en medio de condiciones laborales implacables, lo urgente es hacer ambas cosas compatibles, la conciliación familiar. La educación es el futuro, asentimos todos convencidos. A la hora de la verdad, después de mí, el diluvio.

En el campo de batalla político, los partidos que dicen representar a la izquierda muestran un desinterés sorprendente sobre cuestiones educativas. A la derecha le importa más. Más cuanto más extrema. Ya estoy viendo algún lector indignado. Lo cierto es que, cuando se trata de educación, la autoproclamada izquierda solo plantea vagas reivindicaciones, que no comprometen a nada.

La educación es el futuro, asentimos todos convencidos. A la hora de la verdad, 'después de mí, el diluvio'

A falta de una izquierda suficientemente combativa o, quizá, mínimamente convencida, la derecha impone sus mantras. Ha insistido tan machaconamente en que los padres poseen un derecho inalienable a decidir sobre la educación de sus hijos e hijas, que la mayoría ha terminado por creer que tiene que ser así. El resultado, la defensa de la educación privada, incluyendo su forma encubierta, la concertada. Su corolario, la reclamación de que el Estado subvencione las decisiones soberanas de los padres. De nuevo, la educación privada.

En materia de educación, tiene derecho quien la recibe y no quien se la impone. Los niños y niñas tienen derecho a recibir educación para desarrollarse al máximo. Los padres, el deber de contribuir a ello. Resulta llamativo cómo, cuando conviene, los defensores a ultranza de los derechos individuales sustraen ese derecho a los más débiles, los menores, para depositarlo en las recias manos de sus progenitores, como si hijas e hijos fuesen una mera extensión de sus padres. En una democracia, la sociedad tiene el deber de garantizar y proporcionar educación. La educación es un asunto de todos. Primeramente, por aquello del futuro.

Como consecuencia de la victoria ideológica de la derecha, gana lo privado, pierde lo público. El descrédito de lo público es fácil. Primero, se degradan intencionadamente las instituciones públicas. Se las financia siempre a la baja y se desvían cada vez más fondos hacia lo privado. Los servicios públicos merman y se resienten. La oferta privada crece pujante. ¿Un ejemplo? Las universidades en la Comunidad de Madrid.

Quizá dentro de algún tiempo, los madrileños dirán a sus hijos (más bien, las madrileñas a sus hijas): 'Hija mía, antes todo esto era público'

Como cortina de humo para justificar su paupérrima financiación de las universidades públicas, mientras con la otra mano sanciona la existencia de más y más centros privados, la Sra. Díaz Ayuso se ha despachado criticando a la Universidad Complutense de Madrid, por otorgar “títulos como churros”. ¿Hablaría por experiencia propia? El rector de la Complutense reaccionó dolido frente a los reproches de aquella a quien, hace no tanto, declaró “alumna ilustre”, a sabiendas de que era una reconocida detractora de lo público y defensora de lo privado. Todo es así de paradójico.

Un paseo por algunos barrios de Madrid, pongamos Argüelles o Chamberí, que Ayuso conoce bien, muestra la imparable proliferación de universidades privadas. Quizá dentro de algún tiempo, los madrileños dirán a sus hijos (más bien, las madrileñas a sus hijas): “Hija mía, antes todo esto era público”.

La educación proporciona el ascensor social fundamental para que los más desfavorecidos, sus hijas e hijos, y las hijas e hijos de sus hijos e hijas, no estén condenados a seguir siéndolo. Es la clave de la movilidad social, que permite cuestionar y cambiar lo que se quiere presentar como inevitable, la defensa para que la sociedad no se petrifique en una hermética oligarquía. ¿Se puede ser de izquierdas sin querer cambiar el mundo? La izquierda ha muerto. Quizá no lo sabe. La derecha sí y se adueña triunfante del mundo agitando como espantajo el fantasma de quien, en otros tiempos, le plantó cara. También del campo abierto de la educación, desolado por una izquierda que dejó de creer en sí misma.

Mientras tanto, vivimos como en esa comedia de situación, de éxito hace años, en la que el ascensor de la casa siempre estaba estropeado. Los que llegaban por primera vez se sorprendían. Con el tiempo, todos asumían con resignada indiferencia que las cosas eran así. Aquí no da tanta risa.

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Ana Isabel Rábade es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.

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