Vergüenza auditora
El regulador financiero de Estados Unidos ha impuesto una de las mayores multas (100 millones de dólares) a la auditora Ernst&Young por las trampas sistemáticas de sus empleados en los exámenes de ética y formación continua entre 2012 y 2015, que son imprescindibles para ejercer como auditor. Un caso parecido, en junio de 2019 y en relación con la auditora KMPG, conllevó una multa de 50 millones de dólares. Y no son casos aislados: se cumplen ahora 20 años de la monumental quiebra de la empresa estadounidense Enron, que, sin ir más lejos, condujo a la desaparición de la entonces gigante de la auditoría Arthur Andersen como consecuencia de haber cooperado como auditora de aquella en la ocultación de datos de la quiebra. Son supuestos muy graves, no solo porque afectan a quienes son responsables de identificar y evitar errores y trampas contables de sus clientes, sino porque erosiona la confianza en dichas empresas y en el funcionamiento del sistema en general. Aún peor: según el regulador parece que E&Y tomó medidas disciplinarias demasiado laxas y que ni siquiera implantó controles internos ni desarrolló políticas proactivas de control.
Son supuestos también desconcertantes. Primero porque han sucedido en relación con procesos de formación continua y de formación ética de empleados de una empresa que se gana la vida auditando, esto es, verificando la certeza de datos de terceros. Después, porque la razón que alegaron los afectados para hacer trampas fue que les obligó la presión de los compromisos de trabajo y/o la incapacidad para aprobarlos tras varios intentos fallidos. Finalmente porque, según el regulador, aunque parece que el chanchullo era “vox pópuli” en la empresa, el silencio general se debió a que “no eran conscientes de que compartir las respuestas de los exámenes suponía hacer trampas y violaba el código de conducta de EY y al deseo de evitar que sus colegas se metieran en problemas”. ¿Tan deplorable es el nivel de conocimientos y de integridad de este personal?
Más allá de todo ello, estos hechos conducen a reflexiones más generales, menos casuísticas, si se quiere. El argumento que arguyen en su defensa los afectados denota un patrón generalizado: “yo no sabía”, “yo no era consciente”. Son argumentos que hemos contemplado en muchos de los casos de corrupción destapados en España y que, en realidad, son la otra cara de la impunidad. Estas prácticas relativamente generalizadas se dan también en otros contextos sociales a los que se otorga a la infracción un escaso reproche social: véanse si no los fraudes en el empadronamiento para poder matricular hijos en centros escolares de preferencia, fraudes en declaraciones de IVA, el nepotismo en la dotación de puestos públicos de confianza o, sin ir más lejos, la copia de exámenes de todo tipo. Sobre el papel se pronostica el mayor de los infiernos al infractor, pero en la práctica se mira para otro lado. ¿Por qué? ¿Qué justifica esta distancia entre normativa y realidad? ¿Es sólo la impunidad? Probablemente, como apunté hace años en distintos trabajos, la razón última se halla en que el sistema cuenta con unas bases corrupto-génicas que ya da por descontadas. Como los grandes almacenes que contabilizan en pérdidas un porcentaje estándar de pequeños robos, el sistema también soporta un número indeterminado de infracciones amparadas en una excusa de supuesta ignorancia y que algunos incluso creyeron en su día que podía servir para “engrasar” un sistema poco eficiente.
El hecho cierto es que, si nos atenemos a los hechos expuestos, el listón natural de cumplimiento normativo está muy bajo, y no sólo en España. La gravedad del caso de E&Y y de otras firmas de este ramo radica en que afecta a auditores, un tipo de profesional que goza de una posición casi-pública en tareas de supervisión. Por supuesto: habrá que demandar más y mejor supervisión de estas funciones que gozan de determinados privilegios públicos, pero que también deben acreditar el cumplimiento de determinadas obligaciones. Para ello es imprescindible mejorar la dotación y los procesos de supervisión de los reguladores públicos. Necesario, pero no suficiente.
Visto lo visto, habrá que atender a dos factores clave. Uno, la formación de estos profesionales y la supervisión interna de sus estándares de comportamiento por parte de las empresas que los emplean. En relación con ello vayan por delante dos ideas. Primera: la formación debe incorporar otros elementos distintos a los meros contenidos, otros elementos que tienen que ver más con las actitudes que con las habilidades contables. Para ello habrá que girar la vista a las escuelas de negocios para prevenir, al menos en parte, sucesos como la crisis financiera de 2008. Segunda: la supervisión interna del cumplimiento de los estándares debería recaer en personal externo, independiente, con amplias facultades de acceso a información de la compañía y en dependencia directa del consejo de administración.
Otro factor clave es la mejora del modelo autorregulatorio del sector, que precisa probablemente de una mayor eficiencia en cuanto a supervisión interna, pero también de un marco complementario de regulación y supervisión públicas. Téngase en cuenta que ante un hipotético caso en España podría argumentarse que el sector de la auditoría ejerce una función casi-pública que podría llegar a justificar una responsabilidad patrimonial de la Administración por dejación de funciones de supervisión. Dicha responsabilidad se haría efectiva, en su caso, mediante indemnizaciones con cargo al presupuesto público, esto es, nuestro bolsillo. En dicho instante sería cuando se evidenciarían las vergüenzas del sistema.
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Ramon J. Moles es profesor de Derecho Administrativo.