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Razones y retos del reconocimiento del Estado de Palestina por parte de España

Isaías Barreñada

El reconocimiento del Estado de Palestina por parte de España se ha anunciado para este martes 28 de mayo, junto con Noruega e Irlanda, en lo que previsiblemente será una primera tanda seguida posteriormente por otros países de la Unión Europea. Este reconocimiento debería haber tenido lugar hace bastante tiempo. Durante más de diez años los sucesivos gobiernos se instalaron en el sí pero no, dándole vueltas y optando en la práctica por desatender la demanda de las autoridades palestinas. La masacre de Gaza y la exigencia de Sumar han sido decisivos para dar el paso.

Esta decisión ha recibido críticas variopintas de la oposición, desde la surrealista afirmación de Núñez Feijóo de que el reconocimiento perjudicará a los palestinos, dando ideas a Israel hacia dónde dirigir su previsible descontento con España, hasta la cínica interpretación de que es un premio a Hamás, según García Margallo y Díaz Ayuso, haciendo de voluntarios portavoces de Netanyahu. Los exabruptos obscenos de los dirigentes de Vox no merecen comentarios.

El reconocimiento entre Estados es un acto político, una decisión soberana en materia de Política Exterior, y es un acto jurídico-diplomático por el que dos Estados se reconocen mutuamente como actores homólogos en la escena internacional. En esta segunda dimensión supone la base formal para establecer relaciones bilaterales, firmar acuerdos y tratados, y llevar a cabo otros actos propios de las relaciones entre Estados.

En el caso del reconocimiento del Estado de Palestina por parte de España, este es un acto político oportuno y necesario, por varias razones. En primer lugar —y es la razón más importante— porque es un derecho inalienable del pueblo palestino, tal y como han establecido las Naciones Unidas hace más de 50 años –resoluciones A/RES/3070 (1973), A/RES/3236 (1974), entre otras—. Porque es una decisión coherente con la posición histórica de España. Desde hace décadas todos los gobiernos españoles han reconocido este derecho y han apoyado la creación del Estado palestino; invirtiendo en ello esfuerzo político y financiero.

Ahora supone superar un bloqueo, en el que habían primado cálculos ligados a las relaciones económicas y la cooperación en inteligencia (con el PP), o la falta de iniciativa y de coherencia (con el PSOE), y que había dado de facto a Israel la facultad de vetar una decisión soberana de España. Además, porque pone en evidencia que las dos condiciones esgrimidas anteriormente para el reconocimiento —que hubiera un acuerdo previo israelí-palestino, y un consenso a nivel europeo— eran irrealizables, y fueron meras justificaciones para encubrir falta de voluntad política tanto en los gobiernos de Rodríguez-Zapatero como de Rajoy y Sánchez. El reconocimiento es necesario porque hoy es una forma de empoderar, aunque sea de manera modesta, a Palestina, que sufre una guerra colonial total, despiadada y de características genocidas. Porque supone superar una anomalía, ya hay relaciones diplomáticas bilaterales, de alto nivel, pero falta el acto inicial de reconocimiento. Y finalmente porque la decisión está respaldada por el sentir mayoritario de la población española, un 78% según el Barómetro del Real Instituto Elcano, lo que muestra que no es una cuestión del Gobierno o partidista, sino que atraviesa a distintas sensibilidades y partidos.

La respuesta hostil de Israel es inevitable; ya hemos visto las declaraciones de su gobierno, sus sobreactuaciones, y la llamada a consultas de la embajadora. Tampoco deben sorprender otras medidas que puedan tener consecuencias para españoles y palestinos. Por ejemplo, las restricciones al Consulado General de España en Jerusalén que no son más que un acto propio de un ocupante ilegal; como potencia ocupante que es Israel debería ser el garante de las necesidades de la población ocupada y no infligirle medidas punitivas por una disputa diplomática bilateral. A todas luces, estas respuestas de Israel son una huida hacia delante. Israel teme que cunda el ejemplo entre otros Estados, especialmente europeos, y ve que ni Estados Unidos ni Alemania, sus principales valedores, lo pueden impedir.

Al reconocer a un Estado que en la práctica no es soberano porque está ocupado, España se posiciona ante tal ocupación; exactamente lo contrario a lo que hizo Trump en 2018

El reconocimiento tiene un doble mensaje de importante calado político. El primer mensaje es que no se reconoce ninguna legitimidad a Israel para que vete la decisión del gobierno español. El reconocimiento de un Estado es un acto soberano en el que no debe caber ninguna posibilidad de veto de un Estado tercero, y aún menos de un Estado que es el ocupante ilegal. España no pidió permiso a Serbia para reconocer a Montenegro en 2006, ni a Sudán del norte para reconocer a Sudán del Sur en 2011, ni a la hora de no reconocer a Kosovo en 2008, en una decisión soberana basada en consideraciones propias sobre la unilateralidad de la separación. El segundo mensaje es que España confirma que debe haber un Estado palestino soberano, lo que es una declaración contundente ante la ocupación indefinida, y una exigencia del fin de la ocupación. Al reconocer a un Estado que en la práctica no es soberano porque está ocupado, España se posiciona ante tal ocupación; exactamente lo contrario a lo que hizo Trump en 2018.

En el debate sobre el reconocimiento ha surgido la cuestión de su utilidad. Un tema controvertido que ha implicado incluso a sectores solidarios con Palestina que no le ven relevancia política, que quisieran posicionamientos más contundentes y que perciben un intento velado de reeditar la lógica del proceso de Oslo. Efectivamente el reconocimiento no cambiará las cosas sobre el terreno, ni acabará con la ocupación. Si no lo ha hecho el reconocimiento por parte de los 142 países que ya reconocen a Palestina, no tiene sentido exigírselo a tres Estados europeos, salvo que se piense que un acto de países europeos vale más que los demás. Tampoco va a ser decisivo para un cese del fuego, tal como pide la derecha, lo que no deja de ser curioso cuando esa misma derecha no ha exigido un cese de la guerra y ha alentado la guerra con el pretexto de la legítima defensa y la erradicación de la resistencia palestina. Tampoco es un medio de legitimación del gobierno en Ramallah o de las autoridades en Gaza; se reconoce a los Estados, no a los gobiernos.

Sin embargo, el reconocimiento puede contribuir a cambiar algunas cosas si va acompañado de voluntad política para ello. Para eso el reconocimiento no debe quedarse en el gesto, en lo simbólico. Eso es insuficiente. Debe ir más allá, debe ser un paso en una estrategia dirigida a cambiar las relaciones con Israel.

El reconocimiento debería hacer mención explícita a las fronteras de ese Estado que se reconoce, como han hecho alguno de los países que ya reconocen a Palestina. Es una forma de rechazar las anexiones, entre otras la anexión ilegal de Jerusalén Este.

El reconocimiento puede dar pie a unas decisiones soberanas y acordes con el derecho internacional. La lista de posibilidades es larga:

No realizar ningún acto que legitime de facto o suponga un reconocimiento de la ocupación, como viene siendo el caso con el consentimiento de que lleguen productos de los asentamientos al mercado español, que empresas españolas operen en los territorios ocupados, o la entrada impune de israelíes colonos a territorio español.

Dejar de pedir permiso a Israel para acceder a los territorios palestinos, en particular en los viajes de delegaciones oficiales españolas; y no atenerse al bloqueo militar impuesto sobre Gaza. Recordemos que el papa Francisco ha sido uno de los pocos jefes de Estado que ha entrado en Cisjordania sin pedir permiso, e Israel tuvo que aceptarlo.

Suspender todo el comercio de armas con Israel, incluida la compra, y prohibir el tránsito de armas con destino a Israel en todo el territorio marítimo y aéreo español. Recordemos que durante el franquismo se prohibió a Estados Unidos el uso de las bases para avituallar a Israel durante la guerra de 1973.

Modificar la cooperación con Israel en materia de seguridad, suspendiendo el uso de tecnología israelí de espionaje, y no permitiendo que operen los servicios de seguridad israelíes en los aeropuertos españoles, que suplantan a los españoles.

Sumarse a los procedimientos judiciales ante la Corte Internacional de Justicia y ante la Corte Penal Internacional, a las denuncias ante el Consejo de Derechos Humanos; y acabar con el voto errático en la Asamblea General de Naciones Unidas.

Reorientar la ayuda a los palestinos para que no sea instrumentalizada por el ocupante israelí y en cambio empodere a los palestinos resistiendo la ocupación; y, entre otras medidas, exigir a Israel el pago de lo destruido que había sido financiado por España.

Tomar, sin miedo, las necesarias medidas diplomáticas bilaterales ante declaraciones, amenazas y actos hostiles de Israel, con medidas de reciprocidad y respuestas acordes al derecho diplomático. Además de responder a las medidas punitivas contra España y los palestinos en los territorios ocupados y anexados.

Velar por que ninguna institución pública española sirva para lavar la cara de Israel, como es el caso, desde hace casi 20 años, del Centro Sefarad-Israel.

La fórmula de la “solución de dos Estados” aparece hoy de forma inequívoca como un eslogan manipulado y de doble filo. La “solución” debe incluir el retorno de los refugiados y el fin del apartheid y del sistema supremacista en Israel

Y finalmente España debe modificar sus relaciones con Israel. Debe romper con el principio que Israel ha logrado imponer en sus relaciones bilaterales: el “encapsulamiento” de la cuestión palestina para que no se ligue a sus relaciones bilaterales. Al contrario, debe aplicarse una condicionalidad efectiva en las relaciones bilaterales con Israel y entre Israel y la UE. En suma, España no debe seguir contribuyendo a mantener la “excepcionalidad” internacional de Israel.

Con ello, el reconocimiento pasaría de lo simbólico a lo efectivo, de lo gestual diplomático a lo concreto. Contribuiría a agrietar el blindaje internacional que Israel ha logrado construir con décadas de ayuda, asistencia, protección y complicidad de numerosos Estados (en particular europeos), y que le ha permitido disfrutar de una total impunidad en su comportamiento con los palestinos, sus vecinos árabes y en la escena internacional. Una realidad inaceptable que la actual masacre ha puesto en evidencia.

Finalmente, ante el insistente discurso que liga el reconocimiento con la llamada “solución de los dos Estados” y la convocatoria de una Conferencia internacional de paz, debe hacerse de manera imperativa una reflexión crítica con lo ocurrido en Oslo y un diagnóstico realista de la situación actual. Hoy no hay condiciones para ninguna conferencia de paz. Israel no quiere y nadie le va a forzar a ello; la parte palestina está en un momento de precariedad grave y los ánimos de los dos pueblos no lo aconsejan.

En segundo lugar, la fórmula de la “solución de dos Estados” aparece hoy de forma inequívoca como un eslogan manipulado y de doble filo. No es una solución en sí misma. La “solución” a la enorme e intrincada cuestión palestina requiere de mucho más que la estatalidad; debe incluir el retorno de los refugiados y el fin del apartheid y del sistema supremacista en Israel, para que pueda construirse un horizonte de justicia y de convivencia. Hoy lo urgente es insistir en la necesidad de un Estado palestino soberano, pasando por el fin de la ocupación, es decir, frente a una “realidad de un solo Estado ocupante y de apartheid”, forzar una “realidad de dos Estados”, a modo de etapa y como componente en una solución a largo plazo.

Por ello el eslogan “libertad para Palestina, desde el río hasta el mar”, tan denostado por algunos y atribuido malintencionadamente a Hamás, tiene un sentido más allá del irredentismo territorial. Plantea sencillamente que una solución justa y duradera a la cuestión palestina debe ser global, que incluya todas sus dimensiones, y que no se pueden repetir los errores del falaz proceso de Oslo.

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Isaías Barreñada es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.

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