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500 años de la revolución comunera, un movimiento de politización masiva adelantado a su época

El cuadro muestra la ejecución de Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado

Mauro Tortosa

Fue una revolución adelantada a su tiempo que buscaba un sistema fiscal más justo, un modelo de sociedad basado en comunidades más descentralizadas, menos dominadas por oligarquías y con mayor soberanía popular. Se quemaron castillos y se celebraron asambleas populares en parroquias. Empezó con la llegada de Carlos I a España, para muchos visto como un monarca extranjero y con unos intereses alejados de la corona de Castilla. Los revolucionarios se llamaron comuneros y sus planteamientos incidían en una mayor democratización de la vida municipal y el fin de los privilegios de la corona y las élites nobiliarias. En la batalla de Villalar, un 23 de abril de 1521 —día de la comunidad autónoma de Castilla y León—, las tropas reales derrotaron a los revolucionarios y Castilla se convirtió en el primer pueblo sometido por el proyecto imperial de los Austrias. Sembró la base cultural del movimiento castellanista y este año se cumplen 500 años del fin de aquel intento rupturista: hablamos de la Guerra de las Comunidades de Castilla, también conocida como la revuelta comunera.

En 1520 los gremios de artesanos, los nobles urbanos y los campesinos de las ciudades castellanas y leonesas se levantaron en contra del rey Carlos I, al poco tiempo de su llegada a la península desde Flandes. La muerte de Fernando de Aragón (su abuelo por vía materna) en 1516, le abrió el camino a gobernar los Reinos Hispanos, ya que su madre, Juana la Loca, se encontraba encerrada en Tordesillas —según su esposo y su padre, enloquecida, de ahí su sobrenombre de la Loca— y su padre, Felipe el Hermoso, había fallecido en 1506. No obstante, su llegada a Castilla no fue bien recibida. El rechazo a su política imperial y al séquito de nobles flamencos que lo acompañaba y que exigían nuevas cargas fiscales para ser coronado como Emperador originó una revuelta popular que duró más de un año.

La Santa Junta, las únicas cortes de la revolución

Aquel levantamiento conocido como la revolución de los comuneros, empezó al poco tiempo de que el rey abandonara el territorio hispano (20 de mayo de 1520) para ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en Alemania. La creación de la Santa Junta, el máximo órgano dirigente de la revuelta comunera, se atribuyó el gobierno de Castilla en nombre de la reina Juana, y funcionó como las únicas cortes durante la revolución, ilegítimas a ojos del rey. La insurrección primero cobró fuerza en ciudades como Toledo y Segovia y luego se sumaron otras como Zamora, Madrid, Guadalajara, Salamanca, Valladolid o Burgos. Fue el 23 de abril de 1521, en la batalla de Villalar, donde 4.700 infantes, 400 caballeros y 1.000 arcabuceros que formaban el ejército de Padilla fueron derrotados por las tropas reales del emperador Carlos I de España y V de Alemania, y sus máximos dirigentes, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, fueron ejecutados. Toledo resistió unos meses más hasta febrero de 1522. Pero ¿qué fue realmente, una revuelta antiseñorial, una rebelión medievalizante o una de las primeras revoluciones modernas?

Las Comunidades de Castilla ha sido uno de los episodios de la historia moderna donde el revisionismo histórico ha estado más presente. Desde las visiones anticomuneras de carácter conservador y tradicionalista de finales del siglo XIX, protagonizadas por Menéndez Pelayo, Cánovas del Castillo o Marañón —que ven un componente en la figura de Carlos V “reformador” y “modernizador”—, hasta apreciaciones más afines con la línea del historiador José Antonio Maraval, que incide en el componente social de la revuelta, y en las que coincide Miguel Martínez, doctor en Estudios Hispánicos por la City University de Nueva York y que ha escrito un libro sobre ello: Comuneros: el rayo y la Semilla (Hoja de Lata).

Martínez señala que aquello fue una “revolución interclasista e interestamental con un gran protagonismo del común urbano y campesino”. El común entendido como una categoría social que agrupaba a diferentes sectores no privilegiados tanto de las ciudades como del campo. “El comunero podía ser desde un gran mercader de Medina del Campo, hasta un tundidor de Segovia, pasando por un abogado o un boticario. Fiscalmente se definían por quienes pagaban impuestos”, apunta Martínez.

¿Pero cuál fue el detonante?

La llegada de Carlos I en 1517 a España, sin hablar castellano y siendo menor de edad, causó cierto escepticismo en las Cortes de Castilla. Visto por muchos como un rey extranjero, llenó la corte española de clérigos y nobles borgoñones con altos privilegios hasta entonces sólo disfrutados por los aristócratas castellanos. Pero el malestar se aceleró cuando a este le llegó la noticia de su proclamación imperial en Barcelona el 6 de julio de 1520. Su afán por conseguir dinero rápidamente y convertirse en emperador lo llevó a convocar unas cortes antes de tiempo en A Coruña —la normativa fijaba un plazo de tres años y debía de ser en una ciudad meseteña o andaluza­—, saltándose las leyes y supeditando los intereses de Castilla a los del Imperio.

La situación en Castilla se había hecho cada vez más inestable tras su llegada al trono en 1518. Los nuevos impuestos para hacer frente a los gastos del imperio exacerbaron el conflicto sobre todo entre los grupos sociales que debían hacerse cargo de los tributos. Poco a poco el descontento fue trasmitiéndose de la baja nobleza a las capas populares. “En el campo castellano muchos pueblos quemaron los castillos de los nobles porque querían librarse de la jurisdicción señorial, no sólo en términos fiscales, sino de la justicia ordinaria y las servidumbres cotidianas”, matiza el doctor.

Asambleas populares en parroquias

En un principio la gran nobleza de Castilla dudó de los primeros movimientos comuneros y se mantuvo neutral, ya que, según explica Martínez, a los grandes nobles les interesaba un monarca débil porque esto les beneficiaba como estamento, pero en el momento en que la revolución se radicalizó se opusieron totalmente a los intereses de la Junta Comunera. “Cuando ven que los ayuntamientos oligarquizados donde mandan los linajes ya no existen y echan los corregidores reales o las ciudades se gobiernan en asambleas populares en las parroquias, esto les parece una soberbia plebeya insostenible”, explica el historiador.

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La alianza de las ciudades castellanas y la propuesta de reconocer como única soberana de Castilla a la reina Juana, desató las hostilidades entre los partidarios del rey, integrantes de la alta nobleza y del clero, por una parte, y la incipiente burguesía y grupos populares por otra. No obstante, para Martínez reducir la revolución comunera a un tema dinástico es un error, ya que tuvo una trascendencia mucho mayor que el nombre del rey al que se querían adherir: “La revolución comunera fue un proceso de politización masiva de grandes capas de la población. Gente común que nunca había tenido la oportunidad de participar en la toma de decisiones, se politizó y tuvo la ocasión de decidir sobre los asuntos colectivos”.

Lo que fue y lo que pudo ser

Martínez dibuja un escenario contrafactual, que saca del escritor Pablo Sánchez de León, si las tropas reales de Carlos V no hubieran vencido en Villalar en abril de 1521. “Quizás Castilla habría sido una especie de federación de repúblicas urbanas, con mucha autonomía y autogobierno, con mayor participación plebeya en la política, y seguramente sometidos a la autoridad de un rey debilitado y sujeto a la soberanía de unas cortes fuertes”. Lejos de la visión de Martínez, la autoridad del primer Austria se vio reforzada y la nobleza quedó definitivamente neutralizada frente al absolutismo del monarca, así como las aspiraciones constitucionales de las ciudades. Las Cortes de Toledo de 1538 fueron las últimas a las que se convocó a la nobleza como estamento. La economía castellana perdió la oportunidad de convertir su industria textil en una fuente de ingresos para el reino, pero la represión real lastró su futuro. Finalmente, el rey dio un perdón general en octubre de 1522, apaciguando la revuelta comunera, aunque le quedaría pendiente el conflicto de las Germanías de Mallorca y Valencia.

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