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Anarquismo

Noam Chomsky, en un encuentro en 2011 con estudiantes de secundaria en Sidney (Australia) donde recibió el Premio de la Paz.

Noam Chomsky

HOMBRE: En más de una ocasión se ha mostrado reacio a concretar verbalmente su visión acerca de la sociedad anarquista y los modos de instaurarla. ¿No cree que es algo importante para un activista, sin embargo? ¿No convendría intentar comunicar a la gente un plan de futuro factible, que les proporcionará la esperanza y la energía para seguir luchando? Me extraña que no lo intente, al menos.  

Francamente, para trabajar por el cambio social no veo que uno deba ser capaz de explicar su visión de futuro con pelos y señales. A mi entender, lo que debería impulsar a una persona a luchar por el cambio son ciertos principios que espera poner en práctica. Ahora bien, es posible que uno no sepa con exactitud —con total exactitud no creo que lo sepa nadie— el mejor modo de llevar a la práctica esos principios en un momento dado y un sistema tan complejo como nuestra sociedad. Pero eso es lo de menos: lo que importa es tratar de avanzar en la dirección que nos dictan nuestros principios. A eso mucha gente lo llama reformismo, con cierto desdén, pero las reformas pueden ser revolucionarias si se orientan en la buena dirección. Y para avanzar en esa dirección no creo que haga falta saber con exactitud cómo funcionará la sociedad futura: lo único que hace falta saber es el conjunto de principios que uno desea hacer efectivos en esa sociedad. Seguramente hay mil maneras de hacerlos realidad en esa misma sociedad. Bien, pues basta con ayudar a la gente a probarlas. 

Pongamos por caso que unos trabajadores aspiran a hacerse con el control de su propio trabajo, por ejemplo. Hay muchas vías para abordar el asunto... y como nadie puede predecir todas las consecuencias de un cambio social de tales dimensiones, lo que habría que hacer es probar cada vía posible, sistemáticamente. De hecho, en lo que respecta al cambio social soy más bien conservador: tratándose de sistemas complejos que nadie entiende en su totalidad, creo que lo más sensato es experimentar y ver qué pasa. Y si los cambios funcionan, hacer más. De hecho, es un sistema aplicable en todos los ámbitos.

En cualquier caso, no creo que yo sea la persona indicada —y aunque lo creyera, me lo callaría— para predecir con exactitud los resultados a largo plazo de cualquier cambio, que a mi entender hay que ir descubriendo sobre la marcha. Eso sí, el principio fundamental que me gustaría comunicar a la gente es que es preciso demostrar la legitimidad de toda forma de autoridad, dominio o jerarquía, de toda estructura autoritaria: ninguna está justificada de antemano. 

Si uno agarra a su hijo de cinco años para que no cruce la calle, por ejemplo, está siendo autoritario y tiene que justificarse. Bien, creo que en ese caso el padre podrá dar a su hijo una justificación. Pero la justificación de cualquier autoridad corresponde siempre a quien la ejerce, eso es inapelable. Y si uno se para a pensar, la mayoría de instituciones autoritarias carecen de justificación: moralmente no están justificadas, no responden al interés de las personas de los estratos inferiores de la jerarquía o del resto, ni a la protección del medio ambiente, del futuro, de la sociedad, de nada. Están ahí con el solo objeto de preservar ciertas estructuras de poder y dominación, en interés de los que se hallan en la cúspide. 

Creo que estas preguntas hay que hacérselas cada vez que uno se halla ante un poder autoritario. Y la justificación atañe siempre a quien defiende su legitimidad. Si no se puede justificar, se trata de una autoridad ilegítima que es preciso abolir. Para serle franco, no creo que el anarquismo sea mucho más que eso. Como yo lo entiendo, no es más que la defensa del derecho del ser humano a ser libre y a exigir una justificación para las restricciones de su libertad. Porque a veces esa justificación existe. Ahora bien, ni el anarquismo ni ninguna otra ideología nos va a decir el cuándo y el cómo. Eso hay que analizarlo caso por caso. 

HOMBRE: En una sociedad sin autoridad ni incentivos salariales, como la que defiende, ¿dónde hallaríamos los estímulos necesarios para crecer y progresar?

Bueno, eso de progresar habría que definirlo mejor. Si se refiere a producir más, la verdad, no sé a quién podría interesarle. ¿Quién dice que sea nuestro deber? Yo no estoy tan seguro. De hecho, en muchos ámbitos es probablemente lo que menos nos conviene. A lo mejor sería una buena cosa que no hubiera tantos estímulos para producir. Nuestro sistema estimula a la gente para que sienta nuevas necesidades. ¿Por qué? ¿Por qué no dejamos a la gente tranquila para que se dedique a otras cosas y sea feliz?

Si algún estímulo ha de haber, tiene que salir de uno mismo. Sólo hay que ver a los niños: son creativos, exploran, quieren probar cosas nuevas. No sé, ¿por qué comienza a caminar, un crío? Al año ya gatea bien, puede llegar en un santiamén a cualquier rincón, sus padres han de correr tras él para que no lo tire todo a su paso... pero un día se yergue y comienza a caminar. Lo hace fatal: da un paso y se cae de morros, si de verdad quiere llegar a alguna parte tiene que hacerlo a gatas. ¿Por qué se lanza a caminar, pues? Porque quiere probar cosas nuevas, es algo que está en nuestra naturaleza. El ser humano quiere probar cosas nuevas, aunque no sean eficientes, aunque sean perjudiciales y acaben por lastimarle. No creo que ese impulso llegue a extinguirse nunca. 

La gente quiere explorar, llevar sus capacidades al límite, saber hasta dónde puede llegar. Pero en nuestra sociedad el gozo de la creación es un lujo reservado a unos pocos afortunados: los artistas, los artesanos, los científicos. Quien lo haya disfrutado sabe que no es poca cosa. No hace falta descubrir la Teoría de la Relatividad ni nada parecido: todo el mundo puede disfrutar de esa experiencia. A veces basta con ver lo que hace el prójimo. Enfrentarse a una demostración matemática sencilla como el Teorema de Pitágoras, que se estudia a los quince años, y entender de qué va el asunto, es algo apasionante: “vaya, eso no se me había ocurrido nunca”. Pues bien, eso también es un proceso creativo, aunque el teorema tenga más de dos mil años. 

Uno no deja de sorprenderse de las maravillas que va descubriendo, porque uno las descubre, aunque alguien lo haya hecho antes. Y si además uno consigue aportar su granito de arena, eso es aún más apasionante. Eso también vale para quien construye un barco, en principio no creo que sea tan distinto. A mí, al menos, me encantaría; pero no puedo, claro, no sabría ni por dónde empezar. 

En definitiva, creo que deberíamos vivir en una sociedad en la que la gente pudiera experimentar esta clase de estímulos internos y ejercitar sus capacidades sin trabas, en lugar de pasar por el aro y tener que elegir entre las escasísimas opciones de las que hoy dispone la mayor parte de la población. Y no me refiero únicamente a sus opciones objetivas, sino también a las subjetivas: es decir, a la forma en que se nos permite pensar y a nuestras propias capacidades. No hay que olvidar que en nuestra sociedad hay muchísimas formas de pensar que nos están vedadas, no tanto porque seamos incapaces de concebirlas como por las múltiples barreras desarrolladas e impuestas para impedir que la gente piense de tal o cual manera. En eso consiste el adoctrinamiento, sobre todo. No en arengas ni en lecciones, sino en series televisivas y programas deportivos. Cada faceta de la cultura lleva implícita una expresión de las formas de vivir que se consideran aceptables y de los valores adecuados que debemos abrazar. Y todo eso es adoctrinamiento. 

Lo ideal sería que la sociedad brindara a la gente muchas más oportunidades: posibilidades subjetivas y concretas que puedan llevarse a la práctica sin grandes padecimientos. Ése es uno de los principales objetivos del socialismo, tal como yo lo concibo: crear una sociedad en que la gente pueda decidir con libertad e independencia lo que más le convenga, en vez de tragar con las oportunidades que les brinda el poder arbitrario de turno. 

HOMBRE: Ha dicho usted que el liberalismo clásico era “anticapitalista”. ¿A qué se refiere, exactamente?

Los principios fundamentales de Adam Smith y otros liberales clásicos giran siempre en torno a la libertad del individuo: los seres humanos no deben vivir bajo el control permanente de organismos autoritarios ni someterse a la división del trabajo y otros mecanismos que los destruye. Siendo así, ¿por qué iba a estar Smith a favor del mercado? Es cierto que nos legó una compleja argumentación en su defensa, pero su idea central es que cuando el individuo goza de absoluta libertad, las leyes del mercado conducen a la igualdad absoluta. Por eso estaba a favor. Adam Smith defendía el mercado porque creía que debíamos ser todos iguales: absolutamente iguales. Y, como liberal clásico que era, sostenía que el carácter del hombre da cabida a la compasión, la solidaridad, la facultad de disponer del propio trabajo, etcétera. El polo opuesto del capitalismo, vamos. 

De hecho, el liberalismo clásico y el capitalismo no podrían ser más antitéticos. Cuando la Universidad de Chicago celebró el bicentenario de Smith con una nueva edición de sus Obras Completas, tuvieron que amputar y tergiversar sus palabras. Porque, como buen representante del liberalismo clásico, Smith se oponía a todas las sandeces que ahora andan soltando en su nombre.

Si lee usted la introducción de George Stigler a la edición del bicentenario de La riqueza de las naciones, la versión anotada y erudita de la Universidad de Chicago, comprobará cómo tergiversa su pensamiento una y otra vez. Son célebres las ideas de Smith acerca de la división del trabajo: al parecer, pensaba que la división del trabajo era el no va más. Pues no, de eso nada, en realidad pensaba que era algo horrible. Según dijo, en una sociedad civilizada el gobierno debe intervenir para evitar que la división del trabajo destruya al pueblo. Pues busque usted “división del trabajo” en el índice de materias de la edición de la Universidad de Chicago: no encontrará ninguna entrada. Se lo han saltado, sencillamente. 

Y esta es sólo una muestra de la verdadera erudición académica: suprimamos los hechos y presentémoslos como el polo opuesto de lo que son. “De todas formas”, pensarán, “nadie va a llegar a la página 473, yo tampoco llegué”. Pregúnteles a los encargados de esa edición si han llegado a la página 473. Ya le respondo yo: probablemente leyeron el primer párrafo y luego recordaron un par de ideas vagas que habían oído en alguna clase universitaria. 

En fin, el hecho es que los liberales clásicos del siglo XVIII tenían su propio concepto de la esencia de los seres humanos y pensaban que el tipo de criaturas que son depende del trabajo que realizan, el control que ejercen sobre ese trabajo y su capacidad para llevarlo a cabo de forma creativa y conforme a sus propias decisiones y preferencias. En aquella época se debatía mucho sobre esta cuestión.

Wilhelm von Humboldt, uno de los fundadores del liberalismo clásico que, por cierto, goza hoy de mucha popularidad entre los llamados conservadores, que evidentemente no lo han leído, decía que cuando un trabajador produce algo bello porque se lo han ordenado, “podemos admirar lo que hace, pero despreciaremos lo que es”, pues no se conduce como un ser humano sino como una máquina. Esta idea es uno de los ejes principales del liberalismo clásico. Medio siglo más tarde, [el político y escritor francés] Alexis de Tocqueville advertía que hay sistemas que “hacen progresar al arte y retroceder al artesano”. Y son sistemas inhumanos, porque lo que debería interesarnos es el artesano, la persona. Y para que las personas tengan la oportunidad de vivir una vida plena y gratificante, deben controlar lo que hacen. Por mucho que desde el punto de vista económico eso sea menos eficiente. 

En los últimos doscientos años ha habido un cambio drástico en las posturas intelectuales y culturales, claro está. Pero ya va siendo hora de recuperar y popularizar las viejas ideas del liberalismo clásico.

Los focos de poder y autoridad a los que se enfrentaban los pensadores del siglo XVIII eran muy distintos: por entonces se reducían al sistema feudal, la Iglesia y el Estado absolutista. De las grandes corporaciones industriales no sabían nada, porque aún no existían. Pero si uno coge los principios básicos del liberalismo clásico y los aplica a la modernidad, creo que se acercan mucho a los que caracterizaron a la Barcelona revolucionaria de finales de los años treinta; es decir, a lo que entonces se denominaba anarcosindicalismo [forma del socialismo libertario implantada brevemente en algunas regiones de España durante la revolución de 1936, que sería aplastada por el ataque simultáneo de la Unión Soviética, las potencias occidentales y el fascismo]. Yo diría que fue el momento histórico en que hemos estado más cerca de poner en práctica los principios libertarios (que son, a mi entender, los más justos). No es que en la revolución española fuera todo positivo, pero en su espíritu y su carácter general, y en el desarrollo de aquella sociedad que Orwell vio y describió en la que para mí es su mejor obra, Homenaje a Cataluña, cuyas instituciones estaban bajo el control del pueblo... En todo eso creo que se acercaba mucho al rumbo que habría que tomar. 

MUJER: Noam, tú que eres anarquista y te opones a la nación-estado, que consideras incompatible con el verdadero socialismo, ¿cómo puedes defender los programas de asistencia y otros servicios sociales igual de criticados por la derecha, que hará todo lo posible por suprimirlos? 

Es verdad que en casi todas sus corrientes el anarquismo ha tratado de abolir el poder estatal, y es un ideal que comparto. Es sólo que, ahora mismo, ese ideal se opone a mis objetivos inmediatos, que han sido siempre y son ahora, más que nunca, la defensa y consolidación de ciertas instituciones del Estado que están siendo objeto de un ataque constante. Pero no veo que haya en ello ninguna contradicción. En absoluto.

Consideremos por ejemplo el llamado Estado del Bienestar. Defender el Estado del Bienestar equivale a reconocer que los niños tienen derecho a comer, a disfrutar de asistencia sanitaria, etcétera. Se trata de programas incorporados a los actuales sistemas nación-estado por el movimiento obrero y socialista después de un siglo de grandes penurias. 

Bien, conforme al espíritu de los nuevos tiempos, si violan a una chica de catorce años y tiene un niño, ese niño debería asumir su “responsabilidad personal” y rechazar las prestaciones sociales del Estado, aunque eso conlleve pasar hambre. Con eso no comulgo de ninguna manera. De hecho, me parece grotesco, se mire como se mire. Habría que salvar a esos niños. Y para eso, hoy por hoy, tenemos que contar con la mediación del Estado; para eso y para muchas otras cosas.

Así que, a pesar de mis ideales anarquistas, creo que hay que defender (y a ultranza) ciertos aspectos del Estado, como el que vela por que los niños no pasen hambre. Y en vista de la actual campaña de demolición de los logros de Occidente en el terreno de la justicia y los derechos humanos, que son el fruto de una larga y a menudo amarga lucha, creo que el objetivo prioritario del anarquista consecuente debería ser la defensa de ciertas instituciones estatales, lo que no impide tratar de ampliar dichas instituciones para dar cabida a una mayor participación ciudadana y aspirar a su definitiva disolución para crear una sociedad más libre. 

*Este extracto pertenece al libro ‘Sobre el anarquismo’ de Noam Chomsky, que la editorial Capitán Swing publicará el 17 de enero. Traducción del inglés de Alejandro Gibert Abós.

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