Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
MALA HIERBA
La guerra y las contradicciones
El aforismo nos indica que la primera víctima de una guerra es la verdad. En esta no tenemos claras demasiadas cosas, pero sí las primeras cifras de bajas y afectados. Hasta este martes 8 de marzo, las Naciones Unidas estiman que han muerto 474 civiles y que unos dos millones de personas han abandonado el país, el mayor movimiento de refugiados en suelo europeo desde 1945. A esto habría que sumarle un confuso número de soldados caídos en combate, alrededor de dos mil independientemente de su uniforme. A los muertos ya no les importan las banderas, las órdenes de los generales, los himnos y la propaganda. Yacen sobre la tierra o sobre el asfalto, postura de muñeco de trapo, ojos vidriosos. Muchos de ellos pierden sus zapatos, todos la vida. Eso lo sabemos con claridad: quien muere, muere para siempre.
Josep Borrell, el representante de la UE en Defensa y Seguridad, está resultando una de las figuras clave de esta crisis, lo que nos indica un cambio sustancial con respecto a conflictos anteriores: la Unión está jugando un papel tan notable como el de los propios Gobiernos europeos. La UE está preocupada por aquello de que los ciudadanos no tengamos claras las cosas, es decir, la desinformación. Borrel ha anunciado este martes en el Parlamento Europeo “un mecanismo para sancionar a actores nocivos que desinforman”, algo que se sumaría al bloqueo de los medios estatales rusos RT y Sputnik. La invasión, según Borrell, “evidencia por qué hay que prestar atención a la injerencia y la desinformación por agentes extranjeros [...] La información es el combustible de la democracia y si la información es mala y está contaminada por la mentira, los ciudadanos no pueden tener cabal conocimiento de la realidad y su juicio político estará sesgado”.
Frente a estas declaraciones, y a la espera de saber exactamente cuáles serán esas nuevas herramientas, cabe asentir con energía, llevarse las manos a la cabeza o enfrentar el reto. Primero el legal, ya que en España, según el artículo 20.5 de la Constitución, solo una resolución judicial permitirá el secuestro de los medios de información. Segundo el teórico, cómo distinguirán los jueces una línea editorial de una estrategia de desinformación premeditada. Esta crisis va a cambiar muchas cosas, entre ellas la relación que las sociedades van a tener con la información, distribuida en radios, periódicos y televisiones, pero cada vez más en redes sociales, servicios de mensajería y actores informales como youtubers. Sabemos que, al menos desde el Brexit, tenemos un problema con la desinformación. También que en la pandemia hemos asistido a auténticas campañas coordinadas para la extensión del caos y lo falso: los actores no fueron rusos, sino nacionales y de extrema derecha. ¿Merece la pena enfrentar a las mentiras que desestabilizan a la sociedad envenenando su juicio o caeremos en un autoritarismo comunicativo? El gobierno ruso ha promulgado ya una ley contra las noticias falsas sobre el ejército y su papel en la guerra, que allí es una “operación especial”, no una “invasión”: los condenados se enfrentan a penas de hasta quince años de prisión.
Sabemos que, al menos desde el Brexit, tenemos un problema con la desinformación. También que en la pandemia hemos asistido a auténticas campañas coordinadas para la extensión del caos y lo falso
Todos hemos puesto una mirada inquisidora sobre Rusia al jugar este país el papel agresor en la invasión. Conocemos que ya hay miles de detenidos por las protestas en contra de la guerra. Es muy posible que nuestra propia información nos devuelva una imagen inflada del descontento. La mirada sobre Ucrania, al ser el país agredido, es diferente. Por un lado geográfica, con mapas donde se dibujan vectores de movimiento de tropas y donde se sitúan ciudades bajo asedio. Por otro lado militar, con unos soldados que parecen resistir la primera embestida a pesar de ser inferiores en número y armamento. Recurrimos a la mirada de la destrucción, viendo edificios, que podrían estar en cualquier periferia urbana española, arrasados hasta los cimientos. También contamos con la mirada humanitaria: un niño, ni diez años, con abrigo de colores, llora bajo su capucha mientras arrastra una bolsa, cerca de una frontera. Paso tambaleante mientras mira a la cámara al pasar frente a ella. Ni se inmuta, como si le fuera indiferente ser el protagonista de tal tragedia. Es difícil que algo no se nos rompa por dentro cuando nos topamos con la escena.
Sin embargo, hay una parte de esa mirada que se posa sobre Ucrania que no es capaz de ver lo que allí también está sucediendo. El asesinato de Maxim Ryndovskiy, un luchador ucraniano al que los ultraderechistas han ejecutado por considerarlo “equidistante” en el conflicto. La detención de Aleksander y Mikhail Kononovich, dirigentes juveniles del ilegalizado Partido Comunista, acusados de espionaje. Las imágenes de los prisioneros de guerra rusos, prohibidas por el convenio de Ginebra. El batallón neonazi Azov utilizando a niños armados para su propaganda. Esta contradicción no es nueva. Tampoco es propaganda de Putin. A mediados de diciembre de 2015, el Congreso de Estados Unidos aprobó un paquete de gastos para “países europeos que se enfrentan a la agresión rusa”. El Pentágono presionó para eliminar la enmienda HR 2685 que limitaba “las armas, el entrenamiento y otra asistencia a la milicia ucraniana neonazi, el Batallón Azov”.
Vlodomir Zelenski toma la categoría mediática de héroe cercano, en oposición al gélido e inaccesible Putin. El presidente ucraniano, actor de profesión, muestra en redes la cotidianeidad de un mandatario que se enfrenta a una guerra desigual: da mensajes al mundo y a su nación, camina por una ciudad que se va llenando de barricadas, es certero con el tono y la palabra. El chándal verde con el que viste va camino de convertirse en un símbolo. En su última entrevista esta semana, con la televisión norteamericana ABC, ha dicho que está dispuesto a hablar con su enemigo, pero no a rendirse. Además ha añadido que su país ha “enfriado” el interés en ingresar en la Alianza Atlántica después de darse cuenta de que “la OTAN no está lista para aceptar a Ucrania''. La alianza teme las contradicciones y la confrontación con la Federación de Rusia”.
Zelenski asume en público lo que Olaf Scholz expresó a su lado en su última visita a Kiev, el 14 de febrero de este año: no había planes para que Ucrania ingresara en la OTAN. También lo que él mismo apuntó tres días más tarde en una entrevista a Bild: “el proceso se ha estancado. Hay causas y razones para ello. No solo Rusia está en contra de la adhesión de Ucrania”. El ingreso en la OTAN era prácticamente imposible porque eso hubiera significado un encontronazo nuclear entre Rusia y los países que la integran. Putin era perfectamente consciente de este hecho, pero prefirió dar por bueno el farol porque la guerra beneficiaba a sus aspiraciones. Zelenski no hizo nada por desmentirlo, salvo cuando ya era tarde. La pregunta es si este héroe presidencial puso por delante los intereses de sus ciudadanos, de su país, o se dejó aconsejar mal por una Casa Blanca de gran influencia en Ucrania desde 2014. Parece contradictorio, muy contradictorio, que se produzca tal conflicto por algo que nunca sucedió ni parece que fuera a suceder.
Joe Biden ha prohibido la importación de petróleo y gas ruso, medida a la que se ha sumado el Reino Unido. De momento, Alemania se opone a cortar el suministro que le llega de Rusia, sencillamente porque su economía no está preparada para moverse con otra fuente. Rusia amenaza con cortar el Nord Stream en respuesta a las sanciones impuestas por la UE. Esta guerra no se ha producido por la energía, pero la energía va a jugar un papel clave en su desarrollo. Para la Unión, que quiere reducir este año en un 80% su dependencia energética de Rusia, resulta contradictorio enfangarse en un conflicto que va a dañar su economía. Para los rusos, si no tuvieran a China, sería algo parecido. Estados Unidos no tiene contradicciones, porque va a acercarse a la Venezuela de Maduro, con la que siempre ha gozado de excelentes relaciones, si exceptuamos las amenazas militares, el apoyo a los golpes de Estado, el último en 2019, con la construcción mediática de un presidente virtual.
Que en España se pida un Gobierno de gran coalición para mejorar la estabilidad, incluyendo al Partido Popular, parece, más que una contradicción, un chiste. Que Unidas Podemos insista cinco días seguidos en un tema que daña a su principal candidata y sobre el que no tiene competencias parece, más que una contradicción, un ajuste de cuentas. Que Vox, el partido del ardor guerrero, ande desapareciendo de escena parece, más que una contradicción, una consecuencia: que nadie le saque los colores como a Salvini y Le Pen. ¿Quieren una última incoherencia? Que la enorme tensión fuera de España ha reducido, de momento, el desquiciado clima que hemos vivido estos últimos meses. A ver lo que nos dura. En esta península hemos sido siempre amantes del absurdo.
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