La facilidad del mal
En sus múltiples focos, el mal ha sido definido como una privación del bien, como una elección moral errada, como una fuerza estructural, o incluso como una realidad que desafía la comprensión. Desde determinado enfoque, el mal puede ser ejemplificado por situaciones y prácticas que contribuyen a aumentar la desigualdad o, como sugería Simone Weil, a hacerlo creando compartimentos estancos, animando a mundos más conservadores donde, bajo el espejismo de un “estar activos”, se nos condena a la cadencia del “siempre igual”, a la desigualdad estancada o creciente. El mal puede surgir de intenciones genuinamente maliciosas o de aceptaciones y conformidades que vienen de la falta de reflexión, tal como sugería Hannah Arendt en su análisis del mal banal.
Cuando pienso en los males que aquejan la sociedad contemporánea no puedo dejar de pensar en cómo junto a los intencionados que dañan por mantener un poder o un privilegio, se prodigan los que nacen de “no hacer nada”, o de dejarse llevar por la rutina del camino más fácil. “Dejarse llevar” es algo que las redes han favorecido de manera insólita. Pero, si en la cotidianidad ya ocurre, ¿cómo afrontar que por el defecto de las actuales redes lo dañino puede partir con ventaja?. Hoy todo parece mejor si cabe en un tuit. Es más fácil creer lo que se hace muy visible y reiterado. En estos tiempos la visibilidad es una repercusión que renta y el camino más rápido es el camino más cómodo.
Hay en el mal una cuestión de esfuerzo que siempre irá en contra de la ciencia y de la justicia social, en contra de lo que precisa extrañamiento, estudio, algo más de tiempo. Si aceptamos que las personas tienden a lo que se les hace más fácil, la lista asusta. Es más fácil lo emocional porque es más rápido. Pensar, estudiar, documentarse, evaluar justamente, ponerse en el lugar del otro, son prácticas que requieren un esfuerzo. Es más fácil simplificar. Por eso también es más fácil ser machista, como es más fácil ser racista o ser homófobo.
Comprometerse con los demás exige asumir esa dificultad y afirmaría que en la cultura complaciente y acelerada de las redes sostenidas en fuerzas monetarias, la facilidad del mal se crece.
Abordar la dificultad
Ay, qué difícil pensar para ayudar a comprender, para explicar, hacerlo sin esquivar lo complejo. Qué difícil, pero qué valor. Sigue costando entender cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo toleramos la creciente apología de verdades que ni llegan a apariencia de verdad. ¿En qué momento empezamos a actuar masiva y no comunitariamente, regidos por la facilidad algorítmica como faro que te lleva de la mano, con fervor y miedo y no con atención y calma? ¿Cómo se ha instrumentalizado tan eficazmente la crisis de la autoridad en el conocimiento científico, en la justicia sostenida en principios de equidad, en los informadores responsables, en los gestores públicos honrados? ¿Cómo se ha dañado tanto esta confianza? ¿En qué momento se ha sustituido por un tipo autoenfocado en su habitación o envuelto en una bandera que se dice portavoz de la única verdad? ¿Cómo hemos pasado por alto que el viejo poder de las voces más altas que siempre han acumulado riqueza y privilegio instrumentaliza y se beneficia clamorosamente de una tecnología al servicio de la facilidad del mal?.
En una arista del polígono epocal, un resoplido, uf. Qué difícil hoy ser coherente con unos principios sostenidos en la igualdad, el progreso o la justicia social. Qué agotador bajo el bombardeo que sufre la política y la democracia, qué difícil defender un pensamiento comprometido con valores progresistas y formas del bien no limitadas al “yo, me, mi, conmigo”. Pero qué difícil practicar lo que se predica. Hacerlo cuando esta opción se lleva interesadamente al polo de una ejemplaridad imposible, vencida de antemano. Una ejemplaridad que partiendo de la sencilla búsqueda de “hacer las cosas bien no solo para uno mismo” es ridiculizada y sesgada porque se hace quimérica si se dibuja como caricatura y extremo. A diferencia del mal que fluye con facilidad en el “dejarnos llevar” y en la deriva caótica de “cuanto peor, mejor”. Si esa ejemplaridad motivadora es privada de tonos medios, es aniquilada anticipadamente en su única forma posible para los humanos, la del intento honesto.
Ay, qué difícil mantener un compromiso ético si no aceptamos que la mayor parte del tiempo vivimos intentándolo, que el propósito es un motor que anima y orienta, mientras fracasamos una y mil veces. Pero fracasar en nuestra ejemplaridad no debiera concebirse como una derrota. No lo es si hay autocrítica y disculpa sincera. Esas formas intermedias que humanizan el error y lo convierten en ariete transformador, de veras. La ejemplaridad es una aspiración, pero la imperfección es la vida. Y lo que la hace valiosa para lo social es el aprendizaje que supone abordar la dificultad. Creo que la autocrítica puede ayudarnos a salir de este atolladero de extremos que ha favorecido el tecnoliberalismo de ahora, un juego manipulado para la complacencia y la irreflexión que encumbra a los valores más conservadores, los extremos donde la banca siempre gana. Si la elección en un mundo que nos agota o asusta es seguir el camino fácil, hemos perdido de antemano. Este no puede ser el juego, porque las reglas dejan fuera la capacidad de aspirar a cambiar y tolerar los errores, de aprender y mejorar.
La impostura y “lo políticamente correcto”
Observo cómo la deriva ultraliberal se apoya en una tendencia habitual y peligrosa. Que en los últimos años de cambios y logros para la igualdad muchos los han aceptado “sin entenderlos”. Que cuando se hablaba de violencia de género, de discriminación positiva, de justicia social, de derechos humanos…, muchos asentían sin comprender lo que esto suponía, aceptándolo bajo la denostada presión de “lo políticamente correcto”. Pero el cupo de impostura, de aceptación de cosas que no se comprenden, es un caldo de cultivo idóneo para explotar la facilidad del mal, para salir rebotados en cuanto alguien dice lo contrario. Es fácil retomar los valores más reaccionarios bajo el argumento de “los valores de siempre” cuando los nuevos están cogidos con alfileres, cuando para cuestionarlos hoy valen bulos vestidos de viralidad, “los migrantes son malos”, “las mujeres son putas”.
En esta facilidad del mal, la precariedad ha beneficiado a la rueda. Porque si no explicamos para comprender, si no hay condiciones para documentar, si no damos tiempo a los cambios a ser pensados, solo proporcionamos palabras vacías y no herramientas, vestimentas para aparentar y no ideas para ampliar nuestra mirada. A “lo de siempre” le renta que vayamos rápido, la impresión parece que basta. Pero no, no es suficiente con aparentar que hacemos lo que debemos hacer. Clama la necesidad de comprender y de explicar más y mejor, de recuperar un hacer con valor y con sentido. Clama la necesidad de enfrentar la inercia de un mundo vestido de escaparate.
El escaparate
Afirmaba Virginia Woolf que no son las guerras, las muertes, las enfermedades, las que nos envejecen y nos matan, sino “la manera como los demás nos miran y sonríen y suben las escaleras del autobús”. Es lo que nos señala a cada uno de nosotros lo que nos da miedo, el momento en que nos apuntan con un dedo de pupila, el instante en que alguien nos mira y sonríe. El miedo ahora tiene claramente que ver con “la mirada del otro” y la exposición de las personas en el escaparate digital. La mirada es capaz de convertirnos en alguien grande, en un tonto sublime o en un ilustre. El miedo a ser sentenciados, allí donde nuestra reputación está constantemente pendiente de un hilo porque todo se ha vuelto visible y los párpados parecen haberse endurecido, convierte a esta cultura sostenida en la apariencia en una cultura sumamente frágil en valores distintos al monetario y al poder de siempre.
En Internet el marco de representación se desdibuja, y con él lo que nos permite entender y contextualizar qué estamos viendo o quién nos mira. Una de las peculiaridades de la red es cómo la representación, la presentación y la ficción coinciden en el mismo marco. Sin embargo, hoy la pose y la impostura suelen dominar en los espacios de la imagen y la representación (esos universos infinitos de fotos acordes con una belleza canónica y globalizada, pero también esos perfiles laborales perfectos y cargados de méritos expuestos como ropa recién planchada), mientras que lo más abyecto predomina en los espacios de la presentación y el directo apropiándose del discurso. En este escenario los límites ya no los dictan las normas y contratos sociales sino las pautas algorítmicas y los intereses mercantiles que mayormente movilizan. ¿Cómo pasar de largo por esto? Que claramente está en riesgo nuestra percepción del mundo porque los instrumentos que usamos para acceder al mundo están calibrados no por fuerzas democráticas y ciudadanas, sino por intereses siempre económicos de quienes manejan estos marcos de presentación y de representación. Como consecuencia los límites que habían sido objeto de pregunta y pensamiento ya no cuentan con tiempos reflexivos que nos permitan pensar sobre ellos, sino que esos límites son simplificados para favorecer una comprensión más fácil e instantánea, un encasillamiento más rápido. El resultado: el refuerzo dicotómico de la pose, por un lado, y de la abyección y el exabrupto por otro. No extraña que la cultura resultante del mundo digitalizado bajo fuerzas mercantiles favorezca visiones gamificadas del mundo. Como antes, pero más, ganar o perder.
Ganar
“¿Por qué te has puesto un nivel de menos edad en el juego? Porque así seguro que gano”. (Conversación con adolescente, 2023)
Si las respuestas posibles son ganar o perder, la centralidad del aprendizaje en la vida es expulsada del juego. Bajo lógicas bélicas ganar es ese invento que sirve para los hombres que cuentan las historias pensando en su trascendencia como hombres. Demasiadas guerras y poco impulso para probar otras tentativas. Me pregunto cómo cambiarían las cosas si en los conflictos humanos la palabra victoria se cambiara por cuidado mutuo. Porque una victoria implica derrotar y vencer, pero solo cuando entendemos la vida como cuidado de distintas vidas evitamos repetir la historia de siempre, esa que cuenta cómo alguien ganó una guerra y otros la perdieron.
Un mundo que alienta la simplificación es un mundo más manipulable, un mundo que acepta fácilmente respuestas represivas y mano dura. Que algo inquieta, se lincha; que algo perturba, se le apunta con una pistola. Atemorizar con la respuesta opresiva es un rasgo de comunidades que esquivan la complejidad. Y resulta paradójico, pues sostenidas en la sofisticación tecnológica de ahora, las personas parecen más simples, más fácilmente maleables con noes y síes. Soslayar lo complejo implica obstaculizar la profundidad, la inteligencia, lo que exige algo más de tiempo. Un abordaje capaz de convertir el primer malestar al afrontar algo que no comprendemos como un malestar necesario, una suerte de malestar bueno”, como el extrañamiento indispensable para hacernos preguntas y reflexionar, para ponernos en el lugar de quienes no son o no piensan como nosotros.
Este extrañamiento es un interruptor imprescindible para la conciencia porque evita que lo que asusta paralice o docilice. Es decir, evita quedarnos en la respuesta inmediata, en la facilidad de la inercia. Si esa rueda no se para, se convierte en aliada del mantenimiento simbólico de modelos conservadores a ser y a consumir, esos que la ultraderecha proponen como modelo de seguridad ante el miedo paralizante que alientan. La cultura del miedo juega a favor de mantener lo de siempre, “lo de antes”, de evitar el progreso social, de ver los nuevos derechos como amenaza para la mayoría, cuando son amenaza para quienes tuvieron y siguen teniendo privilegios que no comparten.
Para muchos, en el miedo que hoy se prodiga cabe la tentación de protegerse en el agujero de la habitación conectada, arropados de estímulos y pantallas, pero en la materialidad de la vida no podemos morir veinte veces como en un videojuego, y simplemente para ser nos necesitamos unos a otros. En las formas de dominio que han prevalecido en nuestra cultura y que se reiteran en las redes el poder ha sido representado como juego bélico o lucha entre bandos. Pero esto dice poco de una humanidad que ha cambiado más que ese agresivo poder antiguo que solo concibe triunfo frente a derrota, valientes frente a temerosos. Aceptar la repetición de esta forma de poder y miedo reiterado supondría descartar emociones positivas como la autocrítica, la generosidad o la bondad de nuestros proyectos de vida, trabajo y futuro no solo por presuponerles debilidad ante el previsible abuso del otro, sino porque son más difíciles. Si esa dificultad no se aborda, si no somos capaces de ponerla en valor, se favorece el triunfo de lo mismo, un mundo insolidario de desconfianza, injusticia y agresión.
A todas luces, trabajar para amortiguar el miedo y la angustia no es solo trabajar enfrentando a quienes los causan, habitualmente muy identificables, sino por los lazos que nos vinculan y pueden transformar las reglas del juego. Porque hay juegos que están trucados. Se aprende también cuando se cambia el juego, cuando no nos resignamos a la facilidad del mal, cuando afrontamos que claro que es más complicado ser solidario o pacifista, anteponer a las personas frente a las ganancias, pero es sin duda alguna más valioso.
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El último libro de Remedios Zafra ha sido ‘El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática’ (Anagrama, 2024).