Corrupción endémica, sí
Yo no diría que la democracia española es plena e inmejorable. Por sensatez en primer lugar: no existe nada así, tanto la imperfección como el deseo de corregirla son sustantivos a la condición humana. No hay, pues, ninguna democracia excelsa en el planeta, ninguna; la democracia es una Ítaca hacia la que viajar. Pero es que, además, en el caso español, la democracia actual —llamémosla régimen del 78 con permiso de los señores González y Cebrián— está lastrada por nuestra historia contemporánea —los golpes, revoluciones, restauraciones y guerras civiles de los siglos XIX y XX— y por las condiciones mismas de su nacimiento. El régimen del 78 no fue otra cosa que un acomodo entre los vencedores y los vencidos de 1936-1939. Mantuvo elementos medulares del franquismo e incorporó las condiciones democráticas básicas para que pudiéramos entrar en la Europa política y económica.
Me apresuro a decirlo antes de que alguien se ponga a aullar: no podía ser de otro modo dada la correlación de fuerzas. Yo era adulto durante la Transición, la viví intensamente como ciudadano y periodista y siempre he dicho que poco más se podía hacer entonces. Pero también digo que ya han transcurrido más de cuatro décadas. Tiempo más que suficiente para superar algunas de las asignaturas que se dejaron pendientes.
Lo digo porque leo los titulares de estos días y veo corrupción y liberticidio, dos lacras muy nuestras. Sorprende hasta la desesperación que sigan existiendo politicastros como ese exdiputado socialista canario implicado en el caso Mediador. Un presunto comisionista que, como parece ser costumbre patria, se gastaba buena parte de las mordidas en juergas y putas. Y también sorprende, hasta la indignación esta vez, la hipocresía de la respuesta del PP.
Vale que usted y yo pongamos el grito en el cielo por lo del Tito Berni. ¿Pero el PP? El partido de una Ayuso que considera normal dejar morir a los ancianos en las residencias durante el covid y que su hermanito cobre jugosos pellizcos por intermediar en la importación para la Comunidad de Madrid de unas mascarillas chinas de mierda. ¿El PP? El partido de un Feijóo que era amiguete del narco Marcial Dorado. (Aunque Feijóo es tan bobo que empiezo a creerme que no supiera lo que sabía media Galicia: que su coleguita era un capo de la Ría de Arousa). ¿El PP? El partido de Rodrigo Rato, Francisco Camps, Rita Barberá, Eduardo Zaplana, Carlos Fabra, Jaume Matas, Luis Bárcenas, Ignacio González, Francisco Granados, Cristina Cifuentes… y no sigo porque la lista se comería esta columna y hasta un listín telefónico.
Yo era adulto durante la Transición y siempre he dicho que poco más se podía hacer entonces. Pero también digo que ya han transcurrido más de cuatro décadas. Tiempo más que suficiente para superar algunas de las asignaturas que se dejaron pendientes
No todos los políticos son iguales, no. Hay muchos políticos honrados, que jamás se han metido ilegal o irregularmente dinero público en sus bolsillos. Son la mayoría, sobre todo a medida que te vas yendo hacia la izquierda. Tampoco todos los empresarios son iguales, faltaría más. El grueso de los pequeños y medianos, también algunos de los grandes, es gente currante y honesta. Pero constatar esto me parece francamente insuficiente.
Negarse a arrojar basura sobre todo el mundo no es, en absoluto, incompatible con señalar que la corrupción está en el tuétano de determinadas élites políticas, económicas y mediáticas españolas, hasta el punto de que podría considerarse endémica. Va desde el ayuntamiento de Marbella (¿cómo lo lleva usted, doña Ángeles Muñoz?) al palacio de la Zarzuela (¿cómo puede denominarse si no lo de Urdangarin y Juan Carlos?). Y resulta evidente que, por tradición y por posibilidades, está más extendida entre eso que Feijóo llama “la gente de bien”, o sea, los de derechas. Incluida la tendencia a ponerse pulseritas rojigualdas y no pagar impuestos en España. ¿A que usted y yo no podemos trasladar nuestros domicilios fiscales a Holanda? Pues parece que don Rafael del Pino y su gigantesca empresa de la construcción piensan que sí pueden.
Asimismo leo noticias que confirman clamorosamente algo que ya sabía, que ya sabíamos: el Gobierno de Mariano Rajoy usó el dinero de los contribuyentes para crear desde el ministerio del Interior una Policía Patriótica que destruyera pruebas de sus corruptelas y esparciera bulos infamantes contra sus entonces principales adversarios políticos, Podemos y los independentistas catalanes. Por algo de esta naturaleza tuvo que dimitir el mismísimo presidente de Estados Unidos Richard Nixon. A la prensa, la justicia y el parlamento norteamericanos les parecieron muy graves tanto el espionaje a los adversarios políticos de Nixon como los esfuerzos por encubrirlo. No pararon hasta sacar al tahúr de la Casa Blanca.
Cosas como esta hacen que la también imperfecta democracia estadounidense siga siendo mejor que la nuestra en cuestión de transparencia y equilibrio de poderes. Mariano Rajoy disfruta de un plácido retiro entre Madrid y Galicia —Nixon también lo tuvo en California, pero para ello tuvo que ser amnistiado por su sucesor— y ya veremos si el siniestro ministro del Interior Jorge Fernández Díaz termina en el trullo como pide la fiscalía. En cuanto a la prensa española, salvo honrosas excepciones, sigue sin contemplar este escándalo como lo que es: nuestro Watergate. Tal vez porque fue en su día altavoz entusiasta de los bulos de la Policía Patriótica.
Noir, muy noir. Mentira, complot, malversación de fondos públicos, uso de la Policía para fines privados, autoritarismo y hasta liberticidio se aúnan en la llamada la Operación Kitchen, pero aún hay quien dice que la nuestra es una democracia excelente porque algunos —no demasiados— periodistas, fiscales y jueces hacen su trabajo a trancas y barrancas. ¿Qué hay en el fondo de tal opinión? ¿La adorable inocencia de una niñita de cinco años o la intencionada picardía de quien se gana la vida muy bien con lo existente?
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