El PP abraza a Puigdemont por Navidad Pilar Velasco
Por qué el PP secuestra al CGPJ
Que el Partido Popular se niegue a renovar el Poder Judicial es algo más que una situación coyuntural, es mucho más que un bloqueo pasajero dentro de las negociaciones inherentes al juego político. El órgano de gobierno de los jueces cumplió el pasado lunes cinco años desde la última vez que debió haber nueva elección de sus miembros, es decir, lo que equivale a uno de sus mandatos completos. De hecho, la última vez que se nombró un nuevo Consejo fue el 4 de diciembre de 2013: Juan Carlos aún se sentaba en el trono y Rajoy era presidente del Gobierno.
Existen diferentes lecturas que intentan explicar el secuestro al que el PP somete a esta institución. La primera de ellas tiene que ver con lo que dio al traste el principio de acuerdo de 2018. Ignacio Cosidó, entonces portavoz del PP en el Senado, mandó un mensaje a un grupo de Whatsapp de su formación donde afirmaba que controlarían la sala segunda del Supremo "desde detrás" además de presidir, algo que se suele olvidar, la sala del 61. Se refería a la sala con capacidad de juzgar a los aforados en, por ejemplo, casos de corrupción, pero también aquella otra con capacidad para ilegalizar partidos políticos.
A partir de aquí, y en los siguientes años, excusa tras excusa para evitar cumplir el mandato de elegir a los nuevos vocales. Por un lado se observa una pretensión, torpemente confesada, de controlar el órgano que nombra a los jueces para que estos resulten afines al PP, por el otro entorpecer el normal funcionamiento de nuestra democracia tasado en la Constitución. El Poder Judicial sólo se ha renovado con normalidad cuando el PP ha gobernado, es decir, los populares sólo respetan las normas cuando les favorecen.
En este noviembre, donde la independencia de la justicia y la igualdad de los españoles ante la ley se han tomado como consignas contra una ley de amnistía que aún no ha comenzado siquiera su trámite parlamentario, pocos parecen haberse cuestionado el daño que el atrincheramiento conservador del CGPJ hace a la justicia y la desigualdad que supone que millones de votos de españoles de izquierdas no hayan tenido su representación prevista en el órgano de gobierno de los jueces.
El PP politiza la justicia intentando controlar los altos tribunales, a la vez que judicializa la política recurriendo las normas que no son de su agrado, sin que exista menoscabo de derechos fundamentales. Sin embargo hay algo que va más allá de estos dos fenómenos, ya de por sí graves, que indica que en la derecha late una pulsión por alterar el actual equilibrio de poderes. Narrar las batallas es importante, entender el devenir de la contienda mucho más.
Es conveniente recordar que la siempre mal contada Transición no fue un proceso de resultado único, sino más bien el resultado del conflicto y la negociación entre diferentes actores, entre los que se encontraban la monarquía, las familias del régimen franquista, potencias mundiales y el movimiento obrero, que organizado en sus partidos y sindicatos, estando a la cabeza el PCE y CCOO, consiguió marcar de una forma definitiva el periodo. Sin las protestas de 1972, el Proceso 1001 o la galerna de huelgas de segunda mitad de los setenta nuestro país y nuestra Constitución serían muy diferentes a los actuales.
Ayuso ha pedido este año la ilegalización de Bildu en al menos dos ocasiones. Lo importante es asentar la idea de que hay formaciones a las que se puede forzar a desaparecer. Una vez abierta la espita con los abertzales, el siguiente puede ser cualquiera
Si la parte más obtusa e inmovilista del franquismo soñaba que, una vez muerto el dictador, el régimen se podría sostener a base de violencia y represión, otra parte de sus dirigentes apostó por el gatopardismo, promover una serie de cambios controlados para mantener las esencias. En especial el gobierno de Arias Navarro, con la colaboración del CESED, los servicios de inteligencia de la época, intentó pilotar una transformación que fuera aceptable en la esfera internacional pero que no pasara de ser un régimen con un parlamentarismo cosmético y dirigido.
En esta estructura era esencial que hubiera un sucedáneo de elecciones, pero que el poder legislativo estuviera dominado de dos formas. La primera manteniendo a los partidos que se presentaran bajo control, sólo dando carta de legalidad a aquellos que mostraran su docilidad o connivencia. La segunda era dotar a la corona de capacidad de veto respecto a las decisiones del parlamento. Con esta arquitectura el post-franquismo se hubiera asegurado que nada de lo aprobado por el Congreso contradijera sus deseos, ya que, incluso si perdieran coyunturalmente las mayorías favorables, el rey siempre podría paralizar las leyes. ¿Les suena de algo?
Aunque nuestro ordenamiento constitucional es hoy bien diferente, gracias a que los trabajadores de los años setenta decidieron que la historia no iría por los cauces previstos, esta pulsión por someter al poder legislativo ha vuelto a tomar brío en la derecha española. Isabel Díaz Ayuso ha pedido, a lo largo de este año que se acaba, la ilegalización de Bildu en al menos dos ocasiones. Lo importante es ir asentando la idea en una parte de la población de que hay formaciones políticas a las que se puede forzar a desaparecer. Una vez abierta la espita con los abertzales, el siguiente puede ser cualquiera.
A pesar de que el rey no tiene capacidad de veto, ya se ha lanzado la idea de que dentro de sus atribuciones está no firmar la ley de amnistía, o la que toque. Aunque esto es profundamente inconstitucional, lo importante es hacer creer que existe una moralidad superior que debería obligar a Felipe VI a elevarse por encima de sus atribuciones previstas. ¿Qué nos falta? Que el Poder Judicial se emancipe de sus funciones y pase no a controlar el cumplimiento de la ley sino a decidir sobre la ley y quien la hace, es decir, el Parlamento, tutelando qué puede y no puede llevar a cabo, como así pudimos comprobar en el gravísimo ataque llevado a cabo por el anterior Constitucional a finales del pasado año.
Podemos contemplar todos y cada uno de estos acontecimientos por separado, seguir considerándolos hipérboles, exageraciones retóricas o una radicalización pasajera que a la derecha le bajará como la fiebre. O podemos tomarnos en serio las pistas que andan desperdigadas por la habitación. Cuentan una historia desagradable y potencialmente peligrosa. Una que dice que la democracia puede ser recortada, manteniendo alguna de sus formas pero alterando por completo su fondo.
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