Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Junts, bienvenido a la política española
Hay líderes que prefieren adaptarse a las condiciones del clima de opinión y no asumir riesgos innecesarios. En la política, como en la vida, a veces es mejor contemporizar, dejarse llevar por la corriente y no soliviantar al prójimo. Es legítimo y muy práctico. El liderazgo de Mariano Rajoy, de Feijóo en Galicia, pero también de Angela Merkel en Alemania o de Reagan en Estados Unidos, por poner algunos ejemplos, estuvo marcado por esos límites. No se recuerda de ninguno de ellos iniciativa que generara resistencias relevantes en la ciudadanía.
Y luego están los líderes que se la juegan. Aznar se la jugó con su apoyo a Estados Unidos en la Guerra de Irak. Zapatero se la jugó constantemente adoptando medidas que generaban amplio rechazo (el matrimonio homosexual, la revisión de la ley de interrupción del embarazo, el diálogo con ETA, la reforma del Estatut de Cataluña, los durísimos recortes tras la crisis de 2008).
Nadie situaría a Pedro Sánchez en el primer grupo. Más bien le vemos en el segundo. Sea por necesidad o por virtud, el presidente del Gobierno ha tenido que hacer apuestas de sumo riesgo: quedarse solo en su rechazo a la investidura de Rajoy, dejar la Secretaría General del PSOE y volver a ganarla luego desde abajo, negociar una moción de censura con un grupo heterogéneo de grupos parlamentarios, acordar la formación de un Gobierno de coalición y gobernar con sus socios manteniendo una frágil autonomía de acción…
La última apuesta arriesgada de Pedro Sánchez consiste en negociar con los independentistas catalanes para lograr su apoyo en la investidura. A diferencia de otras ocasiones propias o ajenas, esta última operación que tiene al país en vilo estos, posee una característica distintiva: puede resultar demasiado obvio que es un intercambio provocado por un interés muy concreto, a saber, mantenerse en el Palacio de la Moncloa. Por muy impopular que fuera para Zapatero reunirse en secreto con ETA para acordar su disolución o para Aznar enviar tropas a Irak, nadie podía decir que se hacía a cambio de nada concreto y ambos presidentes podían explicar que lo hacían por lo que consideraban el interés superior de España.
Esa explicación es la que, por el momento, quizá por la necesaria discreción de las conversaciones, está faltando en la negociación con Junts. Mucha gente está enfadada porque entiende que las posibles concesiones a los independentistas se hacen por puro interés personal del presidente y no por conveniencia para el país. El único portavoz que ha defendido, no sólo la necesidad del respeto por los tiempos y la discreción de las conversaciones, sino también la pertinencia del acuerdo, ha sido Zapatero en una entrevista de radio que resultó demasiado ruidosa y controvertida.
Sin embargo, el presidente Sánchez, el PSOE y sus socios de investidura, tienen motivos más que suficientes para defender ese acuerdo, no solo para evitar un Gobierno del PP con la ultraderecha, sino sobre todo para contribuir a la cohesión territorial de España y la solución de la “cuestión catalana”.
Mucha gente está enfadada porque entiende que las posibles concesiones a los independentistas se hacen por puro interés personal del presidente y no por conveniencia para el país
Porque si se produce sin renuncias ominosas por parte de los socialistas, lo cual generaría una oposición mucho mayor que la actual, incluso en el seno del propio PSOE, un acuerdo con Puigdemont implicaría una vuelta a la política española de Junts y un descenso inmediato de la pulsión separatista. No se le obligaría a explicitarlo, pero si Junts no se empeña en un referéndum específico como condición y no exige contrapartidas inasumibles por el Estado, el acuerdo sería un cambio cualitativo con respecto de su posición actual: dejaría de ser el “president legítimo en el exilio, representante único de la resistencia del pueblo catalán frente a la opresión del Estado Español” para convertirse en un actor más –libre de cargas y de moverse por donde quiera, eso sí– de la política española. Ni siquiera el actor más notable, por cierto, porque tendría que compartir espacio político, aunque desde la derecha, con ERC, su verdadero competidor.
Esto es precisamente lo que a mí me hace sospechar que el acuerdo no será (o no habrá sido, si ya está más o menos cerrado), tan fácil. Sería una agradable noticia que Puigdemont aceptara diluir su excéntrico protagonismo como president en el exilio, a cambio meramente de la amnistía de los suyos y entrando inmediatamente en la negociación diaria de las leyes en el Congreso de los Diputados, como un parlamentario más. Sería incluso sorprendente, porque el mismo Puigdemont no hace sino hablar de este que vivimos como un momento histórico comparable al sitio de Barcelona de 1714.
Por lo demás, conociendo la audacia del presidente del Gobierno, su valentía a la hora de tomar decisiones y su gusto demostrado por la competición electoral, tengo también la íntima sensación de que, si los independentistas se atrevieran a ponerle al límite de lo que se podría defender como interés de España (es decir, precisamente que Junts se incorpore a la gobernación del país), el propio Sánchez cesaría sin inmutarse la conversación para pedir en el último minuto, como en el baloncesto, tiempo muerto. Y para provocar una nueva convocatoria de elecciones. En tal caso, nada está escrito, porque su narrativa sería nueva por completo: el PSOE podría argüir con motivos que se intentó que Puigdemont renunciara a su fantasmagórico “exilio” para participar de la vida parlamentaria española. Pero que los socialistas no pueden poner en riesgo la unidad de España. Y los socialistas estarían en buenas condiciones entonces para hacer campaña con la épica de volver a parar a las derechas, con más fuerza aún que en julio.
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