El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Vivir ajeno a tus intereses o el triunfo de la clase media aspiracional
Se llama David y tiene alrededor de 35 años. Trabaja en cualquier rama administrativa del sector privado, quizá como contable en una empresa de tamaño medio, llevando cuentas en alguna central bancaria o puede que como informático. Vive en la periferia de la periferia de una gran ciudad, en una zona conocida como plan de actuación urbanística: modernos bloques de pisos de cuatro alturas, piscina, garaje y climatización, avenidas amplias, todo estructurado en torno a un centro comercial que sirve como nave nodriza para el ocio y el avituallamiento. El coche le resulta imprescindible, ya que lo tiene que utilizar para cualquier desplazamiento, incluido el laboral. Hace deporte, en función de los gustos que marca su jefe en la oficina: probó con la bici y el pádel, ahora tan sólo le da al fit en el gimnasio.
En cuanto a lo familiar, se casó con Claudia, que es más o menos como él en casi todo, incluido en lo de no parar por casa hasta las ocho de la tarde. Un crío, colegio concertado, tiene que tirar de los abuelos martes y jueves para llevarlo a natación. Gustos culturales medios: dos estrenos de cine norteamericano al año, muchas series en casa, ella algún libro de ficción histórica de vez en cuando. Las cosas le van bien, se permite hasta médico privado, si descontamos que a pesar de que ambos trabajan apenas tienen capacidad de ahorro. Si descontamos que, como la pareja se ve poco, y cuando lo hacen es para mirar facturas, la frialdad ha empezado a hacer mella en la relación. Si descontamos el TDAH del niño. Si descontamos el ataque de ansiedad en el atasco que estuvo a punto de costarle un accidente. Si descontamos que no le llega para pagar un psicólogo privado, que ha empezado a pensar que quizá necesita.
Que hablemos de clases para analizar nuestra sociedad no es un capricho, sino una realidad atendiendo a que la clase social es un factor de suma importancia al afectar de lleno a nuestra vida
En lo ideológico David no se siente ni de derechas ni de izquierdas, pero sí más progresista que conservador en lo moral. Su padres eran votantes del PSOE, él votó en alguna ocasión a Ciudadanos, pero normalmente es abstencionista porque piensa que los políticos son todos iguales, un freno a la iniciativa privada. Le caían simpáticos los ecologistas, hasta que escuchó a uno decir que había que reducir el número de coches. Los servicios públicos le son indiferentes, aunque siente, cada vez más, que si sólo los utilizan los pobres a lo mejor él les está subvencionando con sus impuestos, que cree excesivos, sobre todo el de sucesiones. Si hay una máxima con la que David se identifica es que nadie te regala nada. Él ha mejorado respecto a sus padres porque, aunque tiene una hipoteca a 40 años por un piso de 90 m2, también es propietario y, a lo mejor, si vende bien puede mudarse al chalet. Él fue a la Riviera Maya en su viaje de novios mientras que sus padres estuvieron en Mallorca. Su padre trabajaba en una fábrica y él va de traje a la oficina. Mejorar es ir a comer a buenos restaurantes hamburguesa de ternera de Kobe, tener lo último en tecnología y saber distinguir la Citadelle del Larios. Si le preguntan si se considera pobre o rico, David responde que él se siente de clase media.
InfoLibre ha publicado dos interesantes artículos estos últimos días. El primero, de Javier Guzmán, analiza la existencia de la clase media, en función de la renta, y cómo ese segmento de la sociedad ha ido disminuyendo con las últimas crisis. El segundo, de Endika Nuñez, tira también de datos para deducir que una gran parte de las personas que creen ser de clase media no alcanzan la renta suficiente que les permitiría definirse como tal. Al leer ambos no he podido más que echar mano de la descripción costumbrista e imaginarme que detrás de las cifras de los artículos se encontraba David. También acordarme de cómo hace ya algunos años describí este fenómeno en el libro La trampa de la diversidad bautizándolo como clase media aspiracional: trabajadores que gracias al consumo de bienes, pero sobre todo de estilos de vida, se percibían no sólo con un estatus elevado sino que naturalizaban posiciones ideológicas derechistas sin saberlo, permaneciendo así ajenos al conflicto capital-trabajo, que realmente era el que marcaba sus vidas.
Que hablemos de clases para analizar nuestra sociedad no es un capricho, sino una realidad atendiendo a que la clase social es un factor de suma importancia al afectar de lleno a nuestra vida, a nuestras oportunidades e incluso a nuestra salud. Obviamente, nuestro mundo ya no es el de la Inglaterra industrial del siglo XIX, por los cambios productivos y tecnológicos, pero también, y esto tiende a olvidarse, por el efecto de dos siglos de lucha de los trabajadores. Que David vaya a una oficina y no a una fábrica es el resultado de la reconfiguración del sistema económico, más que un triunfo personal. Que su hijo vaya a natación en vez de estar limpiando el interior de una máquina se debe al fruto de la lucha de clases. Es decir, que si mejoramos lo hacemos colectivamente, en función de si la balanza se inclina hacia los salarios y los recursos comunes o hacia los beneficios empresariales, la especulación y el rentismo.
Que la sociedad perciba que existen clases sociales es también un eco de esa lucha organizada de los trabajadores. Que la sociedad entienda que esas clases se definen como altas, medias o bajas es un éxito de la sociología de derechas norteamericana que, teniendo que asumir la certeza de esta división, centraba el análisis no en la posición que grandes grupos ocupaban en el sistema productivo capitalista, sino en función de la rentas de los individuos. De esta manera no sólo se desactivaba el conflicto, sino que, de haberlo, era de la propia persona contra su capacidad de superación. Si durante el siglo XX, en buena parte de Europa, ser de clase trabajadora era un orgullo que se manifestaba no sólo en una conciencia positiva de la comunidad sino en una acción sindical y política, nadie, obviamente, quiere pertenecer a la clase baja, tendiendo a huir de esa posición aunque sea identitariamente.
Aquí está la clave que explica la disonancia entre la vida y los problemas de David y su respuesta política: la identidad. No es lo mismo ser que ser para sí mismo, es decir, que no importa lo que realmente seamos si no lo percibimos como tal y actuamos en consecuencia. La identidad es una compleja mezcla conformada por percepciones, educación y costumbres, donde entran variables que van desde la nacionalidad hasta la orientación sexual pasando por la pertenencia a un equipo de fútbol. Mientras que en la clase alta la identidad suele estar clara, la gran mayoría de la clase trabajadora se siente ajena a sí misma. De ahí que se viva como algo vergonzoso, se privilegie cualquier otro aspecto de la identidad –las diversidades– o se asuma la pertenencia a una clase media abstracta, ambigua e inmaterial. La cuestión, recordamos, no es insistir en la pertenencia de clase como algo folclórico, sino porque es el elemento esencial que impulsa nuestra acción política.
Todos aspiramos a vivir mejor. De hecho, en la segunda mitad del siglo XX, la clase trabajadora, con la consecución del Estado del bienestar, logró importantes avances que, unidos a aquello que se llamó ascensor social, un capitalismo estable que permitía cierta movilidad económica, dio a las aspiraciones un carácter bien material. Con la llegada de lo neoliberal se depauperaron los servicios públicos y los derechos, pero también se averió ese ascensor social. ¿Cómo se solventó el problema para las nuevas generaciones que empezarían a tener condiciones inestables y precarizadas? Transformando esas lógicas aspiraciones en estilos de vida, en artefactos culturales que harían pasar las mejoras por apariencia de mejoras, extendiendo la ilusión del propietario y colmando la satisfacción con la estética de lo exclusivo. Si a esto se le suma que nuestra identidad se percibe ya sólo desde lo individual y lo competitivo, ¿a quién le puede extrañar que David no saque apenas conclusiones acertadas sobre quién es y cómo defender sus intereses?
No se trata, como de hecho piensa una parte del progresismo, de que David esté manipulado por los medios de comunicación, aunque algo de eso haya en el plano corto. David es perfectamente consciente de que en España los ricos son cada vez más ricos, de que el sistema no juega limpio, de que hay corrupción y de que él vive una vida cada vez más llena de incertidumbres. La cuestión es que David piensa que la única salida frente a todo eso es su esfuerzo, quedar el primero en una descarnada competición, porque no se percibe como parte de nada, la clase trabajadora, capaz de cambiar las cosas desde la acción colectiva y organizada. A lo mejor, parte del problema es que ese mismo progresismo que piensa que David es gilipollas lleva más de 20 años minusvalorando a los sindicatos, a las políticas laborales y buscando nuevos sujetos que, además, consideran ahora a David como una ameneza cis-hetero-patriarcal-eurocéntrica.
El problema, de hecho, ya no es sólo David. David y su clase media aspiracional están quedando obsoletos frente a una identidad hostil, reaccionaria y egoísta. Una identidad moldeada desde lo digital que ya no compra un sucedáneo de mejora, sino que cree que puede hacerse rica invirtiendo en criptomonedas. Una identidad convencida de que pagar por todo, incluida la sanidad o la educación, no es malo porque eso te hace destacar sobre el resto. Un tipo de personas que han hecho de la tecnología un fetiche y de los millonarios californianos modelos a adorar. Individuos cuya cultura tan sólo entiende a la clase trabajadora como la mitificación de la delincuencia de barrio expresada en el trap. Unas personas para las que su cuerpo es un capital que rentabilizar en Instagram. Para las que todo, incluida la venta de su sexo, es susceptible de monetizar. Individuos que cuando no alcanzan la tierra prometida no entienden la naturaleza de la estafa, buscando culpables en la política, en la democracia y en el inmediatamente inferior, reclamando orden al precio que sea. No hace falta que les cuente quién se aprovecha de ellos.
Levanten la cabeza. A pesar de todo sigue habiendo millones de personas que aún son perfectamente conscientes de su identidad en relación a la posición que ocupan en el sistema productivo, millones de personas que saben que la única manera de mejorar es hacerlo conjuntamente, millones de personas que participan de aquello que se llamó conciencia de clase. La identidad está expuesta a muchas y poderosas influencias, pero la vida aún enseña, si se tienen los ojos abiertos, si se sabe tirar de determinados hilos históricos y, sobre todo, si se escucha con atención a los que nos precedieron. Cuando estos millones de personas, además de votar cada cuatro años en unas elecciones, trabajan en su sindicato, en su barrio, salen a manifestarse a la calle, David, que no es gilipollas, suele darse cuenta de quién es y se une a ellos. Esos millones de personas siguen esperando a alguien que les hable, que les impulse, que les proporcione un horizonte hacia el que caminar. Esperan, incluso a pesar de saber que a menudo lo hacen en vano.
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